De pronto
aparecieron bicicletas abandonadas en las calles de Santiago. En la noche, en
la madrugada, al mediodía, al caer el crepúsculo ceniciento de la tarde, a
todas horas aparecían o desaparecían como espectros, cual figuras fantasmales.
Anoche,
de vuelta del trabajo, me acerqué a una, sorprendido, olfateando desconfiado,
mirando hacia todos lados, temiendo ser observado, acusado acaso de intento de
robo. ¿Desde cuando nadie roba en esta ciudad?
La figura
fantasmal estaba intacta, el sillín, sus pedales, sus ruedas blancas, su color
anaranjado hiriendo el crepúsculo. No la toques, dijo el otro que soy también
yo y con quien tantas veces me confundo. Déjala en paz, no le hables. Su aspecto
de nave abandonada por algún extraterrestre intimidaba produciendo escalofrío,
cabía la posibilidad de que el conductor estuviera cerca, observando, acaso
expectante para abalanzarse sobre mí. Me alejé a grandes zancadas, no sin
volver la vista a cada tanto. Pero más allá topé otra, y luego otra y otra,
idéntica a la primera. ¿No será la misma, no será una alucinación?
Cada tarde al
volver a casa después de salir de la estación del Metro, sigo teniendo la misma
visión. Idea convulsiva, dijo alguien, de ver bicicletas abandonadas en las calles.
Todas iguales, idénticas, uniformadas como ejércitos desperdigados en un campo
de batalla. En al campo de batalla en que se ha transformado esta ciudad, oí
decir o dije yo mismo, y encontré razón, toda la razón, campo de batalla.
Desde entonces
no resisto el impulso de subir a ellas y rajar por las calles de Santiago,
huyendo, escapando despavorido, de los peatones, de los automóviles, de las
motocicletas, del Metro infernal cargado
hasta el tope de animales.
Miguel de Loyola
– Santiago de Chile – 9 de agosto del 2018
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