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Septiembre, mes de la Patria.


Al margen de la historia que recuerda la independencia de la patria y otros asuntos, el mes de Septiembre en Chile es el mes de la primavera, regreso del dios sol, de viajes a la cordillera; concretamente, para los santiaguinos, al mítico Cajón del Maipo, ubicado al sur-oriente de la ciudad, a no más de cincuenta kilómetros de distancia, donde el clima y la naturaleza se asemeja al de los Alpes.


Un camino de culebra  recorre la vertiginosa ribera del río Maipo subiendo hasta la misma falda de la montaña, donde la nieve mantiene blanqueados eternamente sus pináculos triangulares. Antiguamente un tren militar de trocha angosta subía bufando como animal viejo los escarpados montes hasta el Volcán, repleto de pasajeros, mientras bajaba otro cargado con yeso arrancado del vientre generoso de la montaña. Hoy de aquel tren no quedan ni los rieles, porque la cinta de asfalto que cubrió el viejo camino ripiado, tapó también esas huellas dejando libre la carretera para el tránsito expedito de los vehículos. A esos miles de automóviles que desfilan los fines de semana hacia los distintos pueblos desperdigados a lo largo del camino en busca del aire limpio de la montaña, y del pan amasado, las empanadas cocidas en horno de barro, anunciadas a distancia por clásicas banderas blancas flameando la victoria gloriosa del apetito ancestral de los hombres de la patria.

Todavía hace frío en Septiembre, pero un frío nevado que se derrite con el sol del mediodía, produciendo deshielos que originan vertientes que bajan cantando por las laderas montañosas. Los turistas diseminados a lo largo del cajón cordillerano encienden sus braseros para el asado, y mientras las carnes humean en las parrillas esparciendo apetitosos olores a los cuatro vientos de la montaña, los niños encumbran volantines,  juegan fútbol, se pierden por horas entre los riscos detrás de una mariposa o algún bicho raro, o se internan por algún pasadizo oculto hacia al río rugiente y plateado, galvanizado al fondo de la quebrada, y logran cruzarlo por alguno de esos puentes colgantes que todavía suspendidos sobre el precipicio de la cuenca del río sirven en invierno para el tránsito silencioso de lugareños y sus animales.   

El Cajón del Maipo sigue siendo una centro de atracción turística durante todo el año, pero es en septiembre cuando trae la nostalgia de la niñez y sus paseos familiares, la excursiones con bototos engrasados, el sabor del aire primitivo inhalado en la cumbre de los montes, los pic nic sobre chalones escoceses bajo ese sol límpido y afilado, y los cantos de los mayores trayendo ecos de sus  antepasados en medio del viento cordillerano. De la tía fulana, y el tío mengano, de la abuela Laura y el abuelo Víctor, del bisabuelo y aún del tatarabuelo que también cantaba la misma tonada, mientras no falta quien durante la tarde y en medio de los cantos reavive las brasas del mediodía y ponga sobre la parrilla el último trozo de carne,  sin dejar de abrir, por cierto, la última  botella de vino como humorada.

Luego, repentinamente, como un fogonazo destemplado en medio del silencio cordillerano, sobreviene la psicosis del regreso a la ciudad, el retorno de manada de búfalos de los excursionistas; una verdadera estampida a la hora del ocaso, cuando la sombra de los cerros se desploma sobre las laderas con su manto funerario, apagando los cantos y  últimas brasas del asado, despidiendo en penumbras a los paseantes hasta el próximo fin de semana, porque esas son las típicas promesas de la gente reunida en la montaña, aunque después no se cumplan y a veces transcurran años sin que esos mismos turistas de aquel domingo vuelvan a reunirse otra vez junto a las brasas del asado. 

Septiembre, mes de la Patria, mes de asados. Mes de  recuerdos familiares. En mi pueblo de infancia se pintaban las casas antes de las Fiestas Patrias, la gente vestía sus mejores trajes para el rodeo y las ramadas. Se encumbraban volantines por doquier, podía verse la competencia de cometas  en el cielo, y la caída a pique repentina de algunos, como naves cayendo en el vacío siempre inmutable del tiempo pasado. 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Septiembre del 2008

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