La novela del
reconocido escritor japones, como todo relato de origen oriental,
economiza lenguaje y forma, así nos pone
al corriente de la vida de un misionero portugués, Sebastian Rodrigo, destinado
a misionar en el Japón, en una época en que estaba prohibida la propagación y culto
del cristianismo, sembrada su semilla años antes en la isla por misioneros portugueses
también.
La narración nos
lleva a conocer las peripecias y privaciones que debe pasar el padre Rodrigo
una vez que consigue llegar al Japón, hasta el momento crucial de su captura,
circunstancia en que será llevado a prisión
donde deberá apostatar su fe, para luego liberar del sufrimiento a otros
cristianos cruelmente torturados.
El título del
libro resulta una clara alegoría al silencio aparente, en este caso de Dios,
ante las atrocidades cometidas por los hombres en su nombre. Shusaku Endo
consigue cuestionar y denunciar dicho silencio ante los ojos expectantes del
lector. Y su mensaje subliminal pareciera ser bastante claro, sugiere que Dios
no responde a súplicas ni a sacrificios de los cristianos a través de sí mismo
como los dioses paganos, sino sólo mediante la acción de otros hombres. Es
decir, son los propios cristianos quienes deben encarnar a Dios cuando sienten
el dolor padecido por sus semejantes, para que se manifieste Dios como tal. En
este sentido, la novela devela una virtud teológica difícil de comprender de otro
modo que no sea mediante la metáfora del arte.
Los misioneros
portugueses en Japón terminarán apostatando, no porque se rindan ante el
sufrimiento propio, porque de hecho están dispuestos a morir por su fe, sino
por la piedad que despierta en ellos el dolor del otro.
Sucede que la
celda del padre rodrigo está junto al patio donde se tortura a los cristianos y
es él -no Dios- quien oye los gritos desgarradores de esos hombres que
permanecen colgados de cabeza, con un pequeño orificio abierto en el lóbulo de
la oreja para que se vayan desangrando por allí, gota a gota.
Miguel de Loyola
– Santiago de Chile – 2/ 09/ 2002
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