Gabriela regresó a su casa esa tarde caminando
desde la misma Alameda del Libertador, unas sesenta o setenta cuadras por lo
menos, calculaba ella al ojo, pero tal vez podían ser muchas más. Al principio
intentó llevar la cuenta, pero finalmente desistió a la idea por resultarle
imposible.
Mientras cruzaba una calle tras otra, su mente se perdía por otros
laberintos, olvidando la suma acumulada. Nunca le había tocado caminar tanto de
vuelta a casa. La dependencia del transporte público era una de las cosas que más
detestaba desde que vivía en la capital, calculaba que perdía por lo menos tres
horas diarias en desplazarse de un sitio a otro. El Metro había sido en
principio la gran solución para su sector, cuando recién se inauguró la línea
hacia el sur de la ciudad, pero después que se instauró el Transantiago,
sacando las micros amarillas de circulación, se transformó también en una
pesadilla. La pesadilla de los codazos y empujones que a diario debía dar y
recibir para meterse a los carros repletos de gente, lo mismo que esos trenes
que cargan animales, los cuales ella, proveniente de provincia, conocía muy
bien, los había visto muchas veces de niña detenidos en la estación de Los Ángeles,
y volvía a verlos cada vez que subía al Metro, confundiendo a la gente con
animales que daban pisotones y empujones a diestra y siniestra, sólo faltaba
que tiraran su boñiga ahí mismo.
En algún momento de la caminata
Gabriela se percató que no era la única persona que avanzaba por Gran Avenida
hacia el sur aquella tarde de octubre, bajo una temperatura todavía bordeando los
30 grados y un sol implacable sobre la espalda. Mucha gente llevaba el mismo
tranco, la misma dirección, sudando en silencio, porque definitivamente
locomoción colectiva no circulaba, salvo taxis y algunos automóviles particulares,
aunque nadie todavía entendía exactamente por qué. En su trabajo oyó decir a
medias que un grupo de estudiantes estaba incendiado las estaciones del Metro, y
por ese motivo habían largado al personal a sus casas más temprano que de
costumbre. Gabriela estaba feliz a media mañana por eso, porque podría regresar
más temprano a casa, y no cerca de las nueve de la noche, como ocurría habitualmente.
Pero después, al enterarse que el servicio del Metro estaba suspendido, le
cambió completamente la disposición anímica. Salió a la Alameda esperanzada en
que al menos hubiera un bus de acercamiento hacia su sector, pero nada, no
corría ninguno, y tampoco se veía gente en los paraderos. El comercio del
sector estaba cerrado machote y las calles parecían desiertas. La gente se
había esfumado como por encanto. La única mujer que encontró en la esquina de
Nataniel le dijo que no había más remedio que caminar, porque ella llevaba casi
dos horas parada allí esperando la 502 y no había pasado ninguna todavía. La
demás gente se fue a pie, dijo. Sólo entonces Gabriela se percató de la cojera
de la mujer, quien al parecer tenía problemas de cadera. No puedo caminar más
de una o dos cuadras porque me deslomo, le comentó con pesadumbre. Yo vivo en
el paradero 34 de Gran avenida, tampoco puedo caminar tanto, dijo Gabriela. Aproveche
que todavía es temprano, mire que no habrá otra solución por ahora, a menos que
tome un taxi, aconsejó la mujer. Y Gabriela le hizo caso, se puso a caminar
después de despedirse, deseándole a ella mejor suerte, quien le respondió que
esperaría hasta que pasara su hijo a recogerla.
Cuando llevaba unas treinta o
cuarenta cuadras recorridas, comenzó a reconocer algunos rostros en el camino.
Claro, todos han tenido la misma suerte, pensó para sí. Dos cuadras más allá reconoció
a una vecina que caminaba lentamente cargando una bolsa al parecer pesada, pues
la cambiaba de mano de tanto en tanto. Vivía a cinco o seis casas de la suya, y
se llamaba Gladys. ¿Qué está pasando vecina? vengo caminando de la alameda,
comentó Gabriela apenas la alcanzó. Yo también, contestó la otra. La ciudad
está paralizada, agregó después, no hay Metro ni buses en toda la ciudad. Dicen
que hay atentados comentó Gabriela, que son los estudiantes, agregó después.
Sí, respondió Gladys, son los estudiantes secundarios protestando otra vez. No
saben hacer otra cosa, reclama siempre mi esposo, en vez de estudiar pierden su
juventud de toma en toma, y ahora le encuentro razón. Esta caminata no la había
hecho nunca en mi vida, tengo los pies imposibles. Si mañana no hay locomoción
colectiva, no sé como vamos a ir a trabajar, porque otra caminata como esta y
me muero.
El paso que llevaba Gladys hizo
disminuir la velocidad de Gabriela, aunque al principio eso la incomodó,
finalmente terminó adaptándose a dar trancos más reposados. Tampoco ya tenía
caso apurarse, de seguro llegaría más tarde que nunca de vuelta a casa. Unas
cuadras más allá toparon a otra vecina, doña Isabel, la nombró Gladys, a quien
saludaron y siguieron caminando juntas las tres, todavía les faltaban unas
veinte cuadras por cubrir para llegar a sus respectivos hogares. Doña Isabel
les informó con mayor exactitud que aquel día se habían producido atentados en seis
estaciones del Metro, y por ese motivo la ciudad se hallaba paralizada.
Destruyeron completamente la estación terminal de Maipú, puntualizó. A lo que
las otras dos no respondieron, pero ambas quedaron boca abierta tras la noticia.
Gabriela se acordó inmediatamente de su hermano que vivía muy cerca de Plaza
Maipú, y a quien el Metro le había solucionado completamente la vida durante
los últimos cinco años. Le dieron deseos de llamarlo, pero su portátil sólo podía
recibir llamadas, no tenía saldo, y tampoco se le había ocurrido en el camino
cargarlo. Gladys propuso detenerse un momento a descansar, pero Isabel ni
Gabriela consintieron a la idea. De las tres, indudablemente era quien llevaba
más peso encima. Las otras dos sólo portaban cartera, símbolo inequívoco de que
trabajaban en alguna oficina. Siguieron así avanzando hasta que el sol comenzó
a declinar en el horizonte anaranjado de la tarde. Al menos ya los rayos no les
caían encima, y el clásico vientecillo sur comenzó a empujar el aire pesado
hacia el norte.
Cuando llegaron finalmente a la
entrada de la población, encontraron a un grupo de personas levantando una
barricada en plena avenida principal, cortando completamente el tránsito de los
automóviles que circulaban por esa arteria. Al centro de la barricada habían
instalado una bandera roja que flameaba débilmente en medio de la humareda de
un neumático viejo que ardía al centro de la barricada. La escena les pareció
triste y desoladora, el alumbrado público pestañeaba a cada tanto,
preanunciando el corte de suministro eléctrico en cualquier momento, como
ocurría regularmente bajo circunstancias semejantes.
Otra vez no vamos a poder dormir esta
noche, dijo en tono quejumbroso doña Isabel. Gabriela asintió en silencio,
mientras Gladys alegaba aquí ya no se puede vivir, mi marido está enfermo de
los nervios con esto de las protestas, lo único que quiere es volver a su
tierra. ¿Y de dónde es? preguntó Gabriela, acordándose también de la
tranquilidad existente en su pueblo natal a cualquier hora del día, visualizando
fugazmente la plaza, por donde solía pasear junto a sus compañeras después de
salir del liceo, vio los árboles añosos que prodigaban sombra en verano, el
escaño donde la había besado un hombre por primera vez... De Osorno, contestó Gladys,
pero se vino a Santiago hace unos veinte años buscando mejor fortuna, pero no
la encontró. Lo mismo que yo, pensó Gabriela, pero no dijo nada, permaneció en
silencio, hundida en el recuerdo de esa tranquilidad pueblerina, tan distinta
al ajetreo asfixiante de la ciudad. El otro día una bala atravesó la pared de
la pieza de atrás, fuimos a la comisaría a poner la denuncia, pero no hubo
ninguna respuesta. Aquí la gente hace lo quiere, en cambio en provincia por lo
menos la autoridad tiene cara, reclamó doña Gladys.
Las tres mujeres cruzaron por un
costado de la barricada reconociendo algunos de los que estaban allí, la
mayoría muchachones menores de veinte años, hijos de fulana o de zutana.
Algunos bebían cerveza mientras discutían sin descanso sus planes de tomarse
toda la ciudad, cambiar el rumbo del país, del mundo, acabar con los ricos y
las desigualdades. Doña Gladys pegó un grito cuando reconoció en medio del
grupo a su hijo menor, Esteban, joven de unos quince o catorce años tal vez, de
mediana estatura, delgado, con la cabeza completamente rapada. Lo llamó por su
nombre, pero el muchacho no respondió.
Miguel de Loyola - Santiago de Chile
– Diciembre del 2019
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