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A pie forzado, relato de Miguel de Loyola



Gabriela regresó a su casa esa tarde caminando desde la misma Alameda del Libertador, unas sesenta o setenta cuadras por lo menos, calculaba ella al ojo, pero tal vez podían ser muchas más. Al principio intentó llevar la cuenta, pero finalmente desistió a la idea por resultarle imposible.
Mientras cruzaba una calle tras otra, su mente se perdía por otros laberintos, olvidando la suma acumulada. Nunca le había tocado caminar tanto de vuelta a casa. La dependencia del transporte público era una de las cosas que más detestaba desde que vivía en la capital, calculaba que perdía por lo menos tres horas diarias en desplazarse de un sitio a otro. El Metro había sido en principio la gran solución para su sector, cuando recién se inauguró la línea hacia el sur de la ciudad, pero después que se instauró el Transantiago, sacando las micros amarillas de circulación, se transformó también en una pesadilla. La pesadilla de los codazos y empujones que a diario debía dar y recibir para meterse a los carros repletos de gente, lo mismo que esos trenes que cargan animales, los cuales ella, proveniente de provincia, conocía muy bien, los había visto muchas veces de niña detenidos en la estación de Los Ángeles, y volvía a verlos cada vez que subía al Metro, confundiendo a la gente con animales que daban pisotones y empujones a diestra y siniestra, sólo faltaba que tiraran su boñiga ahí mismo.

En algún momento de la caminata Gabriela se percató que no era la única persona que avanzaba por Gran Avenida hacia el sur aquella tarde de octubre, bajo una temperatura todavía bordeando los 30 grados y un sol implacable sobre la espalda. Mucha gente llevaba el mismo tranco, la misma dirección, sudando en silencio, porque definitivamente locomoción colectiva no circulaba, salvo taxis y algunos automóviles particulares, aunque nadie todavía entendía exactamente por qué. En su trabajo oyó decir a medias que un grupo de estudiantes estaba incendiado las estaciones del Metro, y por ese motivo habían largado al personal a sus casas más temprano que de costumbre. Gabriela estaba feliz a media mañana por eso, porque podría regresar más temprano a casa, y no cerca de las nueve de la noche, como ocurría habitualmente. Pero después, al enterarse que el servicio del Metro estaba suspendido, le cambió completamente la disposición anímica. Salió a la Alameda esperanzada en que al menos hubiera un bus de acercamiento hacia su sector, pero nada, no corría ninguno, y tampoco se veía gente en los paraderos. El comercio del sector estaba cerrado machote y las calles parecían desiertas. La gente se había esfumado como por encanto. La única mujer que encontró en la esquina de Nataniel le dijo que no había más remedio que caminar, porque ella llevaba casi dos horas parada allí esperando la 502 y no había pasado ninguna todavía. La demás gente se fue a pie, dijo. Sólo entonces Gabriela se percató de la cojera de la mujer, quien al parecer tenía problemas de cadera. No puedo caminar más de una o dos cuadras porque me deslomo, le comentó con pesadumbre. Yo vivo en el paradero 34 de Gran avenida, tampoco puedo caminar tanto, dijo Gabriela. Aproveche que todavía es temprano, mire que no habrá otra solución por ahora, a menos que tome un taxi, aconsejó la mujer. Y Gabriela le hizo caso, se puso a caminar después de despedirse, deseándole a ella mejor suerte, quien le respondió que esperaría hasta que pasara su hijo a recogerla.

Cuando llevaba unas treinta o cuarenta cuadras recorridas, comenzó a reconocer algunos rostros en el camino. Claro, todos han tenido la misma suerte, pensó para sí. Dos cuadras más allá reconoció a una vecina que caminaba lentamente cargando una bolsa al parecer pesada, pues la cambiaba de mano de tanto en tanto. Vivía a cinco o seis casas de la suya, y se llamaba Gladys. ¿Qué está pasando vecina? vengo caminando de la alameda, comentó Gabriela apenas la alcanzó. Yo también, contestó la otra. La ciudad está paralizada, agregó después, no hay Metro ni buses en toda la ciudad. Dicen que hay atentados comentó Gabriela, que son los estudiantes, agregó después. Sí, respondió Gladys, son los estudiantes secundarios protestando otra vez. No saben hacer otra cosa, reclama siempre mi esposo, en vez de estudiar pierden su juventud de toma en toma, y ahora le encuentro razón. Esta caminata no la había hecho nunca en mi vida, tengo los pies imposibles. Si mañana no hay locomoción colectiva, no sé como vamos a ir a trabajar, porque otra caminata como esta y me muero.    

El paso que llevaba Gladys hizo disminuir la velocidad de Gabriela, aunque al principio eso la incomodó, finalmente terminó adaptándose a dar trancos más reposados. Tampoco ya tenía caso apurarse, de seguro llegaría más tarde que nunca de vuelta a casa. Unas cuadras más allá toparon a otra vecina, doña Isabel, la nombró Gladys, a quien saludaron y siguieron caminando juntas las tres, todavía les faltaban unas veinte cuadras por cubrir para llegar a sus respectivos hogares. Doña Isabel les informó con mayor exactitud que aquel día se habían producido atentados en seis estaciones del Metro, y por ese motivo la ciudad se hallaba paralizada. Destruyeron completamente la estación terminal de Maipú, puntualizó. A lo que las otras dos no respondieron, pero ambas quedaron boca abierta tras la noticia. Gabriela se acordó inmediatamente de su hermano que vivía muy cerca de Plaza Maipú, y a quien el Metro le había solucionado completamente la vida durante los últimos cinco años. Le dieron deseos de llamarlo, pero su portátil sólo podía recibir llamadas, no tenía saldo, y tampoco se le había ocurrido en el camino cargarlo. Gladys propuso detenerse un momento a descansar, pero Isabel ni Gabriela consintieron a la idea. De las tres, indudablemente era quien llevaba más peso encima. Las otras dos sólo portaban cartera, símbolo inequívoco de que trabajaban en alguna oficina. Siguieron así avanzando hasta que el sol comenzó a declinar en el horizonte anaranjado de la tarde. Al menos ya los rayos no les caían encima, y el clásico vientecillo sur comenzó a empujar el aire pesado hacia el norte.

Cuando llegaron finalmente a la entrada de la población, encontraron a un grupo de personas levantando una barricada en plena avenida principal, cortando completamente el tránsito de los automóviles que circulaban por esa arteria. Al centro de la barricada habían instalado una bandera roja que flameaba débilmente en medio de la humareda de un neumático viejo que ardía al centro de la barricada. La escena les pareció triste y desoladora, el alumbrado público pestañeaba a cada tanto, preanunciando el corte de suministro eléctrico en cualquier momento, como ocurría regularmente bajo circunstancias semejantes.

Otra vez no vamos a poder dormir esta noche, dijo en tono quejumbroso doña Isabel. Gabriela asintió en silencio, mientras Gladys alegaba aquí ya no se puede vivir, mi marido está enfermo de los nervios con esto de las protestas, lo único que quiere es volver a su tierra. ¿Y de dónde es? preguntó Gabriela, acordándose también de la tranquilidad existente en su pueblo natal a cualquier hora del día, visualizando fugazmente la plaza, por donde solía pasear junto a sus compañeras después de salir del liceo, vio los árboles añosos que prodigaban sombra en verano, el escaño donde la había besado un hombre por primera vez... De Osorno, contestó Gladys, pero se vino a Santiago hace unos veinte años buscando mejor fortuna, pero no la encontró. Lo mismo que yo, pensó Gabriela, pero no dijo nada, permaneció en silencio, hundida en el recuerdo de esa tranquilidad pueblerina, tan distinta al ajetreo asfixiante de la ciudad. El otro día una bala atravesó la pared de la pieza de atrás, fuimos a la comisaría a poner la denuncia, pero no hubo ninguna respuesta. Aquí la gente hace lo quiere, en cambio en provincia por lo menos la autoridad tiene cara, reclamó doña Gladys.  

Las tres mujeres cruzaron por un costado de la barricada reconociendo algunos de los que estaban allí, la mayoría muchachones menores de veinte años, hijos de fulana o de zutana. Algunos bebían cerveza mientras discutían sin descanso sus planes de tomarse toda la ciudad, cambiar el rumbo del país, del mundo, acabar con los ricos y las desigualdades. Doña Gladys pegó un grito cuando reconoció en medio del grupo a su hijo menor, Esteban, joven de unos quince o catorce años tal vez, de mediana estatura, delgado, con la cabeza completamente rapada. Lo llamó por su nombre, pero el muchacho no respondió.



Miguel de Loyola - Santiago de Chile – Diciembre del 2019 

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