“Porque la pena lleva a la muerte,
y un corazón abatido pierde toda energia”
Sirácides 39,16.
Gerardo llegó al muelle y se desconcertó al ver tan pocos botes atracados a la orilla.
En ese momento, el embarcadero parecía desierto. Las cuatro barcas fondeadas se balanceaban en el agua haciendo gemir levemente sus esqueletos. Reconocía aquel crujir quejumbroso de la madera, el cabeceo intermitente de los botes amarrados al malecón.
El hombre se sentó sobre una roca a contemplar el
movimiento silencioso de las aguas, de ese río que parecía inmenso, inalterable
en su curso y en el tiempo. Sin embargo, moría mil metros más abajo, después de
enfrentar la furia sempiterna del océano Pacífico, esa eternidad invencible
donde sucumben todas las aguas.
La Barra llamaban entonces a ese punto exacto, donde
cientos de barcas habían naufragado intentando cruzar el remolino producido por
ambas aguas al chocar, siendo arrastradas por su fuerza centrífuga, antes de
alcanzar a cruzar en dirección al río o hacia el mar.
Gerardo también una tarde había estado a punto de
sucumbir, cuando el bote se dio vuelta y la corriente intentó arrastrarlo hasta
la Barra asesina. Si no hubiese sido buen nadador, como buen maulino, y si no
existiera solidaridad entre los boteros del Maule, hoy día no estaría aquí
mirando avanzar las aguas, pensó, mientras desviaba la mirada hacia la Isla Orrego,
situada al centro del río. No había viajado cientos de kilómetros para recordar
las desgracias ocurridas en el río. No. Claro que no. Eso ya no tenía remedio,
lo mismo que su destierro, dijo otra vez hablando consigo mismo.
Mientras observaba la pequeña isla donde crecía un
bosque de macizos eucaliptos para sostener la tierra durante las crecidas del
invierno, una canoa con dos remeros jóvenes cruzó frente a él. La pequeña
embarcación se movía rauda, sigilosamente, rayando las aguas con una estela
recta. En ese momento, la gran masa de agua pasaba quieta, aplanada como carretera
extendida, como autopista, sin baches, sin calamina, una vía fluvial por donde
antaño subían del mar los faluchos maulinos cargados de peces y mercancías. Por
ese lejano entonces, decía su abuelo, al costado del río se alineaban los
astilleros ensamblando tablas de robles para convertirlas en faluchos maulinos.
La canoa pronto se perdió de vista, pero al rato la
vio venir río arriba, remontando las aguas con la misma cautela, con el mismo
silencioso movimiento felino, volvió a pasar frente al vidrio cada vez más
empañado de sus pupilas azulinas.
En Canadá nunca pudo olvidar de dónde había venido,
nunca se resignó a no volver a ver el río, ni menos a morir lejos de su tierra.
Por eso voy a viajar, explicó una tarde a sus hijos y a sus nietos canadienses,
poco antes de tomar el avión destino a Chile.
No es que me quiera morir, advirtió, pero tampoco
quiero llegar a Constitución muerto un día. Quiero, nada más, explicó otra vez,
volver a ver el río, volver a ver las casas, caminar por la plaza, subir al
cerro Mutrún a contemplar desde allí la playa, la mítica Piedra de la Iglesia , la roca de los
Enamorados donde besé a Carmina por primera vez cincuenta años atrás. Quiero
sentarme a la orilla del muelle a mirar los botes cruzar el Maule, observar el
movimiento sincronizado de los remeros, esos rostros melancólicos y toscos de
los pasajeros provenientes de los riscos más pobres del mundo.
Por eso estoy aquí, conversó consigo mismo, a eso
vine, a eso viniste Gerardo, se dijo.
De equipaje sólo traía un morral de cuero despellejado,
donde no cabían más de tres o cuatro prendas de vestir, el mismo acaso con el
que partió treinta años atrás al exilio, expulsado, desterrado... Entonces no
se llevó nada. No lo dejaron. Sólo pudo llevarse imágenes comprimidas en un
lugar de la memoria. Si, de esa cinta de celuloide que poco a poco comenzó a
desplegarse después de quedar viudo, apurando su viaje con recuerdos cada día
más vivos.
Te acuerdas, Gerardo, te acuerdas cuando cruzaste el
Maule por primera vez. Acompañabas a tu abuela, sí, a esa mujer antigua de
polleras oscuras, cabeza cana, lentes ópticos redondos, manos blancas, manos
dulces, manos tibias que acariciaban tu cabello por las noches cuando no podías
dormir...
Cruzaron en un bote a remos, claro. Un bote color
rojo, o tal vez azul, o amarillo, o bien bicolor, aunque a tantos grados de
profundidad no alcanza a sumergirse tu memoria. Pero sí recuerdas el movimiento
acompasado de los boteros, sus rostros curtidos de marinos, sus bíceps
agitándose como lagartos, la flexión de sus piernas junto al un dos de los
remos, esos maderos provistos de aletas hundiéndose levemente en las aguas... y
el quejido del bote remontando el lecho del río...
Así navegaste la primera vez en dirección a Quivolgo,
soñando lo mismo que ahora allí en el muelle, donde esas lanchas de antaño ya
se han ido, tal vez ya no existen, se las llevó el tiempo, o el puente que hace
poco años construyeron más arriba, cerca del acueducto del ferrocarril, que
también cruzaste en tren tantas veces yendo o viniendo de Talca, atravesando
pueblos adormilados a la orilla del río, por donde pasaba la locomotora
metiendo ruido, ahuyentando gallinas y patos de la línea férrea, haciendo
estallar en ladridos feroces a los perros más desnutridos. Colín, Corinto,
Curtiduría, Infiernillo, Pichamán,
Forel, Maquehua...
Y el ferry boat, esa embarcación de casco de latón y
silbato de tren que vadeaba el río desde la estación del ferrocarril hasta
Quivolgo, donde metían camiones madereros, carretas tiradas por bueyes,
caballos ensillados, granos, sacos y la muchedumbre que no podía costear un
bote privado para cruzar más rápido el lecho anguloso del río. Tardaba cerca de
dos horas el trayecto, ¿te acuerdas? A veces el motor fallaba en medio del
cauce y salían los faluchos a remolcarla antes que la fuerza del agua la
arrastrara hasta la Barra.
¿Dónde estará ahora? preguntas, aunque sabes que dejó
de existir poco tiempo después de tu partida. Fue reemplazada por balsas
rápidas y livianas para cruzar más arriba, por donde el lecho es más angosto.
Sabes de los cambios, siempre estuviste informado de
lo que sucedía en tu tierra, sólo querías verificar con tus ojos inundados por
la nostalgia de un mundo perdido.
¿Para qué? te preguntaste tantas veces antes de hacer
viaje. ¿Para qué papá quieres volver a ese mundo hundido? Te preguntaron tus
hijos y tus nietos allá en Toronto. Si tampoco te quedan ya amigos,
insistieron, recordándote las cerradas de puertas que te hicieron cuando
recobraron el gobierno, los cargos públicos. Pero nunca supiste darles una
respuesta definitiva, una respuesta para dejarlos tranquilos.
Para vivir, supongo, pensaste de pronto ahora allí en
el muelle. Sí, para vivir, repetiste apretando los puños, acaso para que no
temblara tu cuerpo de tanto recuerdo junto.
Antes estaba muerto, sentenciaste mientras te ponías de pie. Sí, estaba
muerto, me habían matado hasta los sueños, dijiste.
Sorpresivamente, Gerardo vio llegar al muelle a quien
por su camisa blanca supuso sería un botero. Y antes de alcanzar a decir algo,
el hombre le ofertó una vuelta a la isla, por poca plata patrón, insistió con
una sonrisa persuasiva y tono suplicante. Las cosas no andan bien aquí, comentó
entristecido.
Una vez sentado sobre los escuálidos cojines de la
embarcación, se desilusionó cuando el botero puso en marcha un moderno motor
fuera de borda. Preferiría navegar a remo, reclamaste. Pero el botero no te
oyó, o lo tuyo sólo fue un pensamiento que no alcanzó la expresión verbal. La
embarcación salió del muelle marcha atrás, batiendo ruidosamente sus aspas de
acero.
Al comienzo, el ruido del motor perturbó sus
pensamientos, alterando sus emociones. Pero al cabo, Gerardo se conformó.
Después de todo, estaba allí, cruzando el Maule otra vez, sintiendo la textura
de las aguas en la palma de su mano sumergida. Sí, igual que esa primera vez
cuando niño, cuando el agua te salpicaba hasta los hombros, mientras tu abuela
decía asustada, no mi niño. Es peligroso, dijo esa vez también el botero. Te
puede morder la mano un tiburón, te asustó un pasajero. ¿Te acuerdas?
El bote subió contra corriente río arriba hasta el
acueducto del ferrocarril. Gerardo no aguantó el deseo de dar un paseo más
largo por sus recuerdos, pidiéndole al botero llevarlo hasta allí. Quiero pasar
también frente al Pan de Azúcar, esa loma con forma de pastel donde no crecía
en cien años una mata de lechuga, acaso porque a sus espaldas se escondía el
cementerio con sus tumbas sombrías, comentaba mi abuela refiriéndose a la
extraña esterilidad del cerro. Sus padres estaban enterrados por allí, en
alguna de esas lápidas desoladas, blanqueadas con la cal de los cementerios de
provincia, y marcadas por la cruz de la nostalgia eterna. Nadie podría haberlos
visitado durante esos casi cuarenta años de ausencia.
El bote dio la vuelta en el puente y luego comenzó a
bajar a mayor velocidad, favorecido por la corriente, levantando esquirlas de
agua y espuma, mientras Gerardo silencioso y pensativo recorría la rivera con
sus pupilas encendidas. Las casas de la calle Echeverría paralela al río, ya no
parecían las mismas, y si lo eran, se veían distintas, concluyó.
Cuando el bote se aproximaba a la cabecera de la isla,
donde los eucaliptos parecían seres inmortales por la musculatura fibrosa de
sus cuerpos, pidió al botero detener por un rato el motor.
-Quiero navegar sin ruido, dijo. He viajado de tan
lejos para estar aquí otra vez, explicó.
El botero sonrió y apagó el motor. Luego, tomó ambos
remos y comenzó a bogar muy lentamente alrededor de la isla, hundiendo apenas
los remos para desplazar la pequeña embarcación por una línea muy pegada a la
orilla, desde donde se podían ver las raíces nervudas de los eucaliptos cruzar
la delgada corteza de la isla buscando el lecho firme del río.
Gerardo en tanto, poco a poco fue cerrando los ojos,
dejándose arrastrar por la monotonía del braceo y por el lento desplazamiento
del bote sobre esas aguas cristalinas, en medio de un silencio apenas
interrumpido por el frotar mecánico de los remos, hasta hundirse al rato en el
sueño más profundo.
Relato del libro CUENTOS DEL MAULE, de Miguel de
Loyola. Año 2005.
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