El niño sale al balcón al medio día, a veces también por la tarde, siempre de la mano de su madre. De allí observa silencioso el patio del edificio donde solía jugar cada tarde con su amiguita Javiera, la niña de la patineta. Una niñita que aquí en la comunidad nadie ignora por su simpatía y vivacidad, porque se expresa igual que una persona adulta. Desde mi ventana no alcanzo a ver la expresión del rostro del niño, pero se me figura triste, melancólica, semejante a la mía, atribulada por la situación, por el silencio, por la soledad que reina en el entorno. Las calles aledañas permanecen vacías. Los automóviles estacionados acusan la sensación de abandono, de objetos olvidados por sus dueños. Llevamos tres meses encerrados por causa de la pandemia que asola al mundo, siguiendo las indicaciones de las autoridades sanitarias, sin salir a la calle, sin cruzar una palabra con nadie, salvo cuando mis hijos llaman preguntando por mi estado de salud.
El
niño aquel debe tener unos tres años a lo sumo, tal vez más o quizá menos, he
perdido la capacidad de calcular tales misterios, pero a veces lo veo más
grande, otras muy pequeño. Mientras lo observo desde mi ventana, no puedo dejar
de pensar en las ideas que cruzarán por su mente al ver día tras día el patio
vacío. De seguro habrá preguntado por qué no puede bajar a jugar con su
amiguita, por qué tiene que permanecer encerrado en el apartamento noche y día.
Tampoco sé si a su edad los niños pueden hacer tales preguntas, pero me las
figuro como si yo fuera aquel niño, mientras una ráfaga de viento intempestivo
agita su melenita.
A
veces le hago señas desde mi ventana moviendo la mano derecha. Pero el niño no
me ve, nos separa a parte del tiempo varios metros de distancia. Además, la
ventana que da hacia aquel sector del inmueble es estrecha, y mi figura apenas
se distingue desde el otro extremo cuando el sol rebota contra el vidrio, en
cambio su balcón sobresale un metro hacia fuera de la base del edificio y puedo
verlo perfectamente. Veo cuando el niño se para al borde del balcón, lo imagino
escrutando el vacío y el silencio desolador, presiento su frustración, sus
deseos de jugar, de bajar al patio, porque en el fondo son también los míos, y
acaso de toda la comunidad que permanece encerrada en sus domicilios por causa
del covi-19, el nuevo demonio que amenaza al mundo.
Miguel
de Loyola – Santiago de Chile – Julio del 2020
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