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La ladrona de libros, de Markus Zusak

 


La ladrona de libros
es una novela que reúne todos los requisitos del arte narrativo. Publicada en el año 2005 por un joven autor australiano Markus Zusak (1975), es hoy día una obra imperdible para los amantes de la ficción novelesca.

Parafraseando a Vargas Llosa a la hora de definir lo esencial del arte de la literatura, se trata de una historia muy bien contada, capaz de calar el imaginario del lector hasta lo más profundo, generando nuevas percepciones en torno a la realidad, y a un hecho concreto y desolador acaecido en el mundo en el siglo pasado. La novela sería también llevada al cine en el año 2013 con un éxito rotundo, y, por supuesto, ha sido traducida a los más diversos idiomas. Se trata, en consecuencia, de una obra imprescindible que consigue la difícil tarea de ponerse por encima de tanta basura impuesta por la Industria del Libro en las últimas décadas.

La novela sorprende por varios motivos que merecen atención. Se trata de una narración sencilla, libre de aplicaciones rebuscadas y zancadillas al lector, de una verosimilitud lograda a plenitud hasta en los detalles más nimios, a pesar de la desconcertante perspectiva del narrador, en quien reconocemos a la inefable muerte. La muerte que acecha a los seres inmersos en medio de la Segunda Guerra Mundial, esperando su último aliento de vida para recoger sus almas donde quiera que se encuentren. En la novela, asume la perspectiva del narrador, otorgándole una dosis importante de misterio, elemento necesario en todo relato para conseguir tensión narrativa. Es ella, la muerte, quien cuenta la historia, adquiriendo características humanas en sus reflexiones.

El lenguaje es simple, pero de una eficacia que remece la conciencia hasta la emoción que alcanza una vivencia padecida en carne propia. En ese sentido, sin duda  ofrece una doble lectura, una doble interpretación, como todo texto literario que se precie de tal. La lectura lineal, la referida a los acontecimientos concretos relatados que suelen definir los teóricos como anécdota; y otra más íntima, que acerca al lector a la complejidad psicológica de los personajes que describe y pone en movimiento la obra, hasta otorgarles los atributos de la vida plena de los seres de carne y hueso. Hay arte, allí donde no se nota el artificio, es una regla de oro que La Ladrona de libros supera mediante una habilidad pasmosa, hilvanando núcleos narrativos con la naturalidad propia de la vida misma. El relato hasta puede parecer naif en su nivel más primario de lectura. Sin embargo, cala hondo la conciencia lectora, gracias al acercamiento y apreciación de la voz narrativa del ser de las cosas.

La historia en concreto sumerge de lleno al interior de la Alemania nazi de Adolf Hitler, develando sus horrores sin caer en la clásica interpretación ideológica en blanco y negro sobre el tema. Tarea que deja enteramente en manos del lector, generando así un radio más amplio de horizontes y expectativas que permiten acercarse de manera íntima al asunto, sin la contaminación clásica que asiste al inconsciente colectivo sobre tales hechos. Una niña de once años es adoptada por un matrimonio de Molching, pueblo alemán cercano a Munich, lugar donde se ambienta la obra, recogiendo acaso el autor aquel sabio consejo de Tolstoi: describe tu aldea y serás universal. Receta que sabemos hacen suya escritores de la talla de Gabriel García Márquez en su inolvidable Cien años de soledad, y que de alguna manera vemos aquí otra vez utilizada por un joven autor australiano de manera magistral. El pueblo, y particularmente la calle Himmelstrasse, quedará grabada en la mente del lector a perpetuidad. Esa es otra característica que podemos reconocer como atributo literario indispensable para alcanzar la ansiada verosimilitud que todo texto artístico requiere para cobrar vida propia. La creación detallada del espacio, del ambiente, es una regla vieja acuñada por los griegos, que Aristóteles destaca en su Poética.

El modesto matrimonio que ha acogido a la protagonista en su casa, compuesto por Hans y Rosa Hubermann, apenas sobrevive de lavar y planchar ropa a las familias más acomodadas de Molching, pero dotada de la capacidad de entregar amor en medio de un mundo que se derrumba a cada instante, amenazado por la destrucción y la muerte de la guerra. La niña, resulta ser aficionada a los libros, pero apenas sabe leer, y será su padre adoptivo quien le enseñe en definitiva sus primeras letras en unas sesiones memorables en el sótano de la precaria vivienda que habitan en la calle Himmelstrasse número 33, donde a pesar de la pobreza y del frío invierno alemán, se siente un reconfortante calor del hogar.  

La narradora, focalizada en la muerte como ya se ha dicho, cuenta así la vida de Liesel Meminger llevada en aquel barrio de Molching a partir de su llegada al pueblo a la edad de nueve años, detallando los momentos cruciales vividos junto a sus padres adoptivos y sus aventuras junto a su entrañable amigo Rudy Steiner. Se trata de un narrador en tercera persona singular que utiliza el estilo indirecto libre para poner la historia en movimiento, dándole vida a sus personajes desde adentro.

La ambientación histórica de la novela, permite al lector conocer los entretelones vividos por el pueblo alemán antes y durante la guerra, donde sorprende la precariedad económica que vive en esos tiempos la periferia, a pesar de la fanfarria del nazismo y de su control sobre las masas. La mayoría de los habitantes de Molching son pobres y carecen de dinero, y abastecimiento alimenticio adecuado. En casa de los Hubermman escasean los alimentos y apenas nutren el estómago de sopas preparadas por la ingeniosa Rosa. Las navidades son tristes, la familia carece de recursos para hacerse regalos, haciendo esfuerzos consiguen obsequiar algo a veces a su hija adoptiva Leisie. Indudablemente, contrasta la realidad de esos tiempos con el mundo actual, donde abunda todo, pareciera dar a entender el texto en sordina, guiñando el ojo al lector para que compare, para que tome conciencia de los facilismos que asisten a las nuevas generaciones, no obstante insatisfechas, siempre ansiosas de obtener todavía mayores beneficios materiales, cuando se puede ser feliz con tan poco, como le ocurre a Leisie, quien disfruta con la propiedad de un libro, aunque le lleve tiempo aprender a leer lo que dice.

La novela en otra de sus lecturas posibles se convierte en una tesis tendiente a cuestionar las palabras en tanto objetos engañosos, peligrosos, pero imprescindibles para el entendimiento entre los hombres. Hacia allá llevan las reflexiones de la Ladrona de Libros, advirtiendo la importancia capital del lenguaje, de la necesidad de la educación, de la comprensión, porque de otra manera no hay entendimiento posible entre los hombres. Leisie no puede vivir sin un libro en la mano, porque allí está vivo el misterio de las palabras y ella quiere conocer sus significados, saber lo que quieren decir, son sus amigas, aunque también sabe que pueden convertirse en enemigas. La mejor imagen del Führer en la novela se despliega a partir del cuestionamiento de sus palabras, de sus discursos, de esa capacidad envolvente de hablar para capturar a las masas, para arrastrarlas a cualquier parte, a la victoria o al despeñadero. En ese sentido la novela lleva al lector a pararse al borde del abismo de la paradoja del lenguaje, en tanto elemento purificador o veneno. Es el lenguaje en definitiva el que traerá el horror a Alemania, la mentira, el engaño, la falsedad que hay en los discursos del Führer, y esa pareciera ser también una advertencia para las nuevas generaciones que todavía se impresionan y enloquecen frente a los discursos de los grandes oradores, sin sospechar que pueden llevar al mundo al abismo. Las palabras hay que conocerlas, comprender su significado, y Leisie lo sabe, por eso añora un diccionario.

La ladrona de libros es una novela que permite muchas interpretaciones, pero en definitiva hacia donde lleva es a la reflexión, a esa reflexión que contribuye a expandir la mirada en torno al mundo, y que sólo la narración artística consigue gracias a sus artilugios narrativos.

 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Agosto del 2020

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