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Primero de noviembre, cuento de Miguel de Loyola del libro Esa vieja nostalgia


Para Arturo Jorquera


Todavía no he contado a nadie que encontré a Molina el día Primero de noviembre recién pasado en el Cementerio General. Acababa de dejar flores a Paulina cuando lo divisé. No lo veía desde hacía diez o quizá quince años. Pero Molina es un individuo a quien no le resulta fácil pasar desapercibido en este mundo. Su calva lo delata a la distancia. Tiene un brillo singular que deslumbra cual espejo, acaso porque unos flequillos de pelo rizado enmarcan el contorno de su cráneo como un verdadero pas-partout.    

     
Lo miré durante un instante con los ojos tan fijos, que tuvo que darse vuelta para tropezar con mis pupilas enfocándolo como linternas. Su rostro acusó sorpresa. La sorpresa propia de encontrarse frente a alguien conocido en un lugar impensable.  Luego, hizo un gesto indicando que me acercara. El tipo siempre fue amistoso, comunicativo, distinto a mí.
    
Cuando estuvimos frente a frente, le tendí la mano, pero me abrazó de manera muy efusiva, cargado de una energía bastante mayor a la que podría provocar ese encuentro por sí sólo en otro sitio, y bajo otras circunstancias.

 -Aquí está Dora, -comentó indicando hacia uno de los mausoleos de enfrente, manteniendo apoyada una de sus manos sobre mi hombro izquierdo,
Por la expresión de sus ojos, Dora debía llevar poco tiempo sepultada. Aunque el sepulcro estaba sellado por la correspondiente lápida de mármol y una inscripción inquietante, escritas en letras góticas:  "No te olvides de mi, ven a buscarme pronto, amor mío."
     
Pocas veces uno lee epitafios de aquel tipo en los cementerios. A menos que se trate de la amante de algún poeta, claro. Pero, era de esperarse, Molina, siempre fue un exagerado para sus cosas.
     
Dora tenía una paciencia sólo comparable a la de Paulina para soportar a un marido psicótico. Ambas se llevaban bien cuando nos reuníamos los cuatro.
     
¿Por qué no nos seguimos viendo en lo sucesivo? La pregunta me asaltó allí, en medio del desamparo característico de los cementerios. El sentimiento de soledad y abandono suele ser siempre el mismo, a pesar del número de visitantes merodeando entre las tumbas de sus seres queridos.
   
Armando Molina tenía los ojos definitivamente empañados, prontos a desbordar esos goterones cargados con la tinta siempre invisible del desconsuelo infinito de las almas. Traté de permanecer en silencio, pero no pude.

- Lo siento, Armando, lo siento mucho -tuve que decir. Nunca me ha gustado decir esas malditas frases hechas. Pero igual uno termina diciéndolas frente a una situación semejante. ¿Qué otra cosa se puede decir a un viudo, para colmo frente a la tumba de su amada?
   
Molina parecía tan consternado que no preguntó qué hacía yo también en el cementerio aquel día. Tampoco atinó a preguntar por Paulina, a quien conocía de los tiempos de la universidad. Pero se lo perdoné al verlo tan acongojado mirando a cada instante hacia la sepultura de enfrente y donde era de suponer estaba  Dora. Es decir, los restos de Dora.
     
Le pregunté si ella había muerto hacía poco, pero me desvió la pregunta comentando que se llevaban muy bien últimamente. Estábamos decididos a instalarnos en forma definitiva en el departamento de La Serena.
     
-Tú sabes, nos compramos un departamento frente a la Avenida del mar. Oye, viejo, estupendo, tiene una vista al océano Pacífico que ni te imaginas. Dora estaba encantada.
     
Después salió con que Dora le había dicho que un domingo la viniera a buscar aquí mismo, que lo iba a estar esperando para irse con él.
     
-Me lo acaba de asegurar hace unos minutos, poco antes que llegaras tú aquí Alberto. Estábamos conversando cuando apareciste, finiquitando algunos asuntos importantes relativos a eso, pero te vio venir y se fue.
     
-Está bien, le contesté. Está bien Armando. Puede ser. De un tiempo a esta parte todo puede ser. A mí también me han sucedido cosas extrañas durante el último año con Paulina, la he visto en la casa, en la calle, pero sé que se trata sólo de un fantasma de mi propia imaginación...
    
-¿Acaso lo pones en duda, Alberto? -preguntó espantado, echándome bien al fondo unos ojos enormes, teñidos por el delirio azul de los sueños.
    
-La verdad, cuesta creer una cosa así, qué quieres que te diga, Armando. Hasta donde yo sé, lo muertos no resucitan. Paulina, tú sabes, mi mujer, va casi para los tres años bajo tierra y hasta aquí nada. Yo la vengo a ver seguido, una vez al mes por lo menos, a cambiar las flores, a limpiar su lápida. Conversamos, discutimos también, pero nunca se me ha ocurrido algo así.
    
Armando no contestó. Tampoco pareció conmoverse al saber de la muerte de Paulina. Luego, invitó a que nos sentáramos en un banco de piedra existente unos pasos más allá, siguiendo por la estrecha vereda pegada al pabellón de tumbas ordenadas sobre el piso, muy cerca de donde se hallaba la sepultura de Paulina. Por eso acepté con gusto la invitación. Aunque me extrañó la cercanía. Pero ya estaba cansado. Había llegado temprano, con la fresca de la mañana, y en ese momento el calor del mediodía comenzaba a emerger en oleadas asfixiantes desde las tumbas de cemento recalentadas por un sol poderoso y amarillo. Quise enseñársela, pero me salió con otra historia obligándome a oírlo.

Creo que me tapé el rostro con las manos, tratando, intentando, buscando la manera de encontrar las palabras para decirle que terminara de una vez. Tengo poca paciencia para oír insensateces. Pero mientras permanecía con los ojos cerrados, recordé que cuando Paulina llevaba más de una semana bajo tierra, también deseaba ansiosamente que resucitara, que regresara, que volviera conmigo, que nos fuéramos a casa de la mano juntos otra vez. La necesitaba tanto. Estaba seguro que no sobreviviría sin ella, sin su compañía, sin su comprensión, sin su alegría. Entonces la veía aparecer a cada rato, la confundía en la calle con otras mujeres al pasar, y las  seguía hasta el momento mismo que se volvían para enseñarme un rostro distinto al suyo.
    
-Hemos salido a veces a dar una vuelta juntos -aseguró Molina con voz más bien trémula, sacándome del pozo donde vagaban mis pensamientos.  
    
-¿Estás seguro, Armando? -le pregunté en forma irónica, tal vez sarcástica, pero de manera inconsciente. Una pregunta inesperada, sin ninguna mala intención. Aunque sin duda lo ponía al tanto que el asunto ya me tenía más bien harto, que quería reír para liberarme de lo poco sensato que me parecía mi ex compañero de carrera. Tenía deseos de decirle, entre otras cosas posibles, déjate de joder viudo loco y ándate para tu casa. En la Escuela te podíamos aguantar las chifladuras que hacías durante las horas de clase, pero ahora no. Ahora estamos viejos, nos va quedando poco...

En la Escuela Molina tenía fama de charlatán. Llegaba siempre contando historias, especialmente cuando correspondía rendir algún examen importante. Por supuesto nadie le creía. Pero a él no parecía importarle en lo absoluto. La imaginación le sobraba. El profesor de Derecho Penal opinaba que Molina sería en el futuro escritor en vez de abogado. Y en parte lo ha sido. Claro que sin ningún éxito. Sus narraciones terminan siendo delirantes igual que su vida. Aunque como abogado le fue mejor que a mí. Después que entró a la política su carrera se fue por un tubo. Alcanzó una posición tan sólida que quizá por eso dejamos de juntarnos. Debo haberle parecido poca cosa, para su status, para sus nuevas amistades.  
    
- ¡Todavía no crees, Alberto, todavía no crees!, exclamó repentinamente molesto, parándose del asiento y comenzando a caminar a grandes zancadas en dirección a la avenida por donde yo minutos antes había llegado hasta él. Un poco más allá se detuvo, se volvió hacia mí y un acto teatral gritó con un vozarrón nada despreciable para el lugar y circunstancia:
   
 - ¡Pero vas a tener que creer algún día!
     
Luego, y antes de alcanzar a contestarle nada, desapareció en medio de la multitud de personas que comenzaban a colmar las calles y avenidas del cementerio General, trayendo en sus manos algún ramo de flores para sus muertos aquel día Primero de noviembre.
     
Por eso la tarde en que días después encontré a Dora en el supermercado, casi me dio un ataque. La seguí de cerca un buen rato para cerciorarme que fuera efectivamente ella. En cambio, Dora apenas me vio se adelantó a saludarme envuelta en la mayor naturalidad del mundo, pero al darse cuenta de mi turbación preguntó si me pasaba algo. No me salía el habla, estaba petrificado mirándola como si se tratara de una aparición. Se veía bastante bien, bastante joven todavía.
     
La primera palabra que articulé fue Molina. Entonces Dora extrañada por la pregunta, me contestó que no tenía la menor idea de él, porque hacía muchos años que se habían separado.
     
-Poco tiempo después de la última vez que nos reunimos los cuatro en tu casa. ¿Te acuerdas Alberto?

Lo dijo mirándome a los ojos con una expresión cargada de ironía incontenible, y a mi  rostro acudió el rubor,  recordándome las continuas atenciones brindadas por Molina esa noche a Paulina.

Entonces le conté del encuentro en el Cementerio. La extraña situación, la confusa circunstancia de hallarlo hablando de su esposa muerta.
     
Dora me miró más que con una expresión de odio hacia Molina, de indulgencia infinita hacia mi persona. Luego se fue por el pasillo empujando el carro de las compras, dejándome estupefacto. 
*************

***Cuento tomado del libro Esa vieja Nostalgia, de Miguel de Loyola.


Comentarios

Unknown dijo…
Bueno, estimado Miguel. Un abrazo.

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