Para Arturo Jorquera
Todavía no
he contado a nadie que encontré a Molina el día Primero de noviembre recién
pasado en el Cementerio General. Acababa de dejar flores a Paulina cuando lo
divisé. No lo veía desde hacía diez o quizá quince años. Pero Molina es un
individuo a quien no le resulta fácil pasar desapercibido en este mundo. Su
calva lo delata a la distancia. Tiene un brillo singular que deslumbra cual
espejo, acaso porque unos flequillos de pelo rizado enmarcan el contorno de su
cráneo como un verdadero pas-partout.
Lo miré
durante un instante con los ojos tan fijos, que tuvo que darse vuelta para tropezar
con mis pupilas enfocándolo como linternas. Su rostro acusó sorpresa. La
sorpresa propia de encontrarse frente a alguien conocido en un lugar
impensable. Luego, hizo un gesto
indicando que me acercara. El tipo siempre fue amistoso, comunicativo, distinto
a mí.
Cuando
estuvimos frente a frente, le tendí la mano, pero me abrazó de manera muy
efusiva, cargado de una energía bastante mayor a la que podría provocar ese
encuentro por sí sólo en otro sitio, y bajo otras circunstancias.
-Aquí está Dora, -comentó indicando hacia uno
de los mausoleos de enfrente, manteniendo apoyada una de sus manos sobre mi
hombro izquierdo,
Por la
expresión de sus ojos, Dora debía llevar poco tiempo sepultada. Aunque el
sepulcro estaba sellado por la correspondiente lápida de mármol y una
inscripción inquietante, escritas en letras góticas: "No te olvides de mi, ven a buscarme
pronto, amor mío."
Pocas veces
uno lee epitafios de aquel tipo en los cementerios. A menos que se trate de la
amante de algún poeta, claro. Pero, era de esperarse, Molina, siempre fue un
exagerado para sus cosas.
Dora tenía
una paciencia sólo comparable a la de Paulina para soportar a un marido psicótico.
Ambas se llevaban bien cuando nos reuníamos los cuatro.
¿Por qué no
nos seguimos viendo en lo sucesivo? La pregunta me asaltó allí, en medio del
desamparo característico de los cementerios. El sentimiento de soledad y
abandono suele ser siempre el mismo, a pesar del número de visitantes
merodeando entre las tumbas de sus seres queridos.
Armando
Molina tenía los ojos definitivamente empañados, prontos a desbordar esos
goterones cargados con la tinta siempre invisible del desconsuelo infinito de
las almas. Traté de permanecer en silencio, pero no pude.
- Lo
siento, Armando, lo siento mucho -tuve que decir. Nunca me ha gustado decir
esas malditas frases hechas. Pero igual uno termina diciéndolas frente a una
situación semejante. ¿Qué otra cosa se puede decir a un viudo, para colmo
frente a la tumba de su amada?
Molina
parecía tan consternado que no preguntó qué hacía yo también en el cementerio
aquel día. Tampoco atinó a preguntar por Paulina, a quien conocía de los
tiempos de la universidad. Pero se lo perdoné al verlo tan acongojado mirando a
cada instante hacia la sepultura de enfrente y donde era de suponer estaba Dora. Es decir, los restos de Dora.
Le pregunté
si ella había muerto hacía poco, pero me desvió la pregunta comentando que se
llevaban muy bien últimamente. Estábamos decididos a instalarnos en forma
definitiva en el departamento de La
Serena.
-Tú sabes,
nos compramos un departamento frente a la Avenida del mar. Oye, viejo, estupendo, tiene una
vista al océano Pacífico que ni te imaginas. Dora estaba encantada.
Después
salió con que Dora le había dicho que un domingo la viniera a buscar aquí
mismo, que lo iba a estar esperando para irse con él.
-Me lo
acaba de asegurar hace unos minutos, poco antes que llegaras tú aquí Alberto.
Estábamos conversando cuando apareciste, finiquitando algunos asuntos
importantes relativos a eso, pero te vio venir y se fue.
-Está bien,
le contesté. Está bien Armando. Puede ser. De un tiempo a esta parte todo puede
ser. A mí también me han sucedido cosas extrañas durante el último año con
Paulina, la he visto en la casa, en la calle, pero sé que se trata sólo de un
fantasma de mi propia imaginación...
-¿Acaso lo
pones en duda, Alberto? -preguntó espantado, echándome bien al fondo unos ojos
enormes, teñidos por el delirio azul de los sueños.
-La verdad,
cuesta creer una cosa así, qué quieres que te diga, Armando. Hasta donde yo sé,
lo muertos no resucitan. Paulina, tú sabes, mi mujer, va casi para los tres
años bajo tierra y hasta aquí nada. Yo la vengo a ver seguido, una vez al mes
por lo menos, a cambiar las flores, a limpiar su lápida. Conversamos, discutimos
también, pero nunca se me ha ocurrido algo así.
Armando no
contestó. Tampoco pareció conmoverse al saber de la muerte de Paulina. Luego,
invitó a que nos sentáramos en un banco de piedra existente unos pasos más
allá, siguiendo por la estrecha vereda pegada al pabellón de tumbas ordenadas
sobre el piso, muy cerca de donde se hallaba la sepultura de Paulina. Por eso
acepté con gusto la invitación. Aunque me extrañó la cercanía. Pero ya estaba
cansado. Había llegado temprano, con la fresca de la mañana, y en ese momento
el calor del mediodía comenzaba a emerger en oleadas asfixiantes desde las
tumbas de cemento recalentadas por un sol poderoso y amarillo. Quise
enseñársela, pero me salió con otra historia obligándome a oírlo.
Creo que me
tapé el rostro con las manos, tratando, intentando, buscando la manera de
encontrar las palabras para decirle que terminara de una vez. Tengo poca
paciencia para oír insensateces. Pero mientras permanecía con los ojos
cerrados, recordé que cuando Paulina llevaba más de una semana bajo tierra,
también deseaba ansiosamente que resucitara, que regresara, que volviera
conmigo, que nos fuéramos a casa de la mano juntos otra vez. La necesitaba
tanto. Estaba seguro que no sobreviviría sin ella, sin su compañía, sin su
comprensión, sin su alegría. Entonces la veía aparecer a cada rato, la
confundía en la calle con otras mujeres al pasar, y las seguía hasta el momento mismo que se volvían
para enseñarme un rostro distinto al suyo.
-Hemos
salido a veces a dar una vuelta juntos -aseguró Molina con voz más bien
trémula, sacándome del pozo donde vagaban mis pensamientos.
-¿Estás
seguro, Armando? -le pregunté en forma irónica, tal vez sarcástica, pero de
manera inconsciente. Una pregunta inesperada, sin ninguna mala intención.
Aunque sin duda lo ponía al tanto que el asunto ya me tenía más bien harto, que
quería reír para liberarme de lo poco sensato que me parecía mi ex compañero de
carrera. Tenía deseos de decirle, entre otras cosas posibles, déjate de joder
viudo loco y ándate para tu casa. En la Escuela te podíamos aguantar las chifladuras que
hacías durante las horas de clase, pero ahora no. Ahora estamos viejos, nos va
quedando poco...
En la Escuela Molina
tenía fama de charlatán. Llegaba siempre contando historias, especialmente
cuando correspondía rendir algún examen importante. Por supuesto nadie le
creía. Pero a él no parecía importarle en lo absoluto. La imaginación le
sobraba. El profesor de Derecho Penal opinaba que Molina sería en el futuro
escritor en vez de abogado. Y en parte lo ha sido. Claro que sin ningún éxito.
Sus narraciones terminan siendo delirantes igual que su vida. Aunque como
abogado le fue mejor que a mí. Después que entró a la política su carrera se
fue por un tubo. Alcanzó una posición tan sólida que quizá por eso dejamos de
juntarnos. Debo haberle parecido poca cosa, para su status, para sus nuevas amistades.
- ¡Todavía
no crees, Alberto, todavía no crees!, exclamó repentinamente molesto, parándose
del asiento y comenzando a caminar a grandes zancadas en dirección a la avenida
por donde yo minutos antes había llegado hasta él. Un poco más allá se detuvo,
se volvió hacia mí y un acto teatral gritó con un vozarrón nada despreciable
para el lugar y circunstancia:
- ¡Pero vas a tener que creer algún día!
Luego, y
antes de alcanzar a contestarle nada, desapareció en medio de la multitud de
personas que comenzaban a colmar las calles y avenidas del cementerio General,
trayendo en sus manos algún ramo de flores para sus muertos aquel día Primero
de noviembre.
Por eso la
tarde en que días después encontré a Dora en el supermercado, casi me dio un
ataque. La seguí de cerca un buen rato para cerciorarme que fuera efectivamente
ella. En cambio, Dora apenas me vio se adelantó a saludarme envuelta en la
mayor naturalidad del mundo, pero al darse cuenta de mi turbación preguntó si
me pasaba algo. No me salía el habla, estaba petrificado mirándola como si se
tratara de una aparición. Se veía bastante bien, bastante joven todavía.
La primera
palabra que articulé fue Molina. Entonces Dora extrañada por la pregunta, me
contestó que no tenía la menor idea de él, porque hacía muchos años que se
habían separado.
-Poco
tiempo después de la última vez que nos reunimos los cuatro en tu casa. ¿Te
acuerdas Alberto?
Lo dijo
mirándome a los ojos con una expresión cargada de ironía incontenible, y a mi rostro acudió el rubor, recordándome las continuas atenciones
brindadas por Molina esa noche a Paulina.
Entonces le
conté del encuentro en el Cementerio. La extraña situación, la confusa
circunstancia de hallarlo hablando de su esposa muerta.
Dora me
miró más que con una expresión de odio hacia Molina, de indulgencia infinita
hacia mi persona. Luego se fue por el pasillo empujando el carro de las
compras, dejándome estupefacto.
*************
***Cuento
tomado del libro Esa vieja Nostalgia, de Miguel de Loyola.
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