Mamá
se casó a los treinta y dos años, en una época en que ya sus parientes y
conocidos comenzaban a pasarla por solterona, porque las mujeres en esos años
contraían matrimonio antes de cumplir veinte, después se las consideraba
mujeres viejas, algo completamente inconcebible en estos
tiempos.
Conoció a Luis Humberto una tarde de otoño en que
atravesaba el Maule, cuando aquel río se cruzaba desde Constitución a Quivolgo
sólo en balsa fiscal o bote particular. Los presentó en esa oportunidad Celedonio,
el botero más antiguo en la región, quien conocía a la mayoría de sus pasajeros
por su nombre y apellido, llevaba unos cincuenta años haciendo la misma
travesía de un lado a otro del río que fuera límite en el pasado del imperio
incaico. Aquel oficio lo había heredado de su padre y posiblemente también de
su abuelo, reconocido maestro astillero del Maule, de aquellos que habían
continuado el quehacer de los primeros españoles que se internaron a principios
del siglo XVI en la región y comenzaran a construir los otrora famosos faluchos
maulinos, gracias a los bosque nativos existentes entonces en la región.
Decía, sin ir más lejos, que su barca era obra de las manos sabias de
aquel hombre antiguo. Una embarcación como pocas, ágil, rápida y segura. De quilla
perfecta, solía contestar Celedonio cuando alguien preguntaba por la seguridad
de su embarcación. En este río no hay otra de su tamaño mejor a esta. De puro
roble colorado, señor, remataba finalmente, asegurando así la plena confianza
de sus pasajeros. Celedonio no era hombre de muchas palabras, solía más
bien escuchar atentamente a sus pasajeros durante los cincuenta minutos que
tardaba a veces la travesía. Aunque el lapso dependía mucho de la corriente, el
viento, y por supuesto el mar, que metía sus lenguas feroces hasta la misma
boca del río, produciendo furiosos remolinos que en algunos casos conseguían
zozobrar la embarcación de un botero inexperto. Con viento a favor el trayecto
podía demorar apenas unos quince minutos, pero eso ocurría tarde mal y nunca,
como dice el adagio. Celedonio dominaba completamente las rutas del río, y
conducía su embarcación haciendo enigmáticos rodeos, pero que según explicaba
más tarde al pasajero, seguían la corriente subterránea de las aguas,
invisibles a la vista de las personas comunes y corrientes, que no tenían
ninguna experiencia al respecto.
La
señorita Aída, dicen que dijo a Luis Humberto al momento de presentar a sus
pasajeros esa tarde en Quivolgo, cuando ambos se encontraban sentados arriba
del bote y los brazos del botero comenzaban a enseñar sus lagartos tras el
movimiento sincronizado de los remos. La presentó así porque la conocía
como tal, del tiempo cuando mamá fuera profesora en Carrizal, un pueblo ubicado
a unos treinta kilómetros al oriente del río, al cual se accedía entonces
siguiendo un camino de culebra de los mil diablos, por donde no circulaban
vehículos motorizados todavía, sólo a tracción animal. Celedonio solía
conversar bastante con ella durante el recorrido, la consideraba poco menos que
una autoridad en la zona, y en parte lo había sido, porque en esos tiempos los
maestros de escuela gozaban de un prestigio social que no tienen ahora en este
país, la gente valoraba a quienes les enseñaban a leer y a escribir, y no se
cansaban de rendirle homenajes en señal de agradecimiento cada vez que podían.
Los alumnos sentían orgullo de sus profesores sin olvidarlos jamás.
Ha
estado muy crudo el invierno este año señorita Aída, casi no ha habido en todo
el invierno pasajeros que cruzar, solía comentar Celedonio mientras remaba de
manera perfecta, hundiendo y sacando los remos sin derramar una gota de agua
fijando siempre la mirada en la última línea del horizonte. Mamá en ese tiempo
solía viajar a Constitución al menos un par de veces durante el invierno por
asuntos de la Escuela, en busca de materiales escolares o convocada por alguna
reunión ministerial. Bajaba a caballo desde Carrizal hasta la orilla, a veces
acompañada por un mozo de la casa de su tía, pero la mayoría de las veces lo
hacía sola, sin temor a cabalgar por esas soledades donde sólo silbaba el
viento y el canto intempestivo de algún pájaro extraño. Salía muy de madrugada,
junto a los primeros resplandores del alba, para regresar antes del ocaso. Si
por casualidad se atrasaba por algún motivo, prefería alojar en Constitución a
cabalgar de noche por aquel camino solitario, oscuro como boca de lobo cuando
no había luna, donde no se veían ni las manos y el caballo se guiaba por
instinto propio hacia la querencia. Además, en esos años nadie cruzaba el río
de noche, a menos que se tratara de una emergencia, subía mucho la marea desde
la boca y se armaban remolinos muy peligrosos. Sólo en una ocasión lo había
cruzado ella una noche, a raíz de un niño que tuvo que trasladar de urgencia al
hospital por causa de una apendicitis. La experiencia había sido dramática,
porque no estaba el botero, Celedonio había viajado a Talca y no regresaba
hasta el día siguiente. La desesperación esa noche se tornó tal que terminó embarcándose
con uno de los hijos de Celedonio que no pasaba de los quince años, pero el
muchacho tenía el coraje de su padre para hacer la travesía que finalmente
salvaría la vida del niño enfermo. Mamá recordaba aquel episodio como uno de
los más peligrosos de su vida, porque el bote había estado en cuatro ocasiones
a punto de zozobrar en medio de los remolinos provocados por la fiereza
iracunda del mar. El joven botero no tenía la fuerza ni tampoco la experiencia
del padre, y al bote lo arrastraban por momentos las corrientes sin poderlo
sujetar.
Mucho
gusto, fue el saludo instantáneo y lacónico de Luis Humberto aquella tarde una
vez en la barca frente a mamá. Mucho gusto repitió un par de veces, acusando
acaso la sorpresa de viajar por el río junto a una mujer joven y sonriente.
Mamá tenía esas sonrisas que caracterizan a las personas amables por
naturaleza, aún frente a los desconocidos, y solía hablar con este y aquel sin
problemas de ningún tipo, sin temor a las diferencias sociales. Así que
usted fue profesora en Carrizal, comentó Luis Humberto después, buscando la
manera de abrir la conversación durante el trayecto. Pero la señorita Aída se
mostró imperturbable aquella tarde, habló menos que nunca durante el viaje.
Parece que no le agradó cruzar el río junto a un desconocido, comentaría
Celedonio esa noche a su mujer. Pero no era cierto, mamá se había cohibido, lo
mismo que Luis Humberto, y ambos habían viajado bajo la presión de un corazón
palpitante, tal vez repentinamente desbocado tras el descubrimiento del amor a
primera vista. Luis Humberto, que pasaba por un hombre conversador, tampoco
aquella tarde se mostró locuaz, y le costaba hilvanar hasta las frases
habituales referidas al tiempo en la región. De seguro le gustó la profesora,
comentó también Celedonio esa noche a su mujer. El conocía a Luis Humberto de
muchos años, desde los tiempos en que solía cruzar el río a menudo por asuntos
de negocio, pero en esa época sólo cruzaba hacia Quivolgo muy de cuando en
cuando, ya no tenía tierras ni nada que atender por esos confines donde había
nacido, porque al igual que mamá, también era oriundo de la zona, aunque de un
sector hacia el norte, aledaño a la costa llamado Chanquiuque, frente a la
Trinchera, el escenario donde fuera vencido Lautaro por los españoles. Luis
Humberto se había trasladado desde hacía varios años a San Javier, donde tenía
viña y pulpería o algo semejante, sabía también que había enviudado y que
andaba buscando rehacer su vida después de dos o tres años de luto
riguroso.
Celedonio,
según me enteré hace algunos años por boca de la tía Julia, hermana de mi
madre, el hombre tenía fama de casamentero en la región, solía unir las vidas
de los pasajeros solitarios que cruzaban el río en su embarcación. Durante el
largo trayecto sobre las aguas del Maule, sostenía conversaciones íntimas que
lo llevaban a encadenar otros diálogos mantenidos durante viajes anteriores con
otros viajeros. Su imaginación lo llevaba a conectar hechos y circunstancias,
pero por sobre todo sentimientos semejantes, almas gemelas, como el mismo
llamaba a las personas que a su juicio tenían pasiones parecidas. Y no tenía
mal ojo el remero, la tía Julia afirmaba que ninguno de los lazos que unía se
desataban fácilmente en el futuro. Esa misma noche, de seguro, Celedonio se durmió
muy convencido de que la señorita Aída era la mujer que necesitaba Luis
Humberto, aunque fuera diez años menor que el viudo. Su sueño, en consecuencia,
sería premonitorio, como tantos otros que contaba Celedonio a sus pasajeros,
buscando el modo de mantenerlos tranquilos y seguros durante el trayecto. Para
la mayoría por esos años, cruzar el río pasaba por un acto temerario, y había
quienes no paraban de gemir durante el trayecto, escondiendo la cara entre las
manos, sin atreverse a mirar la inmensidad de las aguas avanzando ciegas hacia
el mar. Los movimientos bruscos de la barca sacaban más de un grito de angustia
a la mayoría de las mujeres que cruzaban el río por primera vez. Por eso
Celedonio remaba pacientemente, sin agitarse, imperturbable, sin perder el
ritmo acompasado de los remos, sin dejar que su embarcación pegara brincos de
caballo en medio de las aguas.
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