Sucedió en el aeropuerto de Ezeiza. La azafata
vestía traje dos piezas azul marino, y el escote de la blusa dejaba entrever la
tersura color miel de sus pechos. La había visto en otras oportunidades en ese
mismo aeropuerto, pero esta vez un instinto sobrenatural me llevó a seguirla de
un modo delirante, obsesivo, sin importarme los minutos faltantes para la
continuación del vuelo destino a Madrid.
Las azafatas en los aeropuertos suelen andar
muy a prisa, pero en ese momento no me podía explicar el motivo de aquel apuro
excesivo. Sus pasos sobre las baldosas denotaban elegancia, redoblando mis
ansias de establecer algún contacto a cualquier precio. Su talle largo
sobresalía entre los pasajeros rechonchos y petizos agolpados en las salas de
espera, mirando con angustiada disimulada el aspecto general de los aviones a
los cuales entregarían sus destinos en pocos minutos. Necesitaba verla de frente otra vez, volver a
mirar la ranura de aquel escote
provocativo. Necesitaba sentir ese extraño placer, entre masoquista y
pervertido, de mirar sin ninguna posibilidad de tocar el objeto deseado. La
mina estaba para lamerla con lengua de lobo. Su boca marcaba el rictus de las
hembras favorecidas por largos períodos de celo, y su mirada provocativa
invitaba a seguirla hasta el fin del mundo.
Sin embargo, el peso del bolso de mano me
impedía ir más a prisa siguiendo sus pisadas. Lo llevaba cargado de libros,
papeles y diccionarios que por encargo de un amigo escritor fracasado, debía
entregar a un escritor exitoso en Madrid, cerca de la estación de Atocha. Y la
azafata no me daba tregua por esas baldosas vidriadas y relucientes, avanzando
a ritmo parejo, aprendido en alguna escuela de señoritas, exhibiendo sus
tobillos dorados de sol y juventud, irradiando la sensualidad característica de
las mujeres de mundo, desinhibidas, resueltas, seguras de sí mismas y de la
estela de sensualidad que van dejando a sus espaldas. Sus zapatos de taco alto,
azules también, carecían de talón, y realzaban la longitud de sus piernas, otorgándole
mayor elasticidad al movimientos de los muslos.
La alcancé justo en el recodo que conducía
hacia el sector de los sanitarios. La saludé sin más trámite. La voz me salió
diáfana, cual campanada al aire libre, apagando el murmullo de voces en distintos
idiomas que vagaban por esa torre de Babel, como lo parecen los aeropuertos por
la diversidad de lenguas que se cruzan. Ella respondió volviéndose hacia mí,
enseñándome de nuevo la ranura provocadora de aquel escote expuesto sin
disimulo.
Mi nombre es Luis Alberto y voy de viaje a
Madrid, pero por ti sería capaz de detener la rueda del mundo, le confesé sin
dejar de mirar los frutos que en forma descarada ofrecía. Ella sonrió
atrevidamente, enseñando sus dientes bruñidos.
Le entregué mi tarjeta de visita, con nombre,
dirección y teléfono, correo electrónico y todos esos datos que identifican más
que la misma presencia del individuo. Entonces dijo llamarse Leontina. Por el
acento, estaba clara su nacionalidad. Argentina, de Buenos Aires, del barrio de
La Recoleta, confirmó. En su mano izquierda no llevaba anillo de matrimonio ni
de compromiso. Pensé que tal vez sería una exigencia de la empresa contratar
sólo a mujeres solteras para aquel oficio, aunque por su aspecto estuvieran
siempre apetecibles para un matrimonio pactado a perpetuidad.
De pronto, oí a través de los parlantes
repartidos por los salones, el anuncio de la salida de mi vuelo, exigiendo a
los pasajeros en tránsito presentarse en la puerta número catorce lo
antes posible. Leontina también oyó y me miró angustiada, insinuando que
disponíamos de poco tiempo, apenas de unos minutos. Debía actuar lo antes
posible, me advirtieron sus pupilas encendidas por el deseo incontenible. Nos
metimos entonces al toillete de las damas, después que una mujer de edad madura
salió dejando la puerta entreabierta, y comprobar a través del espejo que el
baño estaba vacío. La tomé de la estrecha cintura, mientras a su vez me
arrastraba ella también hacia una de las casetas de los retretes. Allí nos
encerramos a besarnos como dos locos al borde de un abismo.
Metí la lengua en su boca refrescante y salada
como el océano Pacífico, mientras ella hacía saltar la hebilla de mi cinturón.
El pantalón se desplomó al suelo cual globo impactado por la punta de una
aguja, en tanto yo levantaba su falda de
trevira, y metía la mano para acariciar algo más que sus muslos. Después, mi
boca se metió por la ranura de sus pechos, y a mordiscos salvajes le arrebaté
el sujetador. En tanto Leontina hacía lo suyo dejando mi sexo libre. Nos
sentamos sobre la taza del excusado. La oí gemir suavecito, mientras se
entregaba a un galope desenfrenado, pero amortiguado por mis muslos.
La misma voz anterior salió por los parlantes
anunciando el último llamado del vuelo 1205 destino a Madrid. Pero Leontina
seguía insaciable, exigiendo todavía una acción más prolongada y profunda. Le
mordí los pezones y ambos lóbulos de las orejas, y en un instante que me
pareció infinito ante la desesperación de perder la inminente salida del vuelo,
la sentí caer en un orgasmo múltiple, en tanto yo perdía potencia, desesperado
por esa voz dando el último aviso.
Si perdía el avión, corría el riesgo de perder
también el maldito empleo que me permitía viajar varias veces al año con
destino a Madrid, y ahorrar los viáticos que constituían la mayor parte de mis
ingresos, alojándome en casa de mis parientes salmantinos. Intenté entonces
sacarme a la azafata de encima, pero me golpeó violentamente con ambos codos en
el pecho cuando quise moverme, después me amarró del cuello con sus brazos
delgados pero firmes como cuerdas marinas. Traté de explicarle que no podía
permanecer un sólo minuto más allí, que el avión se iba, y no tendría
explicación para dar en la oficina si no llegaba al día siguiente a Madrid.
Pero volveré la próxima semana, le dije,
se lo prometí convencido. Por nada del mundo perdería la oportunidad de acariciar
otra vez tu cuerpo, supliqué en sus oídos. Sin embargo, insistió en abrazarme
hasta el borde de la asfixia. Fue recién entonces cuando comencé a tomar
conciencia real de los hechos, y de lo difícil que resultaría sacármela de
encima. Estaba enredado entre sus piernas elásticas, y resultaba imposible
intentar pararse de la maldita taza del retrete cargando el peso de la azafata
montada como un pulpo encima mío.
En mi desesperación, la agarré violentamente
del pelo, pero ella reaccionó al instante con un mordisco y gruñido de leona.
Volví a intentarlo, y respondió con un tarascón feroz en el hombro que me
arrancó un grito desgarrador. Volví a la carga tomándola del cuello, pero ella
enterró su rodilla en mi estómago, gritándome al oído palabras pervertidas. Por
ahí fue cuando agarré la tapa del estanque del excusado usando la mano libre, y
le di con el artefacto de loza un golpe seco en el cráneo. Sólo entonces me
soltó, después la vería desplomarse al suelo aturdida.
Ese fue el instante que aproveché para subirme
los pantalones antes de salir corriendo en dirección a la puerta 14, la que en
ese preciso momento ya cerraban, después de chequear quizá al último pasajero
de Primera Clase, quienes son los únicos que pueden darse el lujo de llegar a
los aeropuertos apenas unos minutos antes de la partida.
-Casi se queda abajo, señor Ramírez -le oí
decir a la funcionaria de la línea aérea en un tono desagradable y despectivo,
antes que me pusiera a correr desesperado por la manga hasta la portezuela del
avión.
Una vez sentado cerca del ala principal del
BOIN 704, todavía asfixiado por los latidos del tambor primitivo que me remecía
por dentro, cerré los ojos buscando alguna explicación a los acontecimientos.
Cuando los abrí, las sensuales azafatas venían empujando los carros cargados de
comestibles, avanzando poco a poco por el pasillo, sonriendo amablemente a los
pasajeros. Entre ellas, reconocí al instante a Leontina, la más alta, la más
atractiva, mirándome otra vez cargada de malicia.
Cuento tomado del libro: Pasajeros en tránsito, del autor Miguel de Loyola
Comentarios