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CUENTO: Muerte en la playa





No hace mucho tiempo atrás, estando de vacaciones en un balneario solitario, maté a un hombre. Llevaba una semana instalado en una cabaña frente al mar, dedicado por entero al reposo, cuando el macabro suceso tuvo lugar. El año recién pasado había sido más duro que de costumbre. Si no estaba quebrado, lo estaría de un momento a otro. A menos que cambiaran las circunstancias. Por dichos motivos, y otros tales como el divorcio que me afectaba, según opinión de un especialista que fui a ver poco antes de salir de vacaciones, me encontraba al borde de perder el juicio. Comentario que me pareció bastante exagerado. Además, lo último que me estaba faltando escuchar por esos días de catástrofe personal.

En fin. El caso es que necesitaba, ya por prescripción médica o por decisión propia, apartarme de los problemas. Por eso me encontraba allí, dejando correr el tiempo, apartado de la civilización, escondido en esas playas solitarias, entre dunas desérticas, doradas por el sol, bebiendo el aire fresco del mar, tal y como solía hacerlo en mi juventud. Aunque también a ratos sentía correr la flecha del tiempo a una velocidad semejante al reloj implacable de la ciudad. Los días comenzaban a deslizarse pegados unos de otros, transformándose en una sola masa informe, donde resultaba imposible distinguir uno de otro. ¿Había llegado un viernes? ¿Un lunes? ¿En qué día me encontraba? No tenía mucha importancia después de todo. Aunque a veces necesitaba precisarlo, y no podía hacerlo.
A pesar de esa sensación de cansancio y hastío metida hasta en las médulas de los huesos con que había llegado, al poco tiempo comencé a sentirme bastante a gusto. Cada día esa carga iba perdiendo su consistencia al interior del serpentín cerebral, donde circulaban mis más ruinosos pensamientos.
Por la mañana me levantaba tarde. Después de las 10 a.m. Tomaba desayuno a la antigua, como los que acostumbraba a servirme en casa de mi madre en tiempos de soltero. Café con leche, huevos revueltos, y abundante pan con mantequilla. Terminado el desayuno, me largaba a caminar por la orilla del mar hasta donde me dieran las piernas. Las más de las veces llegaba hasta un lugar llamado Tumén, donde entraba a una Cocinería y terminaba almorzando allí un plato abundante de mariscos, sumado a otro de pescado frito. Después regresaba a la cabaña con la idea ciega de dormir una siesta interminable, tumbado como un muerto sobre la cama. Cierto es que algunos días después de la caminata de regreso, y gracias a la humedad siempre refrescante del mar, se me quitaba el sueño. Pero cierto es también que no me costaba nada reactivarlo con unos buenos tragos de tinto una vez que me hallaba en la cabaña. Ese verano contaba con una provisión de vino espectacular, y, desde luego, mi mayor deseo pasaba por darle lo más pronto posible el bajo.
Finalizada la siesta, me largaba otra vez a caminar en traje de baño, dispuesto a mojarme el pellejo en cualquier momento. El hielo de las aguas del Pacífico en un principio parecía congelarme el alma, pero después resultaba muy agradable sentir la secuencia ininterrumpida de olas refrescando cada uno de mis pensamientos, lavando los más oscuros y angustiosos, esos que anidaban en los rincones. No sabía nadar, así que no avanzaba mar adentro, me mantenía pegado a la orilla, donde el agua no llegaba mucho más arriba del pecho. Y cuando venía una ola, no me agachaba para esquivarla, al contrario, me dejaba azotar por esa agua salada el cuerpo completo. A veces el latigazo mezcla de arena y sal me hacía arder el pellejo lo mismo que en mi infancia. Pero insistía en mantenerme largo rato allí, embistiendo como un torero esa furia inexplicable del océano. Después, me revolcaba en la arena igual que un perro hasta quedar embadurnado de arena.
En eso consistía mi rutina diaria. Estaba tranquilo, tan tranquilo como un adolescente de vacaciones. Con la salvedad que me hallaba a sólo unos pasos de cruzar la barrera roja del termómetro de los cincuenta. Asunto que también influía en mis estados anímicos. No obstante, había días que, mientras caminaba por la orilla sorteando las olas espumosas, conseguía sentirme el mismo muchacho rebosante de salud del pasado. Entonces me ponía a trotar pletórico de vida, para luego tenderme en la arena y dejándome acariciar como una lagartija por los cálidos rayos del sol. Creo que la soledad y el enorme espacio disponible para mí en aquel lugar, contribuía en mi rejuvenecimiento. Sentía que necesitaba de la soledad, lo mismo que del aire, para recobrar la entereza y el vigor anímico que me faltaba. Aunque veces recostado en la arena, venían a mi mente agolpadas y confusas imágenes de mi vida, y sentía el cuchillo de la angustia clavándome el estómago. Veía a mis acreedores apuntándome, y a mi ex-mujer echándome a patadas de la casa, acusándome de infidelidad y otras miserias de la vida diaria.
Fue una de esas tardes cuando advertí por primera vez la presencia del extraño. Sentí el peso de la mirada implacable de un hombre acechándome desde una de las ventanas de la cabaña. Cierto es que en un primer momento me sobresalté de la impresión. Bien podía ser visión o realidad. Quise levantarme para volver a mirar hacia el lugar donde creía haberlo visto, pero después me relajé y asocié el asunto a la mezcolanza de lecturas que en ese momento estaba haciendo otra vez en mi cabeza como en mis tiempos de adolescente. Recuerdo que entonces solía encarnar con tal vehemencia algunos de los personajes que aparecían en mis lecturas, que después, cuando debía volver a la realidad, el porrazo resultaba demasiado brutal y, por cierto, me sentía absolutamente decepcionado de mi pedazo de existencia. Por eso no me gustaba el cine. El contraste terminaba siendo todavía más deprimente.
Cuando horas más tarde estuve de regreso en la cabaña me reí íntimamente de esa estúpida suposición. Por cierto, no había nadie. Ningún acreedor con pistola en mano esperándome, ni mi ex-mujer con los pelos crispados echándome la culpa de la quiebra del negocio. Todo estaba exactamente en su sitio respectivo. El acostumbrado desorden diario. La cama sin hacer, los platos sucios en el lavaplatos, la mesa saturada de loza, el cenicero al tope de colillas reventadas como gusanos, los calcetines tirados en el sofá, el pijama colgando de otro... En suma, llegué a la conclusión que sería mejor olvidar el asunto, creyendo que se había tratado de una alucinación patológica momentánea.
Sin embargo, al día siguiente, mientras revolvía los huevos y el jamón en la sartén, volví a sentir la presencia inequívoca del extraño. Salí disparado en busca del revólver y recorrí el perímetro completo de la cabaña por fuera, sin conseguir ver ni descubrir a nadie. O al menos algo que pudiera darme una pista de lo que pasaba. Nada. Las cabañas contiguas a la mía, estaban desocupadas desde la reciente temporada de vacaciones. Nadie las arrienda en esta fecha, me había confirmado el cuidador el mismo día que llegué. Así, no tuve más que tomarme el desayuno en un clima de creciente incertidumbre. Aunque igual me devoré los huevos y el pan amasado.
Debo estar viendo visiones, pensé cuando terminé con la paila de huevos. O el clásico: me estoy volviendo loco, argüí entre dientes. Igual la situación comenzó a inquietarme. A nadie le gusta sentirse loco, y menos aún de vacaciones. La cuestión es que traté de ignorar el asunto pensando en otras cosas, y en parte lo conseguí. Esa tarde no me moví de la cabaña y estuve casi todo el día durmiendo a pata suelta desnudo sobre la cama. Salvo dos o tres veces que me levanté a jugar un par de solitarios y a tomarme un trago para aplacar la sed que me asaltaba. La cabaña recibía de frente el pesado sol de la tarde. Entraba colado a mi habitación con el fuego amarillo de sus rayos.
Al día siguiente me fui caminando por la orilla del mar con la intención de almorzar en Tumén, y mientras caminaba hacia esa dirección, al mirar en algún momento hacia atrás, advertí, ya sin duda alguna, que a unos cien pasos venía un tipo siguiendo los míos. Volví entonces a mirar otra vez para asegurarme si se trataba de un ser real, y esta vez mis ojos capturaron algo que me pareció entre divertido y trágico: el tipo que venía tras mis huellas si no era completamente idéntico a mí, era yo mismo en persona. Pero no me amilané. Seguí caminando. Mejor dicho, caminando-corriendo, por cuanto al darme vuelta, aquel hombre continuaba avanzando sigiloso tras mis pisadas de animal asustado. Sentí en algún momento el deseo y la necesidad de correr a toda velocidad para zafarme de mi celador, pero opté racionalmente por continuar al mismo tranco sobre la arena húmeda y salpicada de sal. Procurando dejar bien marcadas mis huellas para compararlas al regreso con las suyas. Aunque me invadía un presentimiento que me decía que aunque volara, o desapareciera, aquel extraño sujeto haría también lo mismo hasta encontrarme.
En cuanto estuve en Tumén, entre a la cocinería de Juanita y me instalé en la mesa pegada a la ventana con indisimulable extrañeza en el rostro y en los ademanes. Al extremo que la propia Juanita lo advirtió apenas me vio.
-¿Le sucede algo, Ricardo? - recuerdo que me preguntó. Y como no cabía comentarle a ella el motivo de mi preocupación por parecerme estúpido, le respondí que me dolía un poco la cabeza. Entonces la vi hurgar amablemente en sus bolsillos, y extraer una aspirina. Instante que aproveché para acariciarle igual que otras tardes la mano. La tenía suave, aterciopelada y tibia, a pesar de su trabajo con los platos. Una mano que irradiaba algo entre sobrenatural y voluptuoso.
-Es el calor -creo que fue lo que comentó. A lo que agregué un tímido seguramente, sin soltarle todavía la mano cuyo latido sentía al unísono con el mío. Después le pedí que me trajera un caldillo de congrio y un buen jarro de vino blanco. Cuando ella venía con el plato humeando sobre la bandeja, y mis pupilas vibraban con el movimiento de sus pechos, entró el mismo sujeto que había visto seguirme a lo largo de la playa.
Tragué saliva de la pura impresión, pero esta vez lo miré detalladamente, a pesar de que hizo siempre lo posible por mantener la cabeza gacha para que nadie pudiera observarlo. Después de unos minutos, no tenía la menor duda. El extraño, a pesar de la barba, era ni más ni menos, mi más fiel retrato. Incluso en la frente estaba el lunar de nacimiento que me caracterizaba. Sin embargo, había algunos detalles que lo hacían diferente. Su mirada resultaba demasiado turbia y su voz denotaba una timidez que en principio me sorprendió sobremanera. Apenas se hacía perceptible el sonido de sus palabras. De hecho allí en la cocinería uno perfectamente podía oír de una mesa a otra el pedido que se le hacía a la mesera. No obstante, cuando habló, ni siquiera Juanita pudo oírle, porque tuvo que volver a preguntar qué que quería almorzar el señor.
En más de algún momento, viendo allí tan apabullado y acoquinado a mi perseguidor, tuve toda la intención de acercarme a él para preguntarle, con mi pedazo de voz siempre firme y agresiva, qué demonios se proponía. Pero después desistí de tal idea por considerarla improcedente. Llegué también al convencimiento que a aquel mequetrefe me lo podía sacar del camino de un sólo puñetazo. Aquel verano había estado haciendo algunos ejercicios y me sentía, por cierto, como el mismo Don Quijote, todavía orgulloso de mi fuerte brazo. Y bueno, también contaba con el revólver calibre 45 para meterle un par de tiros en el cuerpo.
Después de almorzar volví caminando a la cabaña, y no me di vuelta en todo el trayecto a mirar hacia atrás. Aunque intuía que aquel extraño sujeto me seguiría de todos modos. Pero al parecer no fue así. Mientras caminaba intenté identificar sus huellas entre las que iban en dirección a Tumén, pero no lo conseguí. Se las había llevado, como a las mías, la lengua hambrienta del mar, o las alas abiertas del viento. No quedaban rastros del extraño.
Cuando por fin estuve de regreso, pude cerciorarme que nadie venía tras mis pasos. De hecho, me paré en la terraza para tomar una amplia panorámica a mi alrededor con los prismáticos. Al fondo estaba el mar, abierto de para en par, inmutable a los acontecimientos, bufando igual que un animal enjaulado. Alegando, de seguro, alegando y reclamando libertad. Más acá, la playa, semejante a un desierto por lo árida y solitaria. No vi una sola alma viviente en todo el contorno esa tarde. El tipo aquel, si en verdad existía, se había quedado en Tumén. De todos modos, aseguré bien la puerta y las ventanas, y recién después me acomodé tranquilo en el sillón para dormir mi siesta, no sin antes, por cierto, beber un par de copas de ese vino de Macal que estaba casi para mascarlo.
Cuando desperté, el tipo de barba estaba sentado frente a mí. El sol había descendido bastante más que unos cuantos grados de su órbita y se hallaba casi a punto de caer rendido en el regazo cristalino y movedizo del mar. Mi primera reacción fue irme con mis puños sobre él. Sin embargo, una fuerza sobrenatural me retuvo con firmeza en el sillón. El hombre aquel se veía cansado, triste, ojeroso. Infundía más lástima que temor.
-¿Quién demonios eres tú? -fue lo primero que se me vino a la mente preguntarle después de unos segundos.
-¿Acaso ya no me reconoces? -contestó el intruso con toda la maldita tranquilidad del mundo, acomodándose mejor en una silla con aire distraído, y acariciándose los pelos de la barba con la mano derecha.
-¿Y por qué habría de reconocerte? -Creo haberle contestado de muy mal humor.
-Pero me conoces, y muy bien -insistió el intruso, al mismo tiempo que comenzaba a producirse una singular metamorfosis en sus gestos y ademanes. Poco a poco el tipo parecía ir recobrando las fuerzas, la energía, el vigor. Sus ojos ya no estaban apagados, sino luminosos como los de un maldito búho atrapado en la oscuridad.
-Soy bastante buen fisonomista, jamás olvido un rostro, menos aún si es feo -le aseguré, buscando la confrontación.
-Sin embargo, no eres capaz de reconocer el tuyo propio -dijo el hombre ahora con ironía y sarcasmo pintado en su rostro de comediante.
-¿Qué pretendes decir con eso? -pregunté todavía más tenso y asombrado. Mirándolo con las pupilas afiladas por el cuchillo de la incertidumbre.
-Es simple, muy simple. El hombre que estas viendo eres tú. Tan simple como eso.
Me reí, no sé si de rabia o miedo. Después entiendo que me paré y fui hasta la mesa a servirme otro largo trago. También creo que me toqué, miré otra vez hacia el mar, para cerciorarme de que aquello no fuera más que producto de mi imaginación desatada por el alcohol. Nada. Todo estaba igual. Al fondo el mar, luego la playa, más acá la cabaña y aquel extraño mirándome con sus ojos de búho. Poco le faltaba al desgraciado para estar pierna arriba en el sillón apuntándome con el dedo. Cuando lo volví a mirar, me dijo otra vez tranquilamente:
-Yo soy tú. ¿Qué te parece? Este desgraciado que está sentado aquí eres tú, si así lo prefieres.
-Demuéstralo -le grité con una rabia pronta a desbordarse en un puño engrifado.
-No hace falta. En el fondo de tu conciencia sabes perfectamente que es cierto. Demasiado cierto. Sabes que no eres más que un payaso, un mentiroso, en definitiva. ¿Acaso te imaginabas que en esta playa solitaria te podrías esconder de ti mismo, pedazo de burro? ¿Acaso todavía no comprendes que a donde quieras que vayas tienes que arrastrar contigo, con tu miseria, con tu ignominia, con tu falsa manera de ser, con este rostro que es sólo en apariencia el de un hombre humilde. Pero detrás de él está tu perdición, tu pecado, tu amargura, tu maldita frustración? ¿Acaso no has comprendido aún que detrás de la timidez no hay más que rebeldía, orgullo, soberbia, envidia, rencor, resentimiento contenido hacia el mundo y todo lo que te rodea? La timidez no es más que la máscara de la maldita cobardía. Estoy aquí ahora nada más que para eso, para que te veas de una vez tal y como eres: un hipócrita. Porque un hombre que no muestra las garras y los dientes al mundo, no es más que un maldito cobarde. Porque quien no pelea a muerte con la vida no es más que un miserable bicho rastrero. Y mira lo que has hecho durante estos años, no has hecho otra cosa que huir, escapar como una zorra de los jinetes y los lebreles. Huir, escapar, igual que una gallina asustadiza hacia cualquier parte con tal de salvar tu sucio pellejo. ¿De qué te ha servido leer las estupideces que has leído, si todavía no puedes transformarte en un hombre, un verdadero hombre que no vacila frente a su destino, sea este feliz o desgraciado?
Permanecí en silencio largo rato, pero larguísimo rato. Desconcertado, aturdido, sin hallar qué pensar, ni tampoco qué decir, ni hacer. Cierto es que las lecturas me habían llevado siempre muy lejos, pero esta vez la cosa rayaba francamente en la paranoia. Seguramente era el efecto del alcohol, diría más de algún perito más tarde.
Cerré los ojos. Los volví a abrir. Y todavía seguía frente a mí aquel sujeto desagradable, escrutándome con la mirada como si fuera un juez y yo el acusado de un delito que todavía no alcanzaba a comprender. Después supuse que estaba riéndose burlonamente de mi rostro, de mi vida, de mi ser, de mis sueños, de mi imaginación incluso. De todo parecía reírse malévolamente el desgraciado, como si se tratara del mismo demonio encarnado en ese cuerpo que aseguraba ser el mío.
Fue entonces cuando tuve deseos de matarlo, de acabar de una sola vez con él, y sentí la seguridad de poder hacerlo, movido por el desconcierto y el odio, un odio feroz que manaba de lo más profundo de mis entrañas. Lo agarré por el pescuezo sin más trámite, igual como se agarra a una gallina, y lo estrangulé allí mismo en el sillón, mirándolo bien al fondo de los ojos para que no olvidara el odio sobrenatural que enloquecía los míos. Después, creo que cavé lentamente un agujero en la arena y lo enterré como a un animal podrido.
Al día siguiente, desperté sobresaltado. Lo primero que hice fue salir en pijama y con pantuflas a mirar la tumba. Por suerte se hallaba bien disimulada bajo la arena blanda y gris de la playa. Eso me tranquilizó. Entré a prepararme el desayuno y después, recuerdo que continué con mi rutina diaria, mucho más relajado todavía que los días anteriores. Al extremo que cuando se agotó la reserva de vino, salí a comprar al pueblo en auto.
Después, sucedió lo que todo el mundo ya sabe por la prensa. Pero no fue la policía quien descubrió el cadáver, como han dicho, sino Juanita, cuando la noche siguiente llegó a la cabaña a visitarme como de costumbre, y no me encontró por parte alguna.

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