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La autopista del sur.



El escritor argentino Julio Cortázar fue un adelantado cuando escribió “La autopista del sur”, cuento de su autoría que pone al lector en medio de un gigantesco taco automovilístico a las entradas de París. Hoy, cincuenta años más tarde, en nuestros lejanos países está sucediendo exactamente lo mismo. Las calles de Santiago de Chile, por ejemplo, ya no soportan mayor cantidad de autos, a pesar de las vías concesionadas que buscan descongestionar las estrechas arterias de la ciudad. La invasión de autos es cada vez más alarmante y cabe preguntarse qué va a pasar en 10 años más, cuándo la población vehicular supere en un cien por cien a la actual.


Sin duda, el Transantiago ha hecho un aporte importante también al problema, incitando a los santiaguinos a comprar más autos con tal de librarse de las dificultades de locomoción creados por este obtuso sistema de movilización pública, sin avizorar que un auto más en la calle, es una gota más al vaso de agua a punto de colapsar. Ninguna de las medidas posteriores tendientes a corregir las enormes deficiencias del sistema de transporte público han contribuido a mejorar el plan piloto inicial, sólo han conseguido incitar a los propios usuarios a comprar su propio sistema de locomoción para resolver su problema particular. Otra aberración que pone en evidencia la falta espíritu visionario del plan. Es evidente que los autores intelectuales del Transantiago no fueron visionarios como Julio Cortázar para adelantarse al porvenir. Pero si no lo fueron ellos en su momento de brillante iluminación intelectual, al menos podrían haberlo sido las autoridades existentes detrás del proceso, encargadas de ponerlo en marcha. Por el contrario, éstas han persistido tozudamente en seguir adelante con un proyecto fracasado, parchado y remendando con tal de no doblar la mano. A la incapacidad de reconocer los propios errores antiguamente se llamaba soberbia. Hoy tal vez pasa nada más bien por un problema de sentimiento de poder, complejo de inerioridad, diría tal vez Freud. Entonces le han seguido metiendo buses y más buses al sistema, buses que no nos llevan a los lugares requeridos, sino que nos vuelven a tirar otra vez al Metro para alcanzar nuestro destino final. Entonces le han seguido incrustando más individuos de amarillo y rojo a los paraderos, algunos verdaderos lobos con piel de oveja para orientar a los desorientados pasajeros, cuyo origen se desconoce, y nadie se explica de dónde pueden salir esos miles de sueldos en el sistema antiguo inexistentes. Y allí están, junto a las hordas de pasajeros a la espera, como cabecillas de la guerra por la locomoción, por la batalla diaria para llegar a destino, regresar a la paz del hogar, o llegar con entusiasmo a enfrentar la jornada laboral.

El caso es que en nuestra amada ciudad de Santiago, rodeada de parques frondosos, edificios y malls en permanente mutación y construcción, se vive diariamente un clima aterrador en las mañanas cuando hay que salir al trabajo, colegio o universidad, y lo mismo sucede a la hora de regresar. En los paraderos bien llamados corrales se apiña la gente como ovejas a la entrada del matadero, pacientes y silenciosas esperando su turno de subir a un bus que tampoco nos llevará a nuestro destino final, sólo nos acercará a la combinación siguiente. En el tren subterráneo (ayer orgullo máximo de la ciudad por su eficacia) se vive ahora una psicosis colectiva tanto como para entrar como para huir lo más pronto posible de ese clima sofocante y sórdido asentado allí. En las calles la agresividad de los automovilistas supera los niveles de normalidad, y los tacos duran horas de horas. Si uno observa un poco, puede comprobar que en los automóviles sólo viaja el conductor, es decir, una sola persona por vehículo, lo cual pone de manifiesto otra vez la falta de cálculo y de criterio de quienes pusieron en marcha un sistema cuyo fin era precisamente evitar el uso del automóvil para descongestionar la ciudad de sus gases más tóxicos, y del espacio que significa cada animal con ruedas horadando las calles de la ciudad.

Cabe preguntarse como va a terminar esta historia, aunque podemos sospechar que como todas nuestras grandes historias, somos un pueblo de reacciones tardías, lentas y caprichosas, tal vez termine con un solo revés violento después de transcurridos unos veinte años, más menos esa parece ser la media de la paciencia general del chileno. Veinte años de dictadura, veinte de años de concertación, veinte años de Transantiago, ¿por qué no?

Comentarios

Anónimo dijo…
En las ciudades hoy, la gente hace una carrera contra reloj. Nadie puede vivir sin preocuparse de los minutos que pasan, pensando en su trabajo, en el dinero que se disuelve, en su salud, en su provecho, en si, finalmente y egoistamente, de manera obsesional.
Todo esto provoca una impaciencia general y una forma de ceguera que impide totalmente darse cuenta que "el otro", otro igual que yo, existe.
En esta olla infernal cruzan los coches, los buses, los metros, los peatones...Y de toda esa mixtura salen la agresividad, el egoismo, la rabia.
Triste época, pobre humanidad, que conoce el infierno en la tierra, porque lo creo ella.
Simone

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