Capítulo aparte
requieren las sopaipillas en la gastronomía chilena. Indispensables y
apetitosas para cualquier evento. Ideal comerlas recién fritas, saliendo de la
sartén, algunos las comen solas, otros con pebre, también pasadas en chancaca,
como postre.
Su factura y preparación proviene de tiempos ignotos, así que no
vamos a indagar en sus orígenes por riesgo a extraviarnos. Para el caso que nos
importa, se trata de una exquisitez muy fácil y rápida de preparar. Sólo se
necesita harina, zapallo, sal, un poco de manteca y aceite para freírlas. Hay
que amasar lo mismo que el pan, con cuidado y alegría, porque las masas son receptoras
de los estados anímicos. En los campos, cuando se mata un cerdo para faenarlo y
comérselo en casa, estas masitas deliciosas no llevan manteca al momento de amasarlas,
la toman directamente de la olleta cuando se fríen juntos a los chicharrones.
Mejor ni cuento cómo quedan de sabrosas. Producen sed, sed de vino de nuestros
campos, de aquel moscatel hecho en casa.
La preparación
es simple. Primero se cuece el zapallo, luego con el caldo del cocimiento se
arma la masa y se agrega el zapallo, la manteca y la sal. Se amasa hasta
dejarla lisa y tierna, luego puedes usar el uslero para ir más rápido. Las
cortas premunido de una taza grande, chica, o pequeña según prefieras, y a la
sartén. Pero atención, freír no es fácil. También es un arte. Ideal que la
sopaipilla se sumerja por completo. Una vez cocida, salta a flote, solita,
buscando el aire. Cuidado de no quemarse, no puedes lanzarla, hay que deslizarla por la orilla de la sartén.
Antiguamente, los gitanos preveían de pailas de cobre para freír, golpeando puerta a puerta. Son las ideales para las frituras. Calzones rotos, fritos de arroz, picarones, y todos esos embelecos propios de nuestra cocina criolla, algo menospreciada por esos tiempos de invasiones extranjeras. Pero les advierto que la verdadera cocina chilena tiene también mucho que ofrecer al mundo, sólo que por aislamiento geográfico, se desconoce. Ya hablaremos de las cazuelas, papas con mote, del cochayuyo, del jurel a la lata, de los piures asados, de la corvina reina de los mares, de las machas, y de una variedad interminable de platos criollos. Ni hablar del choclo cocido, humitas y el pastel solemne que emerge del horno de barro. Sucede en Chile, que la posmodernidad ha terminado con las dueñas de casa, y corremos peligro de perder nuestras tradiciones culinarias.
Antiguamente, los gitanos preveían de pailas de cobre para freír, golpeando puerta a puerta. Son las ideales para las frituras. Calzones rotos, fritos de arroz, picarones, y todos esos embelecos propios de nuestra cocina criolla, algo menospreciada por esos tiempos de invasiones extranjeras. Pero les advierto que la verdadera cocina chilena tiene también mucho que ofrecer al mundo, sólo que por aislamiento geográfico, se desconoce. Ya hablaremos de las cazuelas, papas con mote, del cochayuyo, del jurel a la lata, de los piures asados, de la corvina reina de los mares, de las machas, y de una variedad interminable de platos criollos. Ni hablar del choclo cocido, humitas y el pastel solemne que emerge del horno de barro. Sucede en Chile, que la posmodernidad ha terminado con las dueñas de casa, y corremos peligro de perder nuestras tradiciones culinarias.
Por lo pronto,
sigamos con las sopaipillas. Un verdadero fruto tradicional en días de
lluvia. Cuando en Chile llueve, en lo primero que se piensa es en sopaipillas. Porque los trabajadores vuelven del campo más temprano a casa,
y sus mujeres los esperan con deliciosas sopaipillas.
Miguel de Loyola
– En el mes de la chilenidad - Septiembre
del año 2000
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