¿Cabe
todavía pensar al hombre al margen de la ciudad?
Me da la impresión que no. Hasta podríamos
decir que el hombre sin noción de ciudad en la actualidad sería un bárbaro, un
salvaje, o bien una especie de enajenado; porque la ciudad culturiza, somete a
sus reglas, además convierte a los individuos en ciudadanos. Un concepto que
habría que detenerse a deconstruir, hasta llegar -seguramente- al principio de
lo que llamamos civilización.
Pero no es precisamente lo que nos ocupa. Interesa
discutir aquí hasta dónde la ciudad influye en la literatura, o hasta donde la
literatura influye en la ciudad. Por cualquiera de estas dos entradas,
se me ocurre que podemos encontrar algunas salidas de interés. El hombre rural,
si bien es cierto que no habita la metrópolis, de una u otra forma está
relacionado con ella. Es decir, la ciudad está en el inconsciente colectivo
universal. Esa es la primera cuestión.
Lacan
llama realidad a todo aquello que ha sido demarcado y simbolizado por el
hombre, vale decir, el espacio que habitamos, la ciudad en que vivimos, donde conocemos
sus señaléticas, sus calles, sus avenidas, sus barrios, sus costumbres, incluso
sus cementerios, un espacio que también está simbolizado, los muertos conservan
a perpetuidad sus nombres en sus lápidas, y los cementerios tienen calles y
avenidas. La ciudad, en consecuencia, es un mundo conocido, o que podemos
conocer si nos damos el trabajo de hacerlo, porque manejamos sus símbolos, sus
códigos, su lenguaje, y más aún, sus mapas, porque hay mapas claros y precisos
que dan cuenta hasta de los últimos detalles del lugar en que vivimos, sobre
todo hoy, cuando vía internet es posible precisar cualquier sitio del planeta. Alguien
se puede perder en una ciudad que desconoce, sin duda, pero finalmente sabrá encontrar
la salida, el lugar buscado, porque forma parte de nuestra realidad. Distinto
es perderse en un desierto, en el mar, o el espacio sideral, donde no existen
señaléticas de ningún tipo, de ningún orden, y ni hablar de perdernos en el
interior de nosotros mismos. Ese es un espacio completamente desconocido, un
precipicio que llamamos inconsciente.
En
consecuencia, dadas sus características, que además responden a la idea
kantiana en cuanto a que la realidad es lo que el sujeto construye; la ciudad
es un escenario especial para la novela, porque toda novela, toda narración, requiere
de espacio y tiempo. Dos coordenadas que permiten al novelista asentar su
historia y perfilar sus personajes. Algo muy antiguo, por cierto, ya descrito
por Aristóteles en su inmortal Poética. Toda representación artística requiere
y remite a un espacio y a un tiempo.
Ahora
bien, la novela de la modernidad, bien podríamos hoy asegurar, ha tomado la
ciudad como escenario principal, porque los personajes que desarrolla y perfila
viven inmersos en las metrópolis, sufren y forman parte de los problemas y
alegrías de las grandes urbes. Hoy son
pocas las capitales del mundo que no han sido noveladas por los novelistas más
famosos de todos los tiempos. Pensemos en grande antes de ir a lo particular,
pensemos en la literatura universal, en la novela francesa, por ejemplo, que no
ha dejado de recrear París hasta nuestros días. Paris, en tanto ciudad, se ha
convertido, o se convirtió durante muchos años, en un tópico recurrente, al
punto de llegar su resaca hasta nuestras costas. Estoy pensando concretamente
en Rayuela, de Julio Cortázar, por nombrar alguna novela latinoamericana
focalizada en su mayor parte en la capital francesa. Recuérdese la frase: ver
París y morir. Fue el sueño de los intelectuales incluso hasta los albores de
este siglo, la recrearon y la siguen recreando hasta el cansancio. “teníamos
los ojos atornillados a Paris” confirma Neruda en Confieso que he vivido. Pero
pensemos también en Londres, Roma, San Petersburgo, Barcelona, Madrid, Berlín,
Varsovia, Viena, Venecia, etc. No hay ciudad europea que no haya sido trajinada
o mencionada por algún novelista. Dostoievski, Tolstoi, Chejov, Turguénev,
recrearon Rusia y casi toda Europa en sus novelas. Es decir, sus personajes formaban
parte de una ciudad que los constituía en sujetos diferentes, distintos a
quienes, por ejemplo, eran parte de otra, de una menos urbanizada, a más
antigua, o más desconocida, más pobre o más rica.
La
ciudad, se ha dicho, es un factor determinante, construye individuos, personalidades,
crea arquetipos, personajes, personas de las más variadas especies, dependiendo
del sector de la ciudad equis a que pertenezcan, pero de una u otra forma los
pertenecientes a una misma suelen ser de una manera determinada, inconfundible.
Los bonaerenses, por ejemplo, tienen algo en común que los identifica como
tales, responden a una especie de estereotipo.
Se habla, por ejemplo, de ciudades del Primer Mundo, donde se supone que
se lleva una vida mejor, pero no precisamente allí encontramos más felices a sus
habitantes, aunque ese es otro tema. El hermetismo, incomunicación, psicosis, depresión,
suicidio, son una consecuencia de las sociedades más adelantadas. He ahí una
paradoja que habría que estudiar concienzudamente. La literatura en parte lo
hace, lo sigue haciendo, delatando estos problemas, retratando posibles causas,
ejerciendo una tarea psicoanalista, toda vez que describe y desarrolla
personajes, detallando su personalidad, anticipando la labor psiquiátrica. Kafka,
sin nominar específicamente a una ciudad en particular, recrea magistralmente
los traumas que generan en los individuos la presión existente en las grandes
urbes, donde, como ya dijimos, todo está previamente simbolizado, legalizado,
institucionalizado, incluso registrado en algún catastro, como ha ocurrido en
las ciudades donde han imperado dictaduras totalitarias por largo tiempo. Hay
registros, documentos que detallan las características y modus operandi de
muchos individuos, o cuerpos sociales, fuerzas políticas, religiosas, etc.
Podríamos
nombrar los más diversos autores y ciudades noveladas dentro del concierto
mundial de la novela, pero por ahora sólo quiero remitirme a nuestros autores y
a nuestra ciudad, Santiago de Chile, que ha sido escenario recurrente en sus
obras. La primera imagen que me salta a la memoria en estos momentos, es la
imagen de Santiago proyectada por Enrique Lafourcade en Palomita Blanca, donde nos
pasea por los barrios aledaños a la Vega Central, Providencia, las Condes en
una época concreta, Santiago a fines de los 70, demarcando las diferencias
sociales existentes, arquitectónicas, sanitarias, etc. José Donoso en sus cuentos y novelas recrea también
diversos espacios de Santiago, con una mirada distinta, cargada de nostalgia.
El casco antiguo, por ejemplo, aparece retratado muy claramente en muchos de
sus cuentos. Recuérdese China, Ana María, El Charleston, La señora,
etc. En su novela La desesperanza, pasea a sus personajes por distintos barrios
de la comuna de Providencia, rematando en la Chascona, casa de Neruda, en la
falda del cerro San Cristóbal, donde surge el hoy llamado barrio Bellavista. En
El
obsceno pájaro de la noche, hay indudablemente un recorrido por el
barrio de la Chimba y sus vericuetos que esconden los vestigios de un Santiago
colonial, con sus casonas laberintos donde se extravían sus habitantes. Antonio
Skármeta en El baile de la Victoria recrea el Parque Forestal, la Fuente
Alemana, el centro mismo de la capital. Gonzalo Drago entrega un perfil muy
acabado del Santiago de mediados de siglo XX en su novela La esperanza no se extingue.
Joaquín Edwards Bello en La chica del Crillón enseña el
centro de Santiago magistralmente. Lo mismo hace en su novela El
roto, entregando un perfil acabado de los arrabales aledaños a la
Estación Central. Oscar Castro, en La vida simplemente, también muestra
muy detalladamente la ciudad y sus suburbios.
Ejemplos
hay muchos, sin duda. Santiago se ha transformado en un espacio ineludible para
nuestros novelistas. Y en la medida que avanza el tiempo, la historiografía
ofrece cada día más ejemplos.
Ahora
bien. Cuando nos preguntábamos al principio por la influencia de la literatura
en la ciudad, o de la ciudad en la literatura, queríamos dar a entender que se
trata de una influencia recíproca. Porque al momento de retratar una ciudad se
está ejerciendo cierto poder sobre ella, poblando el imaginario del lector con
dicha visión. Como nos sucede con ciudades donde jamás hemos estado, ni
estaremos nunca, pero que llegamos a conocer muy bien a través de la lectura.
Literatura y ciudad en consecuencia son vasos comunicantes, porque sus esencias
van de un lado a otro, al punto que podríamos concluir que no hay ciudad sin
literatura y que tampoco hay literatura sin ciudad.
La
literatura ha hecho algunos intentos de eliminar el espacio y el tiempo, pero
con ello no ha conseguido más que reafirmarlo. Pensemos en el Ulises de James
Joyce, obra capital que buscaba desprenderse de ambas coordenadas,
confirmándose la tesis de que es imposible. Porque toda narración remite a un
espacio y a un tiempo, bien sea este real o imaginario.
Miguel
de Loyola – Santiago de Chile – Julio del 2017
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