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Nada de lo que hay es lo que fue, ni lo será.

 


Tengo la impresión de estar perdidos, que los chilenos hemos extraviado el norte de tanto buscarlo en tiempos pretéritos, sin todavía asumir, aceptar ni comprender  los cambios, sin captar la velocidad con que corre ahora la rueda del mundo, mientras seguimos incubando sueños trasnochados, hundidos en un pasado por siempre irrecuperable. Queremos recomponer la historia buscando aquel punto perdido, como si la historia fuera un tejido, un entramado coherente y sistemático, carente de imprevistos, olvidando su autenticidad, su urgencia del ahora, del presente inmediato. Somos puro presente, al decir de Jean Paul Sartre, pero lo olvidamos.

Sucede que nada de lo que hay es lo que fue. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos,” señala Neruda en un verso trascendental que sigue dando vueltas por el imaginario de generación en generación,  y sin embargo, la tendencia a mirar y medir el presente con parámetros del pasado persiste, insiste, y nos delimita, no nos deja crecer, ni respirar  en libertad, libres de cadenas y cerrojos de épocas que ya no son, ni serán nunca más.   

Reparar el punto corrido de la historia conlleva a veces a destruir su tejido total, y eso de alguna manera es lo que está ocurriendo en las calles, en el día a día, en la violencia desatada, destructora, nociva, fatal. Nos engañamos, la historia no tiene vuelta atrás, lo mismo que nuestra vida.  

Nada de lo que hay es lo que fue, ni lo será, es un deber acostumbrarse a lo nuevo, a comprender la caducidad de ciertas cosas, a mirar hacia adelante y nunca hacia atrás para no convertimos en estatuas de sal. La frase bíblica cobra cada día mayor vigencia, dada la velocidad con que corren, se desplazan y suceden los acontecimientos, dejando nuestro pasado obsoleto.

 

Miguel de Loyola, Santiago de Chile, Octubre del 2022

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