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La despedida, cuento de Miguel de Loyola

Mañungo esperaba impaciente en la garita que llegara de una buena vez el camión, Estaba arrimado a una mesa, con la chupalla inclinada sobre la frente, Dos cañas de vino pipeño se había metido en el cuerpo esperando el momento de partir.
Hacía frío esa madrugada del domingo, Sin embargo, su nuevo acompañante aguardaba a fuera, a la intemperie, fumando, sentado sobre una de las gradas de piedra laja que subían hasta la casa.

Nadie estaba enterado que esa noche se irían, Don Raimundo, a esa hora dormía en su camastro a pierna suelta, sin sospechar que su hijo se largaba, dejándolo con el peso de la vejez encima, El hombre estaba viejo, cansado, Tenía los huesos astillados de tanto trajinar por los cerros, arrastrando pinos con la yunta de bueyes, Y vuelta otra vez en busca de otro y otro y otro árbol muerto, Rebanado por la dentadura mortal de la motosierra que los convertía en troncos estériles, Tumbados en el suelo, esperando la cuadrilla de jóvenes que los despojaba de sus ramas, antes que a él, le tocara el turno de remolcarlos hasta el aserradero.
Mañungo esperaba oír el zumbido del motor del camión para ponerse de pie, Sabía que desde allí lo oiría apenas doblara la primera curva de la cuesta que miraba hacia el valle, donde a esa hora dormían las casas del pueblo, alineadas al borde del camino, blanqueadas con cal y abrigadas con sombreros de greda.
Hacía mucho tiempo que los hermanos planeaban largarse de allí, Aunque a Toño le había costado al principio convencerlo, Después, siempre fue el más decidido de los dos, Su hermano le había cargado la cabeza con la pólvora de los sueños, La que algunas veces estallaba en fuegos de artificio, imaginando un mundo más justo al suyo, donde podría ganarse lo suficiente para vivir, sin esa angustia que lamía allí sus vísceras, porque alcanzaría para comer cuando se tiene hambre, para vestirse, También para ahorrar unos pesos, y así comprar un terrenito propio, donde parar una casa algún día, aunque fuera de puros lampazos.
Toño, en innumerables ocasiones le había explicado que allá las cosas serían muy distintas, que se podría ganar buena plata hasta de cargador en el Mercado, de empaquetador en alguna tienda, de chofer, de albañil, de operario, Incluso que juntos podrían hacerle una buena pensión al viejo, Porque allá -insistía- no ganarían lo mismo que en el aserradero de Eleodoro Díaz. No, claro que no, Allá ganarían un dinero justo, Podrían optar al Seguro Social, y jubilarse cuando viejos, Sin tener que morir machacándose los huesos como su padre, quien todavía no tenía donde caerse muerto, si no salía a trabajar con los bueyes.
Cuando el zumbido del camión llegó a sus oídos, Manuel se puso de pie, agarró su morral, y bajó al camino, Juan apagó el cigarrillo reventándolo con la suela del zapato, igual que a un bicho, El camión venía enganchado, quejándose como un animal mortalmente herido, Sus luces rebotaban en el bosque que corría al costado del sendero, produciendo un fulgor amarillo que alumbraba hacia el valle, las viejas casas de adobe, los ranchos destartalados, y algunos perales retorcidos por la fuerza del viento y de los años.
Los dos muchachos se miraron sin decir palabra cuando el camión se detuvo frente a la garita, Se encaramaron con la agilidad de dos gatos de monte sobre la carga, hasta dar con el pequeño espacio rectangular, que Gilberto les dejara abierto entre los cuartones, Allí viajarían de polizontes, sin que nadie del aserradero pudiera descubrirlos.
Luego, el camión comenzó a rodar otra vez sobre el camino de arcilla, levantando el polvillo suelto, mientras la luna salía a alumbrar los campos con su linterna blanquecina. Juan y Mañungo, con los ojos cerrados, sin articular palabra, y con la respiración contenida, por las vueltas que daba el vehículo sabían perfectamente los lugares que iban cruzando, reconocían cada montículo, cada acequia, cada puente que pisaban los neumáticos del camión removiendo las tablas sueltas.
Así, atrás fueron quedando Las Tato, La Cordillera, El Agua del Chipe, Una lágrima rodó por la mejilla de Mañungo cuando pasaron Las Piedrecitas, Todo ese mundo que conocía lo mismo que la palma de su mano, quedaría atrás, hundido en la noche, perdido en el tiempo, porque estaba seguro que su viaje sería sin retorno.
Al pasar junto al viejo cementerio, poblado de tumbas fantasmales bajo el resplandor del astro nocturno, ambos jóvenes se persignaron al unísono, Ya no volverían tampoco a estar entre esas desoladas sepulturas, Allí donde sus seres queridos dormían el sueño eterno.
Mañungo, al principio se resistía a creer las maravillas que contaba su hermano de la ciudad, pero con el tiempo, la idea fue ganando terreno en su mente, hasta decidirse, Además, ahora tampoco podría quedarse en el bosque despuntando a golpe de hacha esos enormes pinos, Cada grito de ¡árbol a tierra! anunciado por el maestro Gabriel, le devolvería a la memoria el accidente, Y la espada de la angustia, Y el pavor, Y el horror, se clavaría en su estómago hasta la misma empuñadura, Entonces volvería a ver al asesino ladearse en dirección equivocada, y a verse a sí mismo desesperado, gritándole a su hermano que el gigante iba directo hacia la quebrada, hacia donde Toño había bajado en busca de agua para la cuadrilla, y a oír otra vez ese estruendo sobrenatural que produce el árbol, cuando su cuerpo moribundo se desploma y cae a tierra.
Los martillazos de la culpa, restañaban en sus oídos, acusándolo de no haber gritado más fuerte, de no haber alcanzado a correr, de no haber estado en su lugar, de no haberse largado juntos, antes, como era su mayor sueño, el único sueño que a Toño lo desvelaba, que lo mantenía vivo en medio del infierno del aserradero, de la sierra criminal que silbaba mientras rebanaba los maderos...
-¡Parece que el finado era harto sordo. Mire que no oír el aviso!
Esas palabras del capataz durante el funeral, también le retumbaban, Tampoco quería volver a oírlas, ni ver ese rostro inmutable, cuando tuvo que implorarle dinero para la urna y el entierro.

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