Con una frase tomada otra vez de una obra de Shakespeare, de Ricardo III, Javier Marías da título a su novela ganadora del prestigioso Premio Rómulo Gallegos 1995.
Los lectores de novelas conocemos el accionar narrativo de los escritores españoles del momento, sabemos de su voracidad por juntar centenares de páginas, no se sabe si con el fin de satisfacer obligaciones editoriales, o por necesidades intrínsecas del autor, cuando podrían decir lo mismo, y de manera más perfecta, con bastante menos kilometraje.
En Mañana en la batalla piensa en mí, nos encontramos con un narrador en primera persona reflexionando acerca de todo, como una verdadera máquina de pensamientos disparados unos tras otro, en un destripar de la conciencia que podría ser infinito, sin terminar de acotar lo que en verdad realmente interesa. Es verdad que este artificio es bastante común en la literatura, pero a Javier Marías por momentos se le pasa la mano. Entre un núcleo narrativo y otro hay tanto relleno de por medio que el lector bien puede obviarlo al leer y no pasa nada. Por el contrario, la novela adquiere mayor interés y velocidad, transformándose así en un relato casi perfecto.
Víctor, narrador y protagonista, acude a cenar a la casa de una mujer que apenas conoce, y mientras el affair va en vías de terminar en la correspondiente relación carnal, Marta se siente mal y -repentinamente- se muere semi desnuda en su propia cama. Víctor Francés, desconcertado, huirá del lugar sin saber qué hacer, dejando solos a la muerta y a su hijo de dos años que duerme inocentemente en su pieza. Marta es casada. Su marido ( Dean ) está en Londres en viaje de negocios. El cargo de conciencia que comienza a gestarse en el personaje a partir de ese momento, por haber dejado solo al niño y a Marta, lo conducirá más adelante a buscar la manera de llegar a los parientes de la muerta en busca de la liberación de su consciencia culposa. La que llegara de manera inesperada a través del propio Dean, marido de Marta, a quien le ha tocado vivir un periplo tanto o más impresionante que el suyo durante su breve estadía en Londres.
La anécdota es perfecta. Un entramado racional que no admite réplica. La narrativa de Javier Marías en ese sentido resulta absolutamente convincente. Sabe afinar las cuerdas de la intriga para crear la tensión suficiente para sostener el relato. La vinculación de Víctor con el padre de Marta (Juan Téllez) es otro acierto de composición, aunque rebuscada, verosímil. Víctor es un escritor fantasma, capaz de escribir para otros sin que su nombre aparezca en ninguna parte. Por ese conducto llegará a relacionarse con el padre de la muerta y aún con Luisa, su hermana y con el propio Dean.
Cuando hablo de relleno en la obra, me estoy refiriendo a las divagaciones en que caen los personajes, especialmente el propio narrador, mientras va camino a contarnos el paso siguiente de la anécdota. Es allí donde Marías discurre y discurre hasta agotar la resistencia lectora sobre cuestiones claramente artificiales, carentes de todo interés, aunque muy bien engarzadas, contadas con armonía de lenguaje, sin repetir ideas ni palabras, lo cual también es otro mérito. El manejo del idioma parece impecable, dotado del vocabulario suficiente y competente para comunicar la complejidad del cosmos que acota, pero un tanto inoficioso para la consistencia misma de lo importante, transformándose casi en un freno que exaspera.
Ahora bien, resulta interesante tratar de acotar la personalidad del narrador protagonista, Víctor, por su semejanza con los narradores personajes que campean en la novela europea y norteamericana del momento. Se trata de un individuo con características físicas indefinidas, al cual malamente el lector puede imaginar a la manera de los personajes de la novela clásica. Sin embargo, su complejidad psicológica, puesta al descubierto al instalar al narrador en el centro de su conciencia, lo acerca a la propia intimidad del lector, quien reconoce una voz semejante en sí mismo, y por allí se consigue la impresión de verosimilitud, que de otra manera, tal vez no alcanzaría como personaje.
Por otra parte, se podrían acotar algunas características de esta personalidad del narrador que también resultan común a la novela actual. Se trata de un sujeto con tendencia a la paranoia, boyerista, cínico, y por cierto, irónico. Capaz de decoficar o bien de desmontar una por una las capas de la realidad, urgando en ellas como un obseso. Cuando a Víctor le cuentan que han visto a su ex mujer Celia de ramera, la busca para cerciorarse si es cierto. Pero una vez que la encuentra, y la sube a su auto e incluso hace el amor con ella, no sabe si realmente es Celia o simplemente Victoria, como lo asegura ella. Lo cual resulta absolutamente inverosímil, por cierto, pero igual pasa como posible después, dada la descomposición que hace de sus pensamientos al respecto.
En suma. Mañana en la batalla piensa en mí, es una obra que se ajusta a los cánones de la novela del momento, esbozando una realidad a partir de un yo en primera persona que se abre buscando su propio centro, concitando una intimidad con el lector que lo hace cómplice.
En las novelas El desprecio y El Tedio, de Alberto Moravia, de cincuenta años atrás, vemos desplegado -aunque no a tales extremos- a este narrador conciencia personaje que hoy atraviesa por la novela actual llevándose aplausos y elogios.
Los lectores de novelas conocemos el accionar narrativo de los escritores españoles del momento, sabemos de su voracidad por juntar centenares de páginas, no se sabe si con el fin de satisfacer obligaciones editoriales, o por necesidades intrínsecas del autor, cuando podrían decir lo mismo, y de manera más perfecta, con bastante menos kilometraje.
En Mañana en la batalla piensa en mí, nos encontramos con un narrador en primera persona reflexionando acerca de todo, como una verdadera máquina de pensamientos disparados unos tras otro, en un destripar de la conciencia que podría ser infinito, sin terminar de acotar lo que en verdad realmente interesa. Es verdad que este artificio es bastante común en la literatura, pero a Javier Marías por momentos se le pasa la mano. Entre un núcleo narrativo y otro hay tanto relleno de por medio que el lector bien puede obviarlo al leer y no pasa nada. Por el contrario, la novela adquiere mayor interés y velocidad, transformándose así en un relato casi perfecto.
Víctor, narrador y protagonista, acude a cenar a la casa de una mujer que apenas conoce, y mientras el affair va en vías de terminar en la correspondiente relación carnal, Marta se siente mal y -repentinamente- se muere semi desnuda en su propia cama. Víctor Francés, desconcertado, huirá del lugar sin saber qué hacer, dejando solos a la muerta y a su hijo de dos años que duerme inocentemente en su pieza. Marta es casada. Su marido ( Dean ) está en Londres en viaje de negocios. El cargo de conciencia que comienza a gestarse en el personaje a partir de ese momento, por haber dejado solo al niño y a Marta, lo conducirá más adelante a buscar la manera de llegar a los parientes de la muerta en busca de la liberación de su consciencia culposa. La que llegara de manera inesperada a través del propio Dean, marido de Marta, a quien le ha tocado vivir un periplo tanto o más impresionante que el suyo durante su breve estadía en Londres.
La anécdota es perfecta. Un entramado racional que no admite réplica. La narrativa de Javier Marías en ese sentido resulta absolutamente convincente. Sabe afinar las cuerdas de la intriga para crear la tensión suficiente para sostener el relato. La vinculación de Víctor con el padre de Marta (Juan Téllez) es otro acierto de composición, aunque rebuscada, verosímil. Víctor es un escritor fantasma, capaz de escribir para otros sin que su nombre aparezca en ninguna parte. Por ese conducto llegará a relacionarse con el padre de la muerta y aún con Luisa, su hermana y con el propio Dean.
Cuando hablo de relleno en la obra, me estoy refiriendo a las divagaciones en que caen los personajes, especialmente el propio narrador, mientras va camino a contarnos el paso siguiente de la anécdota. Es allí donde Marías discurre y discurre hasta agotar la resistencia lectora sobre cuestiones claramente artificiales, carentes de todo interés, aunque muy bien engarzadas, contadas con armonía de lenguaje, sin repetir ideas ni palabras, lo cual también es otro mérito. El manejo del idioma parece impecable, dotado del vocabulario suficiente y competente para comunicar la complejidad del cosmos que acota, pero un tanto inoficioso para la consistencia misma de lo importante, transformándose casi en un freno que exaspera.
Ahora bien, resulta interesante tratar de acotar la personalidad del narrador protagonista, Víctor, por su semejanza con los narradores personajes que campean en la novela europea y norteamericana del momento. Se trata de un individuo con características físicas indefinidas, al cual malamente el lector puede imaginar a la manera de los personajes de la novela clásica. Sin embargo, su complejidad psicológica, puesta al descubierto al instalar al narrador en el centro de su conciencia, lo acerca a la propia intimidad del lector, quien reconoce una voz semejante en sí mismo, y por allí se consigue la impresión de verosimilitud, que de otra manera, tal vez no alcanzaría como personaje.
Por otra parte, se podrían acotar algunas características de esta personalidad del narrador que también resultan común a la novela actual. Se trata de un sujeto con tendencia a la paranoia, boyerista, cínico, y por cierto, irónico. Capaz de decoficar o bien de desmontar una por una las capas de la realidad, urgando en ellas como un obseso. Cuando a Víctor le cuentan que han visto a su ex mujer Celia de ramera, la busca para cerciorarse si es cierto. Pero una vez que la encuentra, y la sube a su auto e incluso hace el amor con ella, no sabe si realmente es Celia o simplemente Victoria, como lo asegura ella. Lo cual resulta absolutamente inverosímil, por cierto, pero igual pasa como posible después, dada la descomposición que hace de sus pensamientos al respecto.
En suma. Mañana en la batalla piensa en mí, es una obra que se ajusta a los cánones de la novela del momento, esbozando una realidad a partir de un yo en primera persona que se abre buscando su propio centro, concitando una intimidad con el lector que lo hace cómplice.
En las novelas El desprecio y El Tedio, de Alberto Moravia, de cincuenta años atrás, vemos desplegado -aunque no a tales extremos- a este narrador conciencia personaje que hoy atraviesa por la novela actual llevándose aplausos y elogios.
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