El gringo enamorado.
Humberto Miller llegó con la cuadrilla que vino a instalar las cañerías para el agua potable. Después, echó raíces en el pueblo. Se enamoró de Aurora, la hija mayor del viejo Aníbal, dueño del único almacén existente en diez kilómetros a la redonda. La muchacha tenía unos ojos negros penetrantes, clavaban igual que las espinas de los nardos. En el pequeño poblado era la estrella, como lo son algunas mujeres en el cine. Cada vez que salía de su casa cargando los baldes de aluminio en busca de agua al pozo, no le faltaba el ayudante. Los hombres corrían a socorrerla, cualquiera fuera el requerimiento. A los dieciséis años, ya había aprendido a sacarle algún partido a las miradas masculinas.
Esa mañana la cuadrilla de trabajadores se encontraba arriba del camión con sus cachivaches amontonados junto a la baranda, cuando Aurora apareció gritando a viva voz, y en medio de las risotadas de los trabajadores, que el Gringo -porque así lo llamaban sus amigos de faena en directa alusión al color de su pelo- no podía irse con ellos. Que no podía largarse así no más, gritaba, porque un hijo suyo esperaba ella.
Cuando los hombres oyeron eso, dejaron de reír. Entonces el silencio se apoderó del camino, como suele hacerlo también la noche, antes que la luna vuelva a alumbrar los campos con su luz de alerta. Al poco rato después, uno de los tipos gritó con voz irónica que se bajara luego el papi, y las risotadas destempladas de los trabajadores volvieron a invadir la atmósfera, aventadas por el comentario.
Sin embargo, el Gringo no se bajó, permaneció inmovilizado en una esquina junto a la baranda, con los ojos semicerrados. Acaso pensando acerca del futuro de su existencia, en tanto resbalaban de su frente algunos goterones de sudor espeso, escurriéndose poco a poco por entre los pelos de su barba colorina.
El sol había amanecido picando esa mañana, y a ratos, restañaba con mayor fuerza su látigo amarillo sobre los cuerpos robustos de los hombres de overol, apiñados en la tolva junto a la cabina.
Algunos de sus compañeros miraron al Gringo con cierta complicidad picarona, dibujada en sus rostros toscos y sudorosos. Los más, en tanto, volvieron sus pupilas inquisitivas directamente a la mujer, hacia el cuerpo de la morena, a sus piernas barnizadas con el tono propio de la juventud, a sus pechos maduros, como bien los podían observar desde arriba del camión.
Miller esperó a que el vehículo estuviera en marcha para dar el salto definitivo a tierra, arrastrando sus bártulos. Un morral donde no cabían más cosas que una muda de ropa, un tenedor, una cuchara, un tazón de lata para el café, un plato hondo también de lata, machacado por los golpes de la vida, además del cortaplumas que llevaba siempre al cinto, enfundado en una pequeña cartuchera de cuero, constituían el grueso de su equipaje. Las frazadas y el jergón donde había dormido, durante el tiempo que tardaron las faenas para dotar de agua potable al pueblo, pertenecían a la empresa, y por lo tanto se fueron en el camión rumbo a otros pueblos semejantes a ese, perdidos entre los cerros de la cordillera de la costa.
La mujer se tiró a sus brazos apenas el Gringo pisó tierra firme con sus bototos gruesos, mientras sus compañeros se alejaban en el camión aplaudiendo, entre risotadas y gritos de alegría, hasta que la nube de polvo levantada por el pesado vehículo al rodar por el camino de tierra suelta, terminó de bajar el telón de un mundo que se cerraba, en tanto comenzaba a abrirse otro.
Miller la tomó del brazo, y se encaminó con ella hacia la sombra frondosa de los olmos a un costado del camino. Se habían conocido una tarde en que Aurora bajaba por la ladera del cerro en busca de agua. El Gringo, en ese momento, se hallaba al otro lado de la quebrada, instalando los tubos de plástico que traerían después el agua limpia a las casas del poblado. La observó como un viejo animal de caza durante su largo recorrido hasta el pozo, y cuando Aurora se encontraba abajo de la quebrada, llenando los baldes con agua, se le apareció sonriendo, por detrás de unos matorrales. Le ofreció ayudarla con los baldes, pero Aurora mirándolo con sus ojos negros encendidos, le dijo que para eso había venido con Manuel, un muchachón de unos diecisiete años que se encontraba con ella, a quien Miller deliberadamente hasta ese momento había ignorado.
Desde ese día, sus pupilas azules seguían cada uno de los pasos de Aurora durante el recorrido en busca del agua, la cual manaba a borbotones desde el fondo de la quebrada. Parapetado como un cóndor sobre la colina, conectando allí la distintas cañerías del agua para las casas, el Gringo disfrutaba al verla bajar, y luego subir cimbrando su cuerpo de hembra joven por la ladera del cerro.
Aurora también comenzó a requerir agua con mayor frecuencia, y bajaba con los baldes ya no dos veces al día, sino cuatro y cinco también, mirando siempre de reojo hacia el otro extremo de la quebrada.
La muchacha bajaba sabiéndose observada por esas pupilas del color del cielo. Cada día bajaba con más cuidado, midiendo sus movimientos, mostrándose poco a poco de perfil, o de frente a esa cámara que sabía la seguía lentamente desde el lado opuesto de la ladera. Hasta que una tarde le sonrió, le mostró su dentadura blanca. Y el Gringo en respuesta, primero le silbó melodiosamente, y luego gritó sin más: ¡Aurora!. Y su nombre pronunciado por esa voz inconfundible, retumbó en la quebrada produciendo ecos que se grabaron a fuego en alguna ranura de su corazón.
Al día siguiente, en vista que la viera sola, sin la compañía de los jotes del pueblo que la acosaban con las mismas ansias que él, Miller bajaría hasta el pozo para ayudarla a llenar los baldes. Aurora lo dejó hacer, esbozando una sonrisa que a él le produjo escalofríos de placer. El rictus de su boca invitaba al beso, pero Miller se contuvo.
Subieron juntos en silencio hasta la casa de Aurora. Humberto Miller cargando los baldes, y ella sonriendo, sonriendo junto al hombre de pelo amarillo, de brazos musculosos, y de una estatura bastante más elevada al común de los hombres de la región.
Por la tarde ella volvió a bajar sola otra vez con los baldes, y el Gringo llegó al unísono para ayudarla. Después, subieron juntos otra vez, intercambiando una que otra palabra. Pero sobre todo mirándose, y sintiendo la proximidad de sus cuerpos mientras subían.
Sin embargo, al día siguiente, Aurora no bajó por agua. Lo hizo el mocetón amigo suyo que solía acompañarla otras veces. Las pupilas azules del Gringo, aquel día se fueron destiñendo poco a poco junto con el caer de los velos2 de la tarde. Por la noche se enteraría, a través de uno de sus compinches de faena, que el padre de la muchacha había terminado finalmente de darse cuenta, de la presencia peligrosa de los trabajadores del agua potable en el cerro.
Al día siguiente, Miller apareció a la hora del ocaso en el almacén del viejo Aníbal, con el pretexto de comprar pilsener y harina tostada para la chupilca. El viejo lo atendió con la cortesía con que solía atender a sus clientes, sin sospechar que los ojos del afuerino andaban por allí en busca de otra presa. Después, aprovechó de hacerle algunas preguntas, relativas al asunto del agua potable, que lo tenían bastante atorado por esos días. Concretamente, le preguntó por los costos, los costos que tendría el uso del agua para cada familia, y si esa agua se podría beber lo mismo que la del pozo.
Humberto Miller, sintiéndose animado por el viejo, aprovechó también de estirar la conversación como lo hacía con las cañerías en el cerro, todos los metros posibles. Y estuvo parloteando con el anciano por más de una hora y media sobre el asunto del agua, hablándole de los múltiples beneficios de contar con una llave con agua potable en cualquier punto de la casa. También se ofreció para hacerle la instalación interior, una vez ya instalado el medidor afuera; aunque mirando siempre de reojo hacia la cortina de género que separaba el almacén de la casa, y sintiendo en todo momento la presencia de Aurora detrás de esa cortina.
El lunes siguiente, Aurora volvió a bajar temprano al pozo, y esta vez el Gringo, le comentó que la había descubierto espiándolo por detrás de la cortina del almacén la noche reciente. Aurora se ruborizó, y luego sonrió de una manera que el Gringo, por puro instinto, supo que llegaba el momento de avanzar hasta el beso. Así que la atrajo hasta su pecho para abrazarla y besarla en la boca, sin que Aurora alcanzara a decir palabra.
Por la noche, se reunieron allí mismo a conversar, pero después de un rato, subieron abrazados hasta lo alto del cerro, donde terminaron de perderse en el bosque perfumado de eucaliptos, que se transformaría durante las dos semanas siguientes en un tálamo perfecto, apenas iluminado por la pálida luz de la luna, que caía oblicua por entre los árboles, en suaves cascadas fosforescentes.
Ahora, después de veinticinco años, Aurora salía a despedirlo definitivamente. El cuerpo del Gringo se hallaba metido en el ataúd de color negro que descansaba sobre la carreta. Nadie lograba comprender cómo ni por qué se había muerto. Durante esos años, había sido siempre un hombre de una salud de fierro, de unos brazos fuertes para resistir el duro trabajo en el aserradero, donde le correspondía cargar uno a uno los pesados cuartones a la salida de la sierra.
Algunos comentaban que se había muerto de un infarto cardíaco, por causa del peso de esos enormes troncos que debía cargar sobre sus hombros. Otros, en cambio, hablaban que lo había partido el hacha del vino. También algunas mujeres culpaban a la viuda. Reclamaban... que Aurora lo había mantenido durante esos veinte años siempre en celo, porque otra mujer al Gringo no le conoció nadie por esas lejanas tierras.
Comentarios
Loreto.
Simone