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El altar de los muertos, Henry james.

Nadie como Henry James para proyectar intimidades. Su habilidad para recrear la psicología de los personajes parece ilimitada. En El altar de los muertos, nos lleva de la mano por las reflexiones de George Stranson, un hombre solitario, célibe, mayor de cincuenta años, quien después de visitar una iglesia por curiosidad, y luego de un recorrido por las distintas capillas existentes al interior del templo,  descubre su deseo y necesidad de conmemorar el recuerdo de sus propios muertos.
Particularmente, el de su novia, Mary Antrim, fallecida poco antes de casarse, y por quien ha guardado luto hasta la fecha. George Stranson terminará así haciéndose cargo de una capilla, como fuera costumbre de la clase alta, apadrinar esos espacios.  Asistimos así a un ceremonial espiritual, en tanto tomamos también noticia de la existencia de esos lugares íntimos existentes en las grandes iglesias, el cual Stranson no tardará en ornamentar a su gusto, manteniendo candelabros cargados de velas encendidas día y noche en memoria de la difunta amada.

Se trata desde luego, de una historia íntima, que lleva al lector hacia los intersticios de la conciencia de un hombre sumido en el recuerdo, quien gracias a los mismos, descubre un día al interior de esa misma iglesia un alma gemela, un ser que ronda por esos espacios movida por sentimientos y reflexiones semejantes a los suyos. El clima, dada las características físicas del lugar donde se conocen los personajes, es indudablemente inquietante, y misteriosa seguirá la relación entre estos dos seres afectados por sentimientos semejantes relativos a sus muertos.

 La narrativa de Henry James se caracteriza por su sensibilidad y sutileza, cuestiones que contrastan con la vulgaridad actual, donde todo se dice, donde todo se expresa, se muestra, y el lector tiene poco qué imaginar. En sus obras narrativas se insinúa, se sugiere, pero nunca se impone una imagen o una idea en su máxima voluptuosidad. Si algo se ha perdido en la actualidad, sin duda, es la moderación y el gusto.


Miguel de Loyola - Santiago de Chile - Año 1995

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