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La sastrería


Vengo a la prueba del traje, dijo el Escritor.
Adelante, pase adelante, contestó la secretaria abriendo la puerta. El Sastre lo atenderá en unos minutos.
El Escritor paseó la mirada por la antesala, antes de sentarse en un sofá, mientras la señorita avisaba por citófono su presencia. 

Mientras esperaba la atención del Sastre, el escritor fantaseó con la idea del traje a la medida. Era la primera vez que podía hacerse uno, y lamentablemente, concluyó, cuando ya la vejez le estaba cayendo encima. Sin duda le hubiera gustado haberlo tenido treinta años antes, y no ahora, rayando los sesenta años. ¿De qué podría servirme ahora, cuando el cuerpo ni la necesidad es la misma? En cambio, sí, en cambio si me lo hubiera mandado hacer a los treinta años, cuánto podría haberlo aprovechado, sacado partido; pero ahora, ahora, concluyó, no tiene ningún sentido. Mejor me voy, dijo poniéndose repentinamente de pie con la idea de retirarse. Pero justo en ese preciso momento apareció la secretaria para hacerlo pasar a la habitación del sastre. Por cierto,  el escritor titubeó unos segundos, parpadeando repetidas veces, pero luego avanzó hasta la presencia del Sastre, quien se encontraba sonriente acomodando prendas en un maniquí.
Muy buenas tardes, saludó el Sastre. Hombre de bigotitos cortos y cuerpo rechoncho. Es un honor tenerlo aquí, agregó después. He leído sus libros.
El Escritor sonrió con cierta complacencia antes de comentar: estoy pensando que ya no tiene mucho sentido seguir con esto, dijo. Ya es tarde, demasiado tarde para un traje a la medida.
No diga eso por favor señor Escritor, contestó al toque el sastre, ordenando a su ayudante que acercara el traje del Escritor para la prueba correspondiente. Mire que esto le va a cambiar no sólo la figura, sino la vida.
El Escritor volvió a vacilar antes de entrar al vestidor. Sin embargo, una vez que se puso el traje, se sintió muy cómodo, y no sólo su rostro cambió la expresión turbada que traía, también cambiaron sus pensamientos. De pronto, se vio a si mismo completamente diferente, agradado por la comodidad del traje.
¿Qué le parece? preguntó el sastre.
Divino, confesó el Escritor. Me siento otro.

Así es, contestó el Sastre. La gente importante siempre sabe mandarse hacer su traje a la medida. Piense usted nada más en los políticos, quienes tienen su propia sastrería: el Congreso. En los jueces y abogados: los palacios de justicia. En los alcaldes, sus alcaldías... En cambio los escritores no tienen su propia sastrería.  

Miguel de Loyola - Cuentos Breves - 2016

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