Hubo un tiempo en que se amenazaba a los
niños con mandarlos a la Cochinchina cuando cometían alguna fechoría. También
a los mimados y mañosos se los amenazaba lo mismo. A la Cochinchina, posiblemente
entonces un lugar más imaginario que real para muchos, aunque ahora sepamos que
se trataba de un país ubicado al otro extremo del mundo, hoy llamado Vietnam.
La palabra en sí, por el sonido de sus
letras y proyección en el imaginario,
llamaba a risa. Y más que asustarnos, nos reíamos creyendo que se
trataba de un absurdo, de una amenaza sin sentido posible alguno. Y resultaba
muy divertido imaginarse tal lugar, pensar en la posibilidad de ser enviado
allí, a la Cochinchina, donde pagaríamos nuestras culpas, pecados, protestas,
malas calificaciones, risas fuera de lugar, respuestas inapropiadas, flojera,
desidia...
Desde luego, la Cochinchina sería un
lugar lejano, perdido más allá del horizonte, surcado por mares o montañas. Un
lugar recóndito, inubicable. El mayor temor estaba en su lejanía, en el
desarraigo que produciría en nuestra vida, porque serías expulsado del mundo
conocido hacia lo ignoto, hacia lo inexplorado, hacia lo desconocido. Por
cierto, tampoco faltaba quien deseara tal castigo para vivir la aventura.
Ahora, me pregunto, cuán lejos estamos de
la Cochinchina. En muchos casos, los padres no amenazan, son amenazados por
sus hijos. No hay palabras ni lugares para sorprenderlos, son ellos quienes
sorprenden con frases tales como: te voy a denunciar por mal trato infantil. Es
decir, los padres podrían ser deportados a la Cochinchina.
Miguel de Loyola - Santiago de Chile - Mayo del 2017
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