Hacía días que el abuelo había
perdido completamente el apetito, ya no comía con esa hambre voraz que lo
caracterizaba y servía de ejemplo a sus nietos, quienes por el sólo hecho de
verlo engullir los alimentos con tantas ganas, terminaban imitándolo, masticando
hasta del mismo modo.
Pero ya no, estoy cansado, decía a la hora de sentarse a
la mesa, probando uno que otro bocado, confundiendo hasta los sabores de los
alimentos que antes distinguía con la sapiencia del gourmet. Aquel sería
el síntoma principal para presentir que sus días estaban contados, que ya no
volvería a ser otra vez el hombre vigoroso de antaño, quien sentado a la mesa
parecía provisto de la energía suficiente para discutir y exponer sus ideas en
cualquier parte, aún a riesgo de perder las amistades. Porque el abuelo había
sido un ciudadano atento a lo que ocurría en el país, a lo que pensaba y hacía
la clase gobernante, que a su juicio era en definitiva la única privilegiad,
la únicas que sacaba verdadero provecho del Estado, los demás no eran más que
súbditos, marionetas manejadas por los ardides de la clase política que siempre
encontraba la manera de engatusar a la gente, sobre todo a los más ignorantes,
y por supuesto a la juventud, caldo de cultivo seguro para incubar cualquier
idea descabellada.
Meses después de su fallecimiento,
Roberto, el mayor de sus nietos, quien entonces bordeaba los treinta años, se
interesó en leer los diarios del abuelo que se hallaban todavía amontonados en
su escritorio, sin que nadie se atreviera a moverlos de allí. Los leyó todos,
los diez cuadernos donde el abuelo exponía sus apreciaciones sobre la llamada
clase política, asunto por el cual se había interesado en los últimos años de
su vida, después de observar boquiabierto cómo se sucedían unos a otros en el
poder, en el senado y en la cámara de diputados. En dichos cuadernos, hacía un
seguimiento de algunos diputados y senadores que llevaban más de treinta años arrellanados
en el poder legislativo, muchos de los cuales aparecían de vez en cuando en
programas televisivos hablando con su estilo engolado de la desigualdad
existente, de los privilegios de los ricos y otros temas similares, en
circunstancias que las contradicciones de sus discursos estaban completamente a
la vista. Bastaba con revisar el historial de tales individuos para confirmar
sus mentiras descaradas. La ruina de este país está en la clase política,
sostenía finalmente el abuelo en sus escritos. Son ellos los mayores
privilegiados, los que ganan dinero sin trabajarle un día a nadie, los que
escalan posiciones sociales, los que tienen el poder de crear leyes que no
favorecen a nadie más que a ellos mismos. Donde se ha visto, si hasta el sueldo
que perciben lo estipulan por ley. De seguir así las cosas, insistía en sus
escritos el abuelo, los políticos se comerán el país entero, incluido el pueblo
del cual tanto hablan, atribuyéndose hasta su propia voz. ¿Cuándo entenderá la
gente el engaño? se preguntaba estupefacto. Y más adelante agregaba, la gente
nunca lo comprenderá mientras no sea capaz de separar sus propias frustraciones
y resentimientos de la razón, del entendimiento, porque por allí está la boca
de entrada del embuste que envenena a la gente. A la gente basta con dorarle la
píldora emocional, pulsando esa cuerda se traga todo lo que le dicen, remataba
en la última página.
Cuando Roberto terminó la lectura de
los apuntes del abuelo, llegó al convencimiento que debía publicarlos inmediatamente,
creyendo que podían ser de mucho interés para los ciudadanos, para el país,
para el progreso, para el bien común, para la prensa incluso, siempre ansiosa de
novedades, pero el editor a quien acudió en primera instancia recomendado por
un amigo, le dijo claramente que la gente ya no leía ese tipo de textos, sólo
escasamente otros, agregó después, enseñando un rostro demacrado por el
desaliento. El tipo parecía demasiado cansado de su profesión, y no mostró el
menor interés en darle si quiera un presupuesto para la publicación del libro.
El joven abogado salió aquel día
desilusionado de la oficina del editor, pero no lo suficiente para abortar el
proyecto. En el peor de los casos, el libro quedará para la familia, para los
nietos y bisnietos, para la memoria familiar de la que tanto le gustaba hablar al
abuelo, concluyó mientras caminaba calle abajo en dirección al estacionamiento.
Miguel de Loyola - Santiago de Chile – Año 2020.
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