De pronto sucede que te acuestas asustado
y despiertas asustado, sin saber qué hacer, qué medidas tomar, a quien acudir,
ni con quien conversar acerca de lo que está ocurriendo… Hasta aquí has llevado
una vida corriente, con los sobresaltos propios del diario vivir, pero sin
padecer grandes enfermedades, ni amenazas…
Pero ahora comprendes que todo eso
ha cambiado de un día para otro, que estás en otro mundo, en otro planeta, en
otra casa sin haberte mudado, que ya no eres el mismo, porque estás en peligro
de muerte… Te han dicho que el enemigo está en todas partes, en la perilla de
la puerta de tu casa, en el botón del ascensor, en la manilla del tren
subterráneo, en los vidrios, en los espejos, en tus compras diarias, té, café,
azúcar, arroz; en el cajero automático,
en tu tarjeta bancaria inclusive… Lo ves aquí y allá como un dios implacable que
te persigue a todas partes, a do quiera que vas lo sientes no sólo tras tus
pasos, sino también por delante de los tuyos, al costado, arriba, abajo, en las
gradas de la escalera, en el pasamanos… Sabes que no puedes escapar de él, que
te busca, que está al acecho, esperando cual animal hambriento el momento
preciso para caer sobre su presa hasta despedazarla… De un momento a otro te
has convertido en eso, sin saberlo, sin sospecharlo, tu vida se ha transformado
nada más que en eso, en una presa, en un bocado que puede ser devorado en
cualquier momento por un enemigo que desconoces, que no le has visto, y que
tampoco lo verás cuando te ataque, cuando te enfrente, cuando te infecte, porque
es de naturaleza invisible, intangible, imperceptible, no lo ves, ni tampoco lo
tocas, ni le oyes, ni le sientes, dicen… Puedes huir, huir a donde quieras, a
cualquier lugar del mundo, pero seguirá implacable tras tus pasos, acechándote
en silencio para acabar contigo al menor descuido… Desconoces sus motivos, sus
razones, sus fundamentos, pero mientras huyes, mientras te escondes, mientras
vas satinizando tus huellas para alejarlo, vas pensando, cavilando, formulando
hipótesis posibles, culpándote finalmente de esto y aquello, de lo que hiciste,
de lo que tocaste, pensaste, de lo que deberías haber hecho, de tus eternos
lamentos por todo y por nada, por culpar siempre a otros de tus propios males,
por odiar, por envidiar, por codiciar tal vez… Por no haber sido previsor, por
dejarte llevar sin rumbo fijo por los mares del mundo, por no cuidarte de los
malos pasos, de las malas juntas… Pero ya es tarde, lo sabes, lo intuyes, por
fin lo entiendes, el enemigo ya está en todas partes, adentro y afuera, en la
punta de tus dedos, en la zuela de tus zapatos, en la escoba con que barres, en
la cuchara que te llevas a la boca, en el pañuelo con que te suenas la nariz,
en las gafas que usas para leer, incluso en las toallas del baño, en el cepillo
de dientes, en la bañera, en el jabón, en el teclado del computador, en las
teclas de tu celular, en los seres que amas, en tu mujer, en tus hijos, en tus
hermanos, en tus amigos…
“El apoyo estatal a la literatura es la forma estatalmente encubierta de la liquidación estatal de la literatura.” Estas palabras pronunciadas por el protagonista de la novela Liquidación , de Irme Kertész. a propósito de su situación particular como editor de una editorial estatal, parecen bastante desconcertantes. Cabe sentarse a reflexionar en torno a sus implicancias. Desde luego, acotan una realidad que hoy no está lejos de la nuestra.
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