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La casa de Jampol, del Nóbel Isaac Singer

 


La casa de Jampol (1967) de Isaac Singer es lo que llamamos en arte y literatura una obra monumental. No es posible hallar grietas ni fisuras en su estructura, sino fondo y forma debidamente acabada por su autor, al estilo de los más grandes novelistas de todos los tiempos.

Recordemos que Isaac Singer recibió el Premio Nóbel de Literatura en 1978. Sus novelas entregan una visión pormenorizada de la cultura judía en Polonia y también en los Estados Unidos, después de ser acogido en dicho país como tantos otros intelectuales judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Su novela Sombras sobre el Hudson 1957, recrea mejor que ninguna otra de su tiempo la inserción judía en Norteamérica. En mi opinión, la obra de Singer sería algo así como el sustrato de las obras de Philip Roth, quien incursiona de manera magistral sobre temas semejantes desde una perspectiva posmoderna.  

En La casa de Jampol, la pluma maestra de Singer perfila los caracteres clásicos de la ortodoxia judía en Polonia a partir de los tiempos de la ocupación rusa durante el siglo XIX, llevando al lector a recorrer los derroteros vividos en aquellos tiempos a través del perfil minucioso de una amplia gama de personajes representativos de su tiempo. Los descendientes de Calman y su entorno, a quien reconocemos como protagonista de la historia, serán retratados por el narrador, configurando un universo cerrado y completo en sí mismo, capaz de recrear la realidad a través de la ficción. Calman es un judío piadoso de ascendencia humilde que se enriquece honradamente gracias a sus esfuerzos y ahorros, pero cuyo enriquecimiento no le traerá mejor suerte, sostendrá el propio protagonista en reiteradas ocasiones en sus monólogos consigo mismo: ”Calman descubrió que, por ser rico, se había visto obligado a contraer grandes deudas, en tanto que, cuando era pobre no debía nada.“ La novela recorre así el largo periplo de la vida de Calman, retratando su conciencia en permanente cuestionamiento por causas religiosas ( “a mayor riqueza, más angustia” sostiene el Talmud) , y sobre todo por aquel sentimiento de culpabilidad que carga el pueblo judío como una cruz dolorosa desde sus orígenes.   

Simultáneamente, la novela va desarrollando otros tópicos, como los cambios sociales que poco a poco comenzarán a notarse en Polonia, tras la influencia rusa en las costumbres, en los adelantos que traerá a un país atrasado, sin dejar de cuestionar de manera persistente las raigambres arcaicas de la religión judía, pero al mismo tiempo su capacidad para reinsertarse en el nuevo mundo que se va imponiendo lentamente.  Se puede notar la fusión que comenzará a producirse a partir del reinado ruso en Polonia, donde los judíos ayer apartados de los gentiles por voluntad propia, comenzarán ahora a comerciar también en las ciudades, transformándose en una fuerza de trabajo imprescindible para el desarrollo y la integración. “Los judíos llevan ya seiscientos años en el país y ni siquiera se toman la molestia de aprender el idioma.”

Por otra parte, la aristocracia polaca, representada en la novela en la figura del conde Wladislaw Jampoliski, a quien debe su nombre el pueblo de Jampol, escenario principal donde se desarrolla la novela; sufrirá el destierro y la pérdida de sus privilegios tras ser acusado de traición al zar ruso, dejando de esta manera vacío el estrato social que representa en su región. La ausencia del conde en las tierras de Jampol, llevará al fortalecimiento de las clases emergentes, entre ellos Colman, que se convertirá en el hombre más rico de la zona. Este hecho será un traspaso importante que conviene resaltar, el paso de la burguesía al poder y el fin de la aristocracia todavía medieval que regía en Polonia.  La novela en ese sentido denigra a la aristocracia representada por este conde que una vez absuelto por los tribunales rusos, gracias a las prerrogativas de la gente, volverá a su casa convertido en un hombre ruin y de malas costumbres que terminará sus días en la más completa miseria moral y económica. Una suerte parecida o peor correrá su hijo Lucian, quien finalizará sus días transformado en un vulgar delincuente, después de haber llevado una vida errante y rufianesca. No así las hijas del conde Jampolski, quien a pesar de sus infortunios conservarán la dignidad y moralidad correspondiente a su clase. En ese sentido, la mirada de Singer, rescata en todo momento lo femenino por sobre lo masculino, insinuando subliminalmente que el mal está en el hombre y no en la mujer, contraviniendo aquello que postula el machismo a ultranza de la cultura judía. En la obra de Singer no hay tal, muy por el contrario, puede verse realzada la figura de la mujer, en tanto espíritu más refinado y noble. Recuérdese en la novela la mujer del conde y a sus hijas, en particular Felicia, a las hijas de Calman, y a Zelda, por cierto, la inolvidable mujer de Calman Jacoby. La figura de la mujer, quien no participa con la misma importancia y obligación que el hombre en los oficios y asuntos religiosos, termina siendo más virtuosa que aquel. 

También la novela hará notar la primacía de la religión católica en Polonia en aquel entonces, aunque sin entrar en mayores detalles, sin cuestionar las diferencias con el judaísmo, pero abundando preferentemente en la santidad de los rabí y del pueblo judío, ligados fielmente a las tradiciones impuestas por sus libros de oraciones. Jacob Calman, a pesar de la buenaventura de sus negocios, no dejará un momento de ansiar otra vida, más ligada a los libros sagrados que a los negocios. Pero llama la atención la diferencia de criterio de ambas religiones frente al divorcio, que el catolicismo condena, en tanto el judaísmo lo permite. Lo mismo para el caso del casamiento de los viudos, a quienes el judaísmo prácticamente lo exige. Dos cuestiones fundamentales dentro de las bases de la estructura social que comienza a removerse en Polonia a partir de entonces, y probablemente del mundo entero.

Isaac Bashevis Singer consigue en esta novela plasmar una historia sólida que bien puede leerse como real o imaginaria, porque allí radica la esencia del arte, en su diversidad de apreciaciones, donde lo único que realmente importa, es conseguir que le lector participe en ella mediante la vivencia de la experiencia como sucede en la vida misma.

 

Miguel de Loyola – Santiago – Marzo del 2020.-

 

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