Miguel de Loyola (San Javier, región del Maule, autor de una interesante y ya extensa obra narrativa, donde trabaja indistintamente el cuento y la novela, nos ha enviado gentilmente -en plena cuarentena- su último libro, “Bajo el Arco de Triunfo”. Toda una rareza entre los escritores de hoy, lo cual se agradece.
Radicado
desde joven en Santiago, donde estudió Pedagogía en Castellano, además de
cultivar su propio estilo ha dado talleres de escritura creativa y ejercido la
crítica literaria, entre otras actividades. Su propuesta escritural, levemente
descriptiva, construye ambientes y personajes cotidianos que denotan una leve
raigambre popular -tanto del mundo urbano como campesino- donde se empeña en
rescatar al ser humano contemporáneo de un cierto vitalismo decadente, llámese premura,
ansiedad, compulsión, inestabilidad emocional, depresión o paranoia, todo ello subyacente
a los modos de vida de la sociedad de consumo en curso.
Es
agradable leer a Miguel de Loyola. Hasta saludable, diría yo. Su prosa no
innova ni pretende dictar cátedra en materia alguna; le basta observar el
comportamiento del ciudadano de a pie, del hombre o la mujer común y corriente
que carga con todo su universo a cuestas. Así nos va develando situaciones aparentemente
triviales, que se producen en el transitar del día a día, y que pasan perfectamente
desapercibidas para el transeúnte anónimo afanado en cuestiones eminentemente
prácticas. Pero para Miguel no. Esa espontánea cantera o fuente tan natural y
llena de sorpresas que es el barrio, el pueblo natal, el lugar de trabajo, el
hogar, en fin, el territorio donde se desenvuelve, le ofrece abundantes y
nobles materiales para las historias que nos relata.
“Bajo
el Arco de Triunfo”, su último libro, viene a confirmar un limpio talento
narrativo que agrada leer en época de tanta confusión. La historia es muy
simple. Trata de un profesor de castellano y escritor llamado Leonardo,
establecido en Santiago, que entre los años 2000 a 2010, aproximadamente, se va
involucrando intelectual y afectivamente con Dominique, una amiga lectora y
traductora de sus cuentos que vive en París, a quien conoce a través de los emails
que intercambian con el propósito de compartir cierta información que la
francesita busca sobre la vida y obra de Manuel Gutiérrez, un novelista chileno
exiliado en ese país, y que fuera por entonces un “respetuoso” amante de su
madre. Este simple hecho en apariencia trivial, aunque entretenido, impele al profesor
poco a poco y en la medida que se desarrollan los acontecimientos a fraguar
tímidamente un viaje a Europa, con el fin de conocer a su lectora ideal. Así, una
noche, chateando y chateando, se ponen de acuerdo para encontrarse a las 19:00
horas del 29 de mayo del año en curso, bajo el mítico Arco de Triunfo
construido por Napoleón Bonaparte. Ni más ni menos
El
libro, narrado en primera persona, está ordenado en 34 capítulos breves. Es una
novela pulcra, que inevitablemente nos hace recordar a González Vera, a los
cuentistas rusos, a Maupassant, a Rulfo, aunque, en este caso, el profesor
Leonardo es un atado de nervios, “confuso y dubitativo” que va reflexionando
sobre diferentes aspectos de la vida santiaguina en largas tertulias con su
amigo Gustavo, mientras incuba en su alma el viaje de sus sueños.
En muchos párrafos el autor abandona el
tema central, referente a la pesquisa de la biografía secreta de Manuel
Gutiérrez, y la novela entra en una lentitud que no alcanza a incomodar, por lo
atingente y novedoso de los monólogos interiores y las conversaciones que se
llevan a cabo. A poco andar me percato que tal desliz es el atributo esencial
del libro, dado que el protagonista se revela débil, indeciso, malhumorado,
crítico, en toda su esplendente humanidad, contándonos cualquier cosa como si
estuviéramos en un café con todo el tiempo por delante. Ese creo es el atributo
mayor de la literatura, porque nos da la posibilidad de reconocernos tal como
somos en aquello que leemos. Un deleite, un placer estético intransferible. A
modo de ejemplo, nos relata el origen del Patio Bellavista, la Biblioteca
Nacional, las casas de Neruda, Valparaíso, la novedosa gastronomía santiaguina,
la monogamia, el descrédito de las instituciones, el metro y las calles de
Buenos Aires, el ferrocarril, la cultura digital y otras menudencias
posmodernas. Lo que sorprende gratamente de estas observaciones -cargadas a un
imberbe existencialismo latinoamericano- es que empatizan con el avisado lector
por lo afable, cotidiano, francote y pertinente de dichos relatos. El
protagonista -muy bien logrado sicológicamente por el autor- peca, eso sí, de
un excesivo arrobamiento por la sociedad gala, su pasado histórico, su lengua,
cayendo a veces en una idolatría cercana a la cursilería de los devotos
neocolonialistas, pero logra salvar la situación por sus reiteradas y sinceras regresiones
a las quebradas y montes de su infancia rural. Por estos y otros deslices tan
humanos, Leonardo termina siendo un personaje encantador.
Mención
aparte debemos hacer al constante acercamiento que realiza el protagonista (muy
parecido al autor, por lo demás) respecto a la reflexión metaliteraria del
ambiente cultural metropolitano. Leonardo o Miguel Loyola, su alter ego, como el
profesor y escritor honesto que es, autocrítico, algo desencantado de sus
congéneres y excesivamente sensible, analiza descarnadamente y casi con pudor e
inocencia el mundillo literario de Santiago; hablamos de estilos, camarillas,
concursos, becas, políticas de Estado, educación, amistades literarias,
lanzamientos de libros, centros y fundaciones culturales, la crítica y los
medios de comunicación, la envidia, el compadrazgo, todo aquello que, cuando sospechamos
que se acerca camuflado por la hipocresía, es preferible obviar, dar la vuelta y
abrir una botella con los amigos del barrio antes de caer en disputas estériles.
Buena
novela; necesaria, oportuna.
Al
final, el cándido Leonardo todavía espera bajo el Arco de Triunfo que aparezca
su musa. Pero, ¿qué es la felicidad si no darse todo el tiempo del mundo con el
corazón en la boca hasta que asome la belleza?
Editorial Signo, Santiago, 2020, 152 páginas.
“Si el mundo fuera
claro, el arte no existiría.”
Albert Camus
Por
Bernardo González Koppmann
Talca, 9 junio 2021.
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