Ir al contenido principal

Archivos de computación, capítulo I



 

Un jueves de septiembre no llegué a casa a dormir. Nos fuimos de copas con unos amigos celebrando las Fiestas Patrias, y la noche pasó volando, atrincherados en un rincón del bar Almirante Benbow, bebiendo combinado tras combinado. Pero es lo típico, cuando uno lo pasa bien el tiempo se desvanece como burbuja de champaña. Ninguno se dio cuenta cuando ya estaba amaneciendo y nosotros todavía de farra, enfrascados en una conversación trasnochada acerca del sexo triple equis, tema recurrente a esas alturas de la madrugada. Salimos del boliche junto a los primeros resplandores del nuevo día, con las pupilas heridas por esa luz blanquecina del amanecer, y la cabeza embotada por causa de la ingesta desmedida de alcohol. Caminamos hacia la estación del Metro abrazados unos a otros hasta tomar confianza de estar de pie, después cada uno tomó su rumbo respectivo, bajando hacia los túneles subterráneos igual que ratas ahuyentadas  por la luz.

 Cuando llegué al departamento, encontré a Lorena parada bajo el umbral de la puerta en camisa de dormir, en actitud desafiante, mirándome  furiosa, con el pelo revuelto y el rostro sin maquillaje. De seguro alertada por algún vecino buena gente, o por el mismo portero. En el edificio suelen circular noticias de esa naturaleza y aún otras más comprometedoras. El correo de las brujas funciona en forma permanente, llevando y trayendo información relativa a quienes habitamos esos nichos ruinosos. Deben haber sido ya cerca de siete de la mañana. Lorena me cerró el paso cuando quise entrar, se puso a discutir allí mismo, a culparme de su desvelo, a gritar hasta cuando no me dejas vivir en paz, sin dejar ningún espacio para poder agarrarme como otras veces en una densa, pero al final reconciliadora discusión acerca de las causas y motivos por los cuales venía llegando a esa hora. Es lo menos que uno espera ¿No? Sencillamente, la bruja —porque lo parecía con las mechas sueltas y el rostro desencajado— me entregó una maleta que sin ser mago ni adivino, deduje a la brevedad que contendría parte de mis pertenencias personales. Después, se dio media vuelta y le dio a la puerta un portazo formidable, de película, pensé.

 

No tengo nada más que hablar contigo, Alexis Astudillo, —fue lo último que alcancé a oírle decir antes de aquel portazo brutal. El golpe estremeció el dintel y mi esqueleto, el cual todavía no estaba muy firme que digamos, sentía moverse el piso bajo mis pies, y la cabeza me daba vueltas como esas ruedas multicolores de los parques de entretenciones, con el griterío de la gente incluido. Nunca habría imaginado que Lorena, mi mujer, mi compañera, pudiera dar un portazo tan temible como aquel. Quedé largo rato temblando frente a la puerta cerrada, con los ojos desorbitados, preguntándome si esa escena de corte teatral no sería producto de mi propia imaginación de murciélago trasnochado. Permanecí de pie mirando la puerta cerrada a machote, sin decidir del todo a tomar la maleta cuyo contenido no me resultaba en lo absoluto alentador. Estaba al tanto de las condiciones en que se encontraba mi vestuario por causa del uso, aunque también por los permanentes lavados a los que sometía rigurosamente Lorena las prendas de vestir. No había día de Dios en que no estuviera esa maldita lavadora automática revolviendo ropa y escupiendo agua con detergente a la tina del baño. Lorena, en ese sentido, siempre ha sido una mujer exagerada, escrupulosa al máximo, de aquellas capaces de aguantarse de ir al baño con tal de no entrar a uno que no sea el suyo propio. 

 

Sin embargo, lo que más me irritó, fue la sospecha de que algún vecino podía estar espiando nuestra ridícula escena desde su respectivo ojo mágico, como la señora Olga concretamente. La anciana vive en el mismo piso nuestro. Y es sabido que pasa horas de horas con el ojo enterrado al portillo de su puerta, atisbando, fisgoneando. Lorena asegura que está tocada del mate, y por eso prefiere mirar por aquel orificio  a entretenerse mirando la televisión como suelen hacerlo las señoras de su edad. Es cierto, imaginé a la vecina en esa situación de araña de rincón, y la rabia me llevó a imaginar los rostros perplejos de los vecinos cuando más temprano que tarde se enteraran de nuestros asuntos privados a través de su lengua, alimentada por la fiebre de su propia imaginación. De manera deliberada me volví en dirección a su puerta y le saqué la lengua, haciendo al mismo tiempo un gesto vulgar con la mano, por si de verdad se encontraba allí la intrusa, fisgoneando mi existencia en calidad de juez, tomando partido, seguro, acusándome de inmoral, de hombre malo, farrero, mujeriego y todo esos adjetivos calificativos con que suelen acompañar al sustantivo hombre las mujeres en este país de mierda.  

    

Una de las cuestiones por las que detesto vivir en un maldito edificio es esa. Todo se sabe. Todo se comenta. No existe la privacidad. Aunque Lorena sostiene que la vida de una persona de este siglo es pública, y por lo tanto no tiene ninguna importancia si te ven por aquí o allá, si es por eso no existirían redes de comunicación, teléfonos celulares, internet, la misma televisión con sus cámaras indiscretas.

A lo mejor sufres de delirio de persecución, —aseguró cuando le hice un comentario relativo al tema al momento de venir a conocer el piso pocos días antes de alquilarlo. Además, el edificio me pareció lo bastante ruinoso y mal tenido como para despertar esa sensación de decadencia que suelen insuflar en el alma las construcciones pertenecientes al pasado, y las que por esas desgracias del destino  —como la falta de solvencia económica concretamente— uno necesita habitarlas en el presente y también en el futuro, aunque se estén cayendo a pedazos, como es el caso de este conjunto habitacional. Los muros están desconchados, pasados de humedad, porque cuando llueve, el agua escurre desde la techumbre por los muros, no baja por las canaletas, sino buscando el camino más fácil. En cambio a ella le fascinó a primera vista, su aspecto general lo asemeja en mucho a los edificios de París, donde suelen vivir los artistas, comentó entusiasmada esa tarde con su característica sonrisa de mujer soñadora. No le quise aclarar que se daba el caso que nosotros no éramos precisamente artistas, sino más bien lo contrario. Empleados, simples asalariados necesitados de otra clase de vivienda para criar a nuestro hijo. Pero las mujeres cuando se deciden por algo, resulta  inútil intentar hacerlas cambiar de parecer.

¡Acaso no te las dabas de escritor!, —me increpó airada, esbozando una mueca sarcástica, no exenta de burla, de desprecio por mi falta de perseverancia al respecto.

Podrás tener por fin una pieza para ti soloinsistió. En eso si tenía razón, nunca tuve antes un lugar privado donde meter mis libros, mis papeles, el maldito computador. Además el precio del alquiler, en relación a otros departamentos cotizados antes de mudarnos, resultaba lo suficientemente atractivo como para desaprovechar así no más la oportunidad de tomarlo. La renta mensual costaba menos de un treinta por ciento que cualquier otro departamento del mismo tamaño, ubicado en el mismo sector. Significaba que podríamos echarnos ese treinta por ciento al bolsillo para cigarrillos, cine, vestuario y otros pequeños vicios de la gente modesta, como papel y tinta para la impresora del escritor. Lo arrendamos. Pero de eso ya han pasado más de cinco años, casi seis en realidad, y todavía no escribo nada, por falta de tiempo, tranquilidad, silencio, dinero, todos argumentos falsos a juicio de Lorena. Ahora estoy convencido que ha perdido las esperanzas conmigo, y se ha resignado a la idea de que nunca terminaré de escribir algo. Por eso, en parte, pese al estado de intemperancia de esa mañana, podía justificar la violencia de su reacción. Cuando nos conocimos se ilusionó mucho conmigo, creyendo que me convertiría en un escritor famoso al día siguiente. Lorena entonces se caracterizaba por su fe, por su fuerza interior, por esa confianza ciega en un futuro mejor. Esa misma fuerza me ayudó a salir por un tiempo largo del fango donde se movía mi existencia antes de conocerla. En cambio yo todavía no consigo tener fe en nada. Salvo en el destino que mueve las vidas humanas a su voluntad, el cual a unos los lleva a enriquecerse, y a otros los conduce a la pobreza extrema. A unos los hace felices y a otros desgraciados, el mismo que me llevó a conocer a Lorena y no a otra un verano en la playa. De eso hacen… ¿veinte años? En ese momento no lo podía recordar, pero si podía volver a ver la expresión alegre de su rostro en aquel verano, su sonrisa juvenil, su pelo ensortijado por la brisa del mar, el ritmo agitado de su respiración, el color dorado de su piel después de recibir las cálidas caricias del sol. Entonces le gustaba asolearse en bikini recostada en la arena, entregar su cuerpo joven a ese rey estelar ardiendo en lo alto de la cúpula celeste. Caminar por la orilla de la playa sorteando las olas, hablando acerca de la vida, de esos temas trascendentales, inagotables, delirantes, por los cuales creíamos se nos podía ir la vida si no hablábamos.... Recorríamos así de un extremo a otro la ribera costera, bajo el cruce intermitente de bandadas de gaviotas por sobre nuestras cabezas. Soñando, claro, soñando en el futuro, en la posibilidad de vivir juntos, de viajar, de tener hijos, de amarse siempre, para siempre, por siempre... Veía a  Lorena como a un ser sobrenatural enviado a mi vida por los dioses del antiguo Olimpo. Nuestras vidas fluían como un  río su curso, lento y seguro hasta el mar.


Miguel de Loyola - Novela inédita (2000)  - Archivos de computación, Capítulo I


Comentarios

Entradas más populares de este blog

¿Dónde están esas voces de protesta?

“El apoyo estatal a la literatura es la forma estatalmente encubierta de la liquidación estatal de la literatura.” Estas palabras pronunciadas por el protagonista de la novela Liquidación , de Irme Kertész. a propósito de su situación particular como editor de una editorial estatal, parecen bastante desconcertantes. Cabe sentarse a reflexionar en tornos a sus implicancias. Desde luego, acotan una realidad que hoy no está lejos de la nuestra.

Novela: Despedida de Soltero

"La Invitación, la víspera y la despedida son las tres partes de esta novela humana y despiadada que cautiva con la comedia y el horror cotidiano. Los demonios y obsesiones de Miguel de Loyola -el deterioro, lo grotesco, la angustia famélica, el tiempo- son los fantasmas de toda la humanidad. Tua res agitur. Esta novela trata de ti y de los que te rodean. ¿Prepárate!". Jaime Hagel Echeñique

Fragmento de novela inédita: Motivos Sentimentales

Capítulo 14 Esa noche Octavio encontró a su mujer durmiendo destapada sobre la cama. Tuvo entonces la intención de abrigarla. Pero no lo hizo por temor a despertarla. Diamela pasaba a veces por temporadas de sueño ligero y cualquier ruido extraño conseguía despertarla abruptamente, con el consiguiente mal humor que suele sobrevenir después, y en el caso concreto suyo podía alcanzar niveles patológicos. Prefería en esa ocasión verla durmiendo, aparentemente tranquila. Y acaso por primera vez durante su vida matrimonial, Octavio se encontró a sí mismo en medio del silencio y la soledad de la habitación, observándola dormir. Sólo entonces, como saliendo de un estado de aturdimiento general -en el cual hubiese estado sumido por largos años-, poco a poco comenzó a tomar cierto grado de conciencia de los estragos causados por los años en el cuerpo de Diamela, ayer maravilloso y angelical como nadie mejor que él lo podía recordar.