Hace unos años en un autobús con destino a las Vegas conocí a un tipo bastante especial. El hombre iba en viaje de negocios, según el mismo contó sin preguntarle nada. Pertenecía a esa clase de sujetos inquietos que no pueden permanecer un minuto en silencio, aunque uno no manifieste mucho interés en oírlos, ni menos en aquel viaje. Me sentía cansado y hubiese preferido pasar la mayor parte del camino durmiendo. Pero era un hombre amistoso, ansioso de hablar, como si hubiese permanecido por largo tiempo amordazado. Apenas me oyó hablar en español no paró nunca más de hablarme. Me contó en breve el grueso de su vida entera. Lamento no haber puesto entonces mayor atención a sus palabras, a cada detalle de su historia, pero mientras el autobús avanzaba por la interminable carretera asfaltada, de tanto en tanto me quedaba dormido y perdía un poco el hilo de su relato. Así que solo recuerdo hebras sueltas, parlamentos inconclusos.
“Puse
en marcha un negocio en Caracas hace un año, pero la crisis política y social del
país me tiene paralizado. Las cosas no andan bien en Venezuela, andan pésimo, y
se presume que el próximo año la situación viene peor. En América latina los
conflictos sociales terminan por arruinar los emprendimientos de la clase
media. Al final sólo sobreviven los peces gordos, y después las organizaciones
gremiales la pegan con esa monserga de la desigualdad. Es un círculo vicioso
del que no se puede escapar. Son ellos mismos —los progresistas— quienes alimentan
el sistema. Provocan crisis sociales, arruinan a las clases emergentes y vuelta
otra vez al imperio de los monopolios. Pero el pueblo no entiende o si lo
entiende los agitadores políticos se las arreglan para que lo entiendan todo al
revés, como un problema de desigualdad y todas esas pamplinas que le meten en
la cabeza a los más jóvenes, al pueblo, a los trabajadores, a las masas que se
tragan el primer cuento a la primera…
El
autobús corría a gran velocidad por la pista abierta en medio del desierto de
Arizona sin que se notara el movimiento, sin que se notaran las curvas, ni las
pendientes del camino, sin que se notara tampoco el sol a plomo, gracias al
sistema de aire acondicionado. El autobús tenía ese andar amortiguado de los
felinos, silencioso y seguro, especial para hundirse en el sueño más profundo
hasta llegar a Las Vegas, la ciudad de ensueño perdida en un desierto,
levantada por algún lunático, seguro. Hasta allí viajaban los norteamericanos provenientes
de todos los rincones del país a probar suerte, a tirar fortunas en los
casinos, a olvidarse de los problemas y a pensar sólo en ganar dinero a puñados.
No es otro el gran sueño americano: hacerse rico, millonario de un día para
otro, sin mayor esfuerzo que entrar a un casino y apostar algunas fichas a la
ruleta, o meter monedas en las máquinas hasta que las devuelvan multiplicadas
por mil. Hay máquinas increíbles en esos casinos, hay gente que saca fortunas
con solo meter unas cuantas fichas. No se parecen en nada a las existentes en
mi país, claro, donde solo entran y caen de vez en cuando unas cuantas chauchas.
En Las Vegas es otra cosa, el dinero abunda, reluce, se hace notar, despierta
el interés hasta de los menos codiciosos. Todo huele a riqueza en constante
movimiento. Los hoteles son de lujo y pasan repletos de turistas dispuestos a
botar dólares a puñados. Los automóviles que circulan por las calles parecen recién
sacados de las películas de James Bond.
Las limusinas hacen filas frente a los sitios de mayor importancia. Los hombres
fuman habanos, no le bastan los cigarrillos corrientes, beben licores refinados,
cenan en restaurantes exclusivos y botan
en el casino verdaderas fortunas sin que el mundo se venga abajo. Todo allí es
febril, dionisiaco, diabólico dirían nuestras abuelas. La ciudad está plagada
de capillas donde hasta hace algunos años acudían a casarse los enamorados
impedidos de hacerlo en sus propios Estados. Hoy día han ido quedando en
desuso, y de seguro pasarán a ser museos de curiosidades dentro de poco, aunque
todavía algunas funcionan y mantienen cierto flujo de casamientos.
“Le
dije a mi mujer que venía a Los Angeles por asuntos del negocio, y por supuesto
que me advirtió que ni se me ocurriera pensar en Las Vegas, ella siempre le ha
tenido terror a los casinos, creo que en contadas ocasiones hemos entrado
juntos a uno. Así que este viajecito es una escapadita, tres o cuatro noches
para probar suerte nada más, quiero recuperar en parte lo perdido estos últimos
años. Uno nunca sabe, conozco a varios venezolanos que han regresado ricos a
Caracas después de haber pasado por los
casinos. Además siempre he deseado conocer Las Vegas, pero mi mujer nunca ha
querido acompañarme cuando hemos estado juntos en Los Angeles por el asunto del
negocio. Ni si quiera le despierta curiosidad conocer la ciudad, Leonor odia el
juego. Tiene ideas retrógradas al respecto. Cuando nos casamos y anduvimos de
luna de miel por Europa, tuvimos oportunidad de conocer el casino de
Montecarlo, pero ella se negó rotundamente a entrar y nos perdimos esa parte del
tour…
El tipo se llamaba Renzo y resultaba evidente
su ascendencia italiana por lo bueno para conversar, se atoraba a cada rato con
las palabras, le brotaban como manantial. Tenía dos hijas adolescentes que le
causaban bastantes problemas. Las chicas eran muy exigentes, necesitaba darles
dinero a menudo, gastaban una barbaridad en cosméticos y ropas, querían ser o
ya eran modelos con pretensiones de llegar
a ser reinas de belleza. Me mostró hasta unas fotos con ambas chicas en traje de noche. Espectaculares,
claro, pero las cosas no andaban bien en Caracas, remató. La moneda venezolana
valía un huevo, tampoco se conseguían dólares como antes, así que su negocio
estaba por el suelo y Chávez no ofrecía ninguna garantía a la mediana empresa.
Al contrario, se venían las expropiaciones, el fin de muchas empresas
emergentes, el traspaso al Estado de la propiedad privada...
Llegamos
a Las Vegas por la tarde, después de parar un par de veces en el camino para
almorzar, pasar el servicio y estirar un poco las piernas. Llegamos directo al
hotel casi todo el grupo de gente que conformaba el tour, unas cuarenta
personas de distintas edades y distintas nacionalidades. Renzo apenas recibió
la llave de su habitación desapareció y no lo volví a ver hasta la noche
siguiente, cuando lo encontré de casualidad en el casino Whynn frente a la
ruleta. No me saludó, ni siquiera me reconoció cuando le hice una seña. Estaba
tan concentrado en el juego que no podía ver a nadie. Vi una torre de fichas
junto a él, al parecer había ganado o estaba ganando, su rostro acusaba la
fiebre propia del jugador. Me di otra vuelta por el casino antes de volver a mi hotel y no supe más de él.
Regresamos
a Los Ángeles tres días después todos en el mismo autobús, menos Renzo, pero
nadie lo extrañó, salvo yo que había compartido asiento con él. Le pregunté a
la guía y me contestó que le había dicho que se quedaría unos días más, y eso
era todo. De los cuarenta pasajeros que se envicie uno no es para tanto,
comentó en medio de una sonrisa malévola, de seguro no era la primera vez que
veía eso. De ahí no volví a saber más de él. Salvo unos años después cuando en
otro viaje de trabajo a Los Ängeles que incluía también Las Vegas, encontré una
noche a un tipo en el centro antiguo de la ciudad idéntico a él, pero me negaba
a creer que pudiera ser Renzo. El hombre
en cuestión era uno de esos personajes que pululan por las grandes ciudades de
los Estados Unidos completamente enajenados, homeless, los llaman. Sobre ellos se tejen muchas historias relacionadas
con los casinos. Se dice que son tipos que después de perderlo todo, pierden también
el juicio y quedan varados en la ciudad sin posibilidades de regresar a su
lugar de origen. Hay quienes sospechan que dada la cantidad de personajes reducidos
a escoria humana, después de un tiempo un camión del municipio los recoge de
las calles y los saca de Las Vegas bajo el más estricto silencio por supuesto.
Luego los reparte en horas clandestinas por ciudades vecinas, especialmente Los
Ängeles y San Francisco, cuyas arterias están llenas de estos seres con aspecto
de haber salido de una alcantarilla o del mismísimo infierno.
En
algún momento lo llamé por su nombre. Le dije Renzo, se acuerda de mi. Pero el
hombrecillo ni siquiera se inmutó ante mis palabras. Se hallaba echado al borde
de la cuneta con el aspecto de un perro vagabundo. Tenía la barba cana y crecida
hasta el pecho. Sus ojillos hundidos apenas denotaban una señal de vida. Así
termina para algunos el sueño americano, comentó en ese momento alguien al lado
mío.
En
el aeropuerto de Las Vegas hay un sector repleto de aviones particulares que
han ido quedando tirados, sin dueños. Todo el mundo sabe que pertenecen o
pertenecieron a magnates que en su paso por los casinos quedaron en banca rota
y nunca más regresaron ni regresarán algún día a buscarlos. Moverlos, sacarlos
de allí, sin duda, cuesta bastante más dinero al municipio que trasladar a los homeless, y por eso continúan
acumulándose año tras año. Además, le confieren al aeropuerto un aspecto de
continuo movimiento ya que de manera permanente los están moviendo de un hangar
a otro.
Miguel
de Loyola – Santiago de Chile – Noviembre del 2022
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