Philip Roth engarza en esta novela tres historias que pueden traducirse en una sola, porque las tres recrean al mismo personaje, ilustrando morosamente distintas etapas de su vida. Se trata del propio alter ego del escritor: Nathan Zuckerman, joven norteamericano de ascendencia judía, transformado en un afamado escritor, luego de publicar la novela Carnovsky.
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Sin embargo, a pesar del éxito
rotundo y de los correspondientes dividendos económicos obtenidos, el afamado escritor
no puede gozar su gloria. Sus escritos no
cuentan con el consentimiento del padre, quien –como sabemos- para la
tradición judía es piedra angular. Además, según las evidencias entregadas por
el hijo, ha sido un padre ejemplar. El padre reprocha al hijo el contenido de
sus escritos, en tanto descubre en ellos, sino un desprecio evidente por las
costumbres de la comunidad judía afincada en los Estados Unidos, una
indiferencia escalofriante respecto a la misma.
Esta crítica severa del padre, la
cual comienza a partir de sus primeras publicaciones en la universidad cuando
estudiante, terminará siendo una carga insoportable para el afamado novelista,
quien recorrerá posteriormente un largo periplo reflexivo tratando de
desprenderse de esa conciencia culposa inoculada por su progenitor, y sobre
todo cuando le oye balbucear en su lecho de muerte la palabra bastardo, refiriéndose a su presencia en
la habitación del hospital, momentos antes de morir. El significado de la
palabra bastardo, por cierto, implica la no pertenencia. Es decir, no
pertenecer a nadie, no tener raíces, asunto crucial e incomprensible dentro de
la tradición Judía, donde sabemos que hay una historia a la cual remiten las
historias de sus descendientes, todos son hijos de Abraham. Y será su hermano
Henry, después del funeral, quien ratifique las últimas palabras del padre: Eres
tú quien lo ha matado, Nathan. Nadie te lo va a decir, te tienen demasiado
miedo para decírtelo. Eres demasiado famoso, estás más allá de la crítica,
estás totalmente fuera del alcance de las personas corrientes. Pero tú lo has
matado, Nathan. Con ese libro. Por supuesto que dijo “bastardo” ¡Lo había
visto! ¡Había visto lo que les hacías a él y a mamá en ese libro!
Las palabras de Henry serán
lapidarias, recriminará a su hermano como si fuera el propio padre: Murió
lleno de dolor. Murió terriblemente decepcionado. Una cosa, maldita sea tu
estampa, es poner la imaginación en manos de los instintos, y otra, Nathan,
poner a tu familia en manos de los instintos. ¡Pobre mamá! ¡Rogándonos a todos
que no te lo dijéramos! Mamá, que está ahí, aguantando toda la basura que le
están echando, por tu culpa, y sin dejar de sonreír; y protegiéndote de la
verdad sobre lo que has hecho. ¡Tú y tu superioridad! ¡Tu y tus cachondeos! ¡Tu
y tu libro “liberador”! ¿De veras crees que la conciencia es un invento judío,
y que tú eres inmune a ella? ¿de veras crees que te lo puedes pasar
estupendamente con tus amigotes desinhibidos, sin preocuparte por la
conciencia, preocupándote exclusivamente de lo bien que te burlas de las
personas que más te han querido en este mundo? ¡El origen del universo! [Nathan
entra a la habitación y le habla al enfermo de eso, eludiendo, por cierto,
otros asuntos] Lo único que habría hecho falta era decirle “te quiero papá”.
¡Miserable bastardo, no me vengas a mí con padres e hijos! ¡Yo tengo un hijo!
Yo sé lo que es querer a un hijo, y tú no lo sabes, bastardo egoísta, tú nunca
lo sabrás.
Por otra parte, dicho periplo reflexivo
viene a ejemplificar también el derrotero llevado a cabo por todo creador
lanzado a la búsqueda y perfección de su arte, toda vez que pone en
conocimiento del lector las grandes limitaciones que padece un artista como
persona común. En tal sentido, la novela permite también descorrer el velo para
ver entre bambalinas. El lector enfrenta así el desamparo y las dudas
existenciales de un escritor de fama mundial, quien –a pesar del éxito
obtenido- no queda en ningún momento exento de las desdichas propias de un ser
cualquiera. Visto desde fuera , puede parecer algo así como la
vida en libertad, sin horarios, sin jefes, mano a mano con la gloria, con
aparente capacidad para elegir sobre lo que se desea escribir. Pero en cuanto
te pones a ello, todo son límites. Atado a un tema. Atado a la obligación de
otorgarle un sentido. Atado a la obligación de hacer un libro con él. Si lo que
quieres es elegir es no poder olvidarte de tus obligaciones ni un solo minuto,
no podrás elegir mejor ocupación que ésta. Tu memoria, tu dicción, tu
inteligencia, tus identificaciones, tus observaciones, tus sensaciones, tu
comprensión… Nada basta. Si algo descubres, serán más bien tus carencias, no lo
que tendrías que averiguar. Te conviertes en una especie de recinto cerrado
permanente, cuyas paredes estás tratando siempre de romper. Y todas estas
obligaciones son tanto más feroces, cuando, en realidad, eres tú mismo quien te
las impone. ( 435) Son
algunos de los argumentos expuestos por Nathan a su amigo Bobby, ex compañero
de universidad, a propósito de su decisión de cambiarse a la medicina. Desde
luego, hay aquí una clara visión de las renuncias implicadas en la vocación
artística, las que ilustran muy bien la realidad ontológica de la misma, y a
las cuales Zuckerman quiere renunciar porque le resultan una carga muy difícil
de sobrellevar. Mira, es muy simple: estoy harto de saquear mi
memoria y de alimentarme del pasado. Desde mi punto de vista ya no queda nada
por mirar. Si esto fue alguna vez lo que se me dio mejor, ya ha dejado de
serlo. Quiero una relación activa con la vida, y la quiero ya. Quiero una
relación activa conmigo mismo. Estoy harto de canalizar todo por mediación de
la escritura. Quiero lo auténtico, lo quiero en bruto, y no para escribirlo,
sino por sí mismo. Llevo demasiado tiempo viviendo de lo puesto. Quiero volver
a empezar, por diez mil una razones diferentes.
Pero Bobby que es médico no está
dispuesto a creer que Nathan quiera abandonar su profesión para cambiarse a la
medicina, aún habiendo sido un alumno sobresaliente: si fueras
un desastre como escritor y estuvieras sin un centavo, y nadie te publicara lo
que escribes, y nadie conociera tu nombre, y pretendieras hacerte graduado
social, digamos, algo que sólo te llevaría dos años más de estudio, pues bueno, qué quieres que te diga, me
parecería más razonable. Si te hubieras pasado tus años de escritor merodeando
por los hospitales y haciendo compañía a los médicos, si hubieras dedicado los
últimos veinte años de tu vida a leer libros de medicina… pero, como tú mismo
lo dices, en lo tocante a la ciencia sigues tan incompetente como lo eras en
1950. si verdaderamente hubieses estado viviendo alguna especie de vida secreta
durante todos estos años… Pero ¿es así? ¿cuándo ha venido a ocurrírsete la idea
genial?
Sin embargo, lo medular de la novela
de Philip Roth parece centrarse en la descripción de la conciencia culposa
arrastrada por el protagonista, quien no cesará en las más de quinientas
páginas de la narración, de volver una y otra vez la mirada a ese punto
neurálgico de su situación existencial. Es una espina que atraviesa su alma,
inmovilizando su acción y lanzándolo hacia el fondo de si mismo, al
embotellamiento y en más de algún momento, a la asfixia del yo, somatizándose
al final en un dolor físico permanente,
localizado en el cuello y en la espalda. La somatización de esta conciencia
culposa la combatirá con narcóticos y alcohol, sin obtener ningún resultado
beneficioso, como cabe esperar. Por el contrario, terminará, como ya hemos
visto, dudando de su vocación de escritor e idealizando otras actividades del
quehacer humano, muy lejanas a la suya en particular. Zuckerman se obsesiona a la edad de cuarenta
años por estudiar otra profesión. Concretamente, con volver a la universidad a
estudiar medicina, por su practicidad, en contraste, por cierto, con la carrera de escritor. Cree ver en esa
actividad, toda la practicidad que no encuentra en la suya, como escritor. Pero
nadie parece creer su decisión. Diana, su secretaria, una chica de veinte años y
a quien recurre con frecuencia por otros asuntos también, le dirá antes de
verlo partir a Chicago : “Hay una sola cosa que puedes
hacer en este mundo , y es seguir adelante. ESCRIBE OTRO LIBRO. Carnovsky no es
el final del mundo. No puedes fabricarte toda una vida de padecimientos a costa
de un libro que, mire usted qué casualidad, ha tenido un éxito clamoroso (…) Levántate,
haz que te crezca otra vez el pelo y que se te enderece el cuello, y escribe un
libro que no sea sobre los judíos. Y así dejarían de chincharte los judíos. Es
una verdadera pena que no te puedas liberar. ¡Mira que agitarte de esa manera y
sentirte tan heridísimo por una cosa así! ¿tienes que estar todo el rato
peleándote con tu padre? Seguro que suena a tópico, y lo sería si se tratara de
cualquier otra persona, pero, en tu caso, me parece cierto. Miro esos libros
que tienes en la biblioteca, tu Freud, tu Erikson, Tu Bettelheim, Tu Reich, y
veo que has subrayado todos y cada uno de los párrafos en que se habla de la
figura paterna. Y, sin embargo, cuando me describes a tu padre, no haces que yo
lo perciba como una persona de talla. Quizá haya sido el mejor podólogo de
Newark, pero desde luego no parece que pueda constituir un desafío para nadie…
Ahora bien, como vemos, el
tratamiento de esta conciencia culposa enquistada en la mente del protagonista,
adquiere todas las características del psicoanálisis, por cuanto el narrador,
haciendo uso de todos los recursos narrativos posibles a su haber, va
desmontando las vivencias y los procesos mentales por los que ha pasado y pasa
Nathan Zuckerman. Es decir, aquí vemos un proceso de deconstrucción, utilizado
por el narrador para ir en busca de las raíces del problema, pero sin lograr
finalmente otra cosa más allá de la exposición verbal de dichos problemas.
Zuckerman no logrará salir de su atolladero, aún a pesar de verbalizar sus vivencias.
Y es aquí entonces donde surge la idea capital de la novela, en tanto tesis
acerca de una idea que a mi juicio resulta luminosa. Si bien es posible
verbalizar las vivencias del yo, hay algo más allá del lenguaje imposible para
la deconstrucción: los sentimientos, y concretamente, en este caso concreto, el
amor filial. Podemos preguntarnos qué habría pasado si el padre de Zuckerman no
hubiese cuestionado la obra de su hijo. ¿Cuál habría sido la situación del
escritor? Es decir, entramos aquí a una vieja cuestión, al terreno de los
afectos, y a la necesidad de aprobación por parte de los seres más cercanos, y
que para el caso del artista, como bien lo recrea Philip Roht en esta Trilogía,
no casualmente nominada Zuckkerman encadenado, se trata de
un asunto esencial. Zuckerman no podrá gozar de su éxito, está encadenado
a su pasado, a sus raíces. Muy por el contrario, la fama terminará
siendo un estorbo en su vida. Recibe constante llamadas telefónicas de gente
que no quiere oír, en la calle es acosado por individuos desequilibrados que le
hablan de su obra, recibe amenazas de posibles chantajes, arrastra tres
divorcios que confirman su nivel de fracaso emocional, busca refugio en el
placer sexual, tiene numerosas amantes, pero tampoco termina siendo éste el
antídoto para su mal. Si bien el dinero le sirve para comprar todo aquello que
desea, una vez consumido el deseo, vuelve a quedar tan insatisfecho como al
principio. Me condené a arresto domiciliario. Bobby, no tengo el
menor deseo de confesarme, ni de confesar yo a nadie, y a eso era, más que a
ninguna otra cosa, a lo que se limitaba el interés de la gente. No era la fama
literaria; era fama sexual, y la fama sexual es un puto asco. No, de veras, son
cosas a las que renunciaré con mucho gusto. El mayor genio de la historia
literaria es el tipo que inventó la sopa de letras, y nadie sabe quien fue. No
hay nada más agotador que tener que ir por ahí fingiendo que eres el autor de
tus propios libros. Bueno, sí hay algo más agotador: andar fingiendo que no lo
eres.
El largo período de sequía
intelectual que atraviesa Zuckerman, puede atribuirse a la patología de la
culpa, pero tampoco es capaz de encararla como tal, como ocurre en otras
novelas del mismo Roth, donde queda de manifiesto el mismo problema, y al cual
podemos reconocer como uno de los grandes tópicos de su literatura. Es más, aquí,
en Zuckerman
encadenado la niega, y se refugia, si puede hablarse de refugio, en el
dolor del cuello y en la posibilidad de rehacer su vida convirtiéndose ahora en
médico. Sin embargo, vemos como reacciona cuando el crítico Appel, que ha
criticado mal su obra en Inquiry, le
pide a través de otro, unas palabras de aliento respecto de la causa judía para
publicarlos en el Times. Aquí
Zuckerman se defiende y enrostra al crítico echándole en cara sus comentarios.
No le perdona, desde luego, que halla hablado mal de su obra, y se deja llevar
por el egocentrismo propio del artista cuando ve o siente cuestionada su creación
por personas ajenas a su mundo afectivo.
En el crítico literario Appel de la
revista Inquiry, Zuckerman concentra y
descarga todo ese malestar que no pudo manifestar frente a su padre, y lo
transforma, en parte, en el chivo expiatorio de sus culpas. La utilización del
crítico en tal sentido, sólo viene a manifestar la profundidad de la culpa que
arrastra el personaje a lo largo de su vida. Una culpa judía, en tanto pueblo
elegido y posteriormente abandonado por su Dios.
Miguel de Loyola – El Quisco – Marzo
del 2011
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