El
problema comienza cuando se acababan las dichosas paltas. El italiano es el
producto más vendido, es estrella en cualquier parte. Si no tienes italianos
estás frito, porque la gente se va, va a
pedirlos a la competencia, al local del lado, del frente, de atrás, de arriba,
de la cuadra siguiente, lugares no faltan, sobran en esta ciudad. Deme un
italiano, tiene italiano, me llevo un italiano, decían, pedían, repetían,
insistían hasta el cansancio...
Quien
quiera que haya sido el inventor de los italianos fue un genio, un iluminado,
semejante a Newton, el de manzana. La combinación palta-tomate-mayo sumada a una
vienesa y pan de lengua, se ha convertido en plato nacional, superando las
cazuelas, los porotos y al clásico churrasco tomate. La mayor dificultad pasa
por mantener paltas y tomates maduros durante todo el año. Aunque eso al cliente no le importa, tampoco lo entiende,
ni lo entenderá nunca. En ese sentido, es
un inconsciente, un autómata que ni si quiera puede imaginar los pormenores existentes
para producir aquella mixtura famosa. Pide, reclama, exige, y además encuentra caro, sin sospechar, ni calcular, cuánto
cuesta conseguir y mantener paltas maduras y tomates frescos en cualquier época
del año...
Antes,
tomates no habían durante el invierno. Hoy, en cambio, llegan de Arica, del
valle de Azapa, o de Lluta, además los producen también las llamadas granjas orgánicas
aledañas a la capital. Pero ni aún así existe suficiente abundancia para cubrir
la demanda, porque también se exportan a todos los rincones del planeta. El
precio fluctúa como un péndulo. Va y viene, todo el año. Ganas y pierdes, igual
que en la Ruleta.
No,
no hay italianos, se acabó, dije aquella tarde sin más. Me tenían hasta la coronilla.
Italiano más bebida, italiano más café, italiano más jugo, italiano solo... El
maestro completero me quedó mirando atónito, desconcertado, y a éste qué le
pasa, debió preguntarse, no le tocó anoche, debió comentar en sordina a sus
compañeros. Debo haber tenido una cara increíble, los ojos desorbitados, el
rostro encendido por la cólera, los brazos tensos, los puños apretados... Pero
ya no daba más, un italiano más y me convertía en asesino, me pasaba las
mañanas enteras buscando las malditas paltas maduras y los dichosos tomates en
la Vega Central. Se acabó, se acabó, grité, aquí de ahora en adelante no hay
más italianos. Mueran los italianos, mueran de una vez los malditos
italianos... me puse a vociferar en medio
del gentío que estaba en ese momento comiendo italianos, por supuesto,
salpicando el mesón de tomate, palta y mayonesa, ensuciando una servilleta tras
otra, sin importarle la cantidad ni el mugral dejado. De ahora en adelante le haremos
la guerra a los italianos en este local, los vamos a combatir, impondremos el chileno, una nueva combinación, más
fácil de conseguir, tomate-cebolla-mayo. Sí señor, será el reemplazante de los italianos,
viva el chileno...grité a viva voz,
arriba el chileno abajo los italianos, seguí gritando, repitiendo la frase cual
slogan.
El
mesero le dio un codazo al maestro, indicando que el viejo se había vuelto loco.
Está chiflado desde hace tiempo, le contestó el otro sin más trámite. Está tocado
del mate desde hace muchos años, por eso la señora Isabel lo dejó solo, antes
venía y le ayudaba, pero ahora hace años que no viene al local, se oye decir
que están separados, que lo abandonó, que se fue con otro tipo más joven o
menos neurótico, aunque don Mario nunca lo ha confirmado, ni lo hará, en eso ha
sido siempre muy reservado.
Uno
de los clientes se acercó a la caja y me preguntó le pasa algo don Mario, pero
ya era tarde, tarde para recapitular. En ese momento comenzaba a ver todo
rojo-verde-amarillo y el hombre aquel me pareció un italiano personificado, que
hablaba y gesticulaba como un ser humano, pero con cara de italiano rezumando
mayonesa y palta por las comisuras de los labios. Además era uno de los tantos clientes insistentes, sino
uno de los más cargantes para exigir su maldito italiano a cualquier hora del
día. Cuando no habían, cuando se habían terminado, el muy maldito nos hacia un gesto
de desprecio, luego daba media vuelta y se largaba, no sin antes gritar desde
la puerta -para qué tienen abierto entonces, si no tienen italianos....Y tu te
quedabas con las ganas de seguirlo por el pasillo de la galería y darle una
pateadura de la putamadre.
Aquel
día dicen que me sacaron con camisa de fuerza, porque después de los primeros
arrebatos verbales, agarré el cuchillo del maestro y me puse amenazante frente
al público, y aseguran que estuve a punto de rebanar a un tipo porque no quiso
probar el chileno que le ofrecí gratis
a cambio de su puto italiano.
Dicen
que llegó la ambulancia del Psiquiátrico a los treinta minutos, y el alboroto
que se armó en la galería fue descomunal. Porque yo no me iba a dejar atrapar
así no más por esos gorilas de seguro también adictos a los italianos. Podía
ver en su piel verdosamarillaroja, su adhesión incondicional a los italianos.
Pero no me iban atrapar así no más. Claro que no, estaba dispuesto a defenderme
hasta las últimas consecuencias. Qué se creían, acaso no había perdido la
paciencia atendiendo gente durante todo el día, eligiendo las malditas paltas,
escuchando siempre la misma cantinela, tiene italiano, me da un italiano....
No, por ningún motivo. Salí corriendo del local, y me tiré de un salto a la
escalera mecánica que subía hacia la
calle, cargando una multitud de gente de seguro también ansiosa de comer italianos.
Los gorilas del hospital Psiquiátrico corrieron por la escalera, y ya estaban
arriba, esperándome. Quise dar la vuelta, tratar de bajar contracorriente, pero
me agarraron al vuelo, y me inyectaron algo al primer contacto, y ya no supe
más de mi, sólo que seguía viendo italianos por todas partes.
Cuando
desperté, lo primero que pregunté fue: ¿Cuántos italianos van a querer?
MIguel
de Loyola - Stgo de Chile - Año 1.
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