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MIGUEL DE LOYOLA, UN NARRADOR EFICAZ

Quizá este adjetivo no sea muy usual cuando se comenta un libro, pues el comentarista o el crítico –me siento más aquél que éste- suele emplear otras categorizaciones, ya sea sacadas del impresionismo, a la manera de Alone o incluso de Valente, aunque el cura hermeneuta apelaba también a ciertos parámetros estructuralistas, hasta donde su condición de cura Opus Dei se lo permitía.


            Por otra parte, los lectores no suelen orientarse por críticas académicas para aquilatar su entusiasmo por un libro, -sin que por ello pretendiésemos restar importancia a la indagación glosada de los especialistas-, aunque sostengamos, sobre la base de nuestra propia experiencia y de los testimonios de auténticos escritores y lectores, que el oficio literario tiene más cercanía con la vida cotidiana que con la academia; como decía Jorge Teillier: “la literatura y el pensamiento se practican más en el bar que en las aulas universitarias”. Cuestión discutible, afirmación polémica e iconoclasta para algunos. En lo que a mí atañe, lleva una buena dosis de verdad estética que comparto.

            Hace diez años que Miguel de Loyola publicó un libro de narrativa breve: ciento treinta páginas que hacen quince cuentos, agrupados bajo el escueto título de Cuentos del Maule, región en la que nació el autor, concretamente en la ciudad o villa de San Javier, en 1957. “Muelle solitario”, “El Gringo enamorado”, “Por el atajo del Litre”, “La agonía del Fantasma”, “La herencia de misia Aurorita”, “Los hijos de mamá Regina”, “El Profeta en su tierra”, “Las memorias de Don Rojo”, “La Fiesta del vino”, “La Escuela de Juan Grande”, “La Pata del Diablo”, “El viento en la noche”, “La Despedida”, “La Vida Nueva” y “Terratenientes”. ¿Acaso historias criollistas?, ¿costumbrismo rural?, ¿expresión neocriollista o realismo rural? Nada de eso, aunque el título del libro nos retrotraiga a Mariano Latorre, hace más de un siglo, cuando publicó, en 1912, su primer libro de cuentos campesinos, siendo él un hombre de la urbe, un citadino de tomo y lomo, que escribió al modo de los antiguos estetas: observando desde fuera un mundo que le atrajo quizá como paradoja de su propio existir. Esto le acarrearía duras críticas de algunos de sus pares, que le tildaron de “huaso de salón”.

            Escribe Miguel en el brevísimo prólogo: “…Como se trata también de cuentos rurales ambientados en la región del país que más amo, no he podido evitar la tentación de hacerlo como retribución a la tierra, a los orígenes, a esas redes ancestrales que llevamos sumergidas en la sangre”… Pero esta tentación de titularlo igual nada tiene que ver con el desarrollo estético ni menos con el alcance anímico y su intencionalidad expresiva. Por eso, al leer estas historias no me remonto a las páginas que otrora disfrutara, de la mano del paradigmático ruralista que fue Mariano Latorre, sino a otras analogías, en este inevitable proceso de la cultura como ejercicio de relación entre opuestos y cercanos, entre diferencias y semejanzas. Y desde mi memoria hecha de millares de páginas leídas, surgen otros nombres, autores universales de tierras y ambientes muy distintos a los nuestros. Hablo de Cesare Pavese y recuerdo sus entrañables cuentos y relatos de Feria de Agosto, El diablo en las colinas o Trabajar cansa. Estilo similar –aun ignorando yo si el gran italiano haya tenido marcado influjo sobre Miguel-, similar ámbito psicológico y vital, entendido como el situarse frente a la realidad, descubrirla desde el sentimiento y la indagación alerta de quien ve más allá de lo que otros ven, para recrearla a partir de un escepticismo a ratos desgarrador, aunque sin estridencias ni adjetivos inútiles.

Porque en Miguel de Loyola su narrativa se estructura y fluye en una sustantivación esencial, similar también, cabe decirlo, a los grandes narradores estadounidenses, como Sherwood Anderson, William Goyen y William Faulkner. De aquí sus historias con desenlaces abiertos, más bien intuidos que precisados, dejando al lector una libre impresión de sus remates, sin cerrarlos desde el arbitrio dudoso de un narrador omnisciente.

            Vuelvo a la eficacia que admiro y celebro en este autor, cuya obra he conocido recién, en esa suerte de dicotomía que se nos presenta a los escritores chilenos en la frecuentación de la obra de nuestros pares, en nuestra pequeña y modesta república de las letras, por factores diversos, muchas veces debido a la inadvertencia que vela nuestros frenéticos afanes por sobrevivir en la gigantesca hidra de cemento. De pronto, compañeros de oficio, a quienes vemos con cierta asiduidad, son un misterio en cuanto a su producción literaria. Este es uno de los síntomas de la condición de isleños que nos distingue: mirar siempre hacia fuera, esperar las novedades de los forasteros, deslumbrarnos con destellos que fulguran en lontananza y no ver las luces que iluminan el propio lar, la casa de las palabras que vamos construyendo con el lenguaje de la tribu, como bien lo hace, lo viene haciendo, Miguel, sin aspavientos ni auto-referencias de camarilla o cotilleo entre pares. Silencioso camarada, conspicuo oficiante del sacramento literario.

            Prosa directa, cuidada de todo exceso, para hacer vivir a través de ella personajes y lugares, seres de carne y hueso, simples héroes de lo cotidiano, sin pedestal ni fama, ajenos a todo exitismo, sujetos a las servidumbres y grandezas de la condición humana, individuos que podríamos encontrar en San Javier, en Santiago de Chile, en las islas remotas de Chiloé, en las calles de Nueva York o en las corredoiras remotas de Santa María de Vilaquinte, en la Galicia profunda, donde otras raíces pulsan las cuerdas de este misterioso instrumento que es el vivir. Porque el hombre que constituimos como especie es uno solo, a lo largo y ancho del orbe, y el desafío de todo escritor es descubrirlo, desde la propia aldea, como preconizara León Tolstoi, para hacerlo universal. Es lo que logra Miguel, sin duda, en estos Cuentos del Maule y en otros narrados desde una nostalgia vivificadora.

            El autor no busca subterfugios lingüísticos ni se plantea los siempre manidos y efímeros recursos “vanguardistas”, la supuesta ruptura de moldes semánticos o la trasgresión, más o menos burda, de las normas ortográficas al uso para impresionar a un lector desavisado o para ocultar limitaciones de una menesterosa formación. En esto radica también su eficacia de vuelo estético, mesurado, pero perdurable, como ocurre, por ejemplo, con Pavese y con Julio Ramón Ribeyro; este último, un notable narrador peruano que descubrí, allá por los 70, cuya trayectoria he seguido, aun cuando me fuese difícil hacerme de sus libros en Chile, a partir de sus Prosas Apátridas, que me cautivó por la certeza de una escritura incisiva, de humor cáustico y algo desolada.
           
Hace dos semanas, Juan Carlos Muñoz, un médico amigo de nacionalidad peruana, avecindado en Chile, buen lector (categoría más difícil de encontrar que la de buen escritor, según Borges) me trajo uno de los mejores regalos que he recibido durante este 2017 que camina a sus postrimerías, un libro que busqué inútilmente en las modestas librerías de Santiago del Nuevo Extremo, La tentación del fracaso, diario íntimo y estético, publicación póstuma del gran narrador, que nos enseña más de los avatares de la historia cultural de Latinoamérica que muchos tratados eruditos.

Entre sus páginas, al azar (aunque la casualidad no sea otra cosa que concatenación de hechos que desconocemos), encuentro un párrafo que le viene como anillo al dedo a la producción literaria de Miguel de Loyola. Lo transcribo desde la página 163 de esta obra monumental, reeditada por Seix Barral en 2017, habiendo sido editada por primera vez en 2003:

            “La lectura de Chéjov, de sus deliciosos cuentos, ha despertado en mí una vieja veta creadora que creía agotada: la del relato lineal, vivo, vivido sobre todo, rico en diálogo, exento de frases y de análisis… He trazado la lista de una docena de relatos simples y he puesto hoy la primera piedra de un volumen que llevará el título modesto de Cuentos para leer en el ómnibus. No me propongo otra cosa. Lo que en estos últimos meses me ha paralizado es mi obsesión de escribir cuentos de antología… Comprobación interesante: hasta qué punto la labor creadora implica la autodestrucción del creador. Escribir es como hacer el amor: una cosa brutal, fatigante, en la cual morimos y renacemos…

            Pero Miguel de Loyola no solo da cuenta de las vicisitudes, anhelos y desesperanzas de sus personajes, sino que los despliega dentro de un contexto histórico y social que forja y delimita sus vidas bajo esas garras aleves de la injusticia, la iniquidad, los abusos de un poder a menudo anónimo que condiciona la existencia de tantos hombres y mujeres de nuestra patria. En todo caso, no es la denuncia sociológica el leitmotiv de estos cuentos, sino algo más profundo, el rescate de esas voces ancestrales que vuelven a hablar por nosotros, con nuevos ritmos, colores y matices, para decir con el viejo poeta: “No soy yo quien vive; son todos los que viven en mí”.

            Otro de los méritos de su escritura es el despliegue de un humor sutil, que surge ante el lector, no como fruto de una intencionalidad estética premeditada, sino como el discurrir natural de la psicología de los personajes, entendiéndolo como defensa subyacente ante las miserias de la vida, trayéndonos a la memoria la sentencia de otro gran contador de historias, Mark Twain: “El humor es la cosa más seria del mundo”.

            Escribir también lo es, aunque en ocasiones nos arranque una sonrisa de satisfacción, como me ha ocurrido al culminar la lectura de Cuentos del Maule.

&       &       &
           

Edmundo Moure
Noviembre 19, 2017


            

Comentarios

Cas dijo…
Extraordinario comentario a un escritor que nos hace navegar por las palabras con simpleza y libertad.
¿Muchas gracias por compratirlo! Felicitaciones al escritor Miguel de Loyola por su fidelidad al relato auténtico y veraz que trasciende.

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