Nunca la pude olvidar, en cambio Ella, ella ya me olvidó..., como dice esa canción inolvidable de Leonardo Favio. Las cantábamos todas, una por una, en medio de la tradicional fogata en la playa, en tiempos cuando todavía se podía hacer fuego, y cuando Favio estaba en la cresta de la ola como cantante pop. Resultaba fácil acompañar sus canciones en guitarra. Mínimos acordes, y un tono siempre cómodo para cualquier cantante improvisado, aunque la entonación a muchos complicaba. Pero Ella, Ella era la canción preferida. Constituía un símbolo inequívoco de la existencia de aquel ser imaginario y a veces real que amamos en silencio, en lo secreto, especialmente en plena juventud, cuando los sentidos están sensibles como cuerdas de guitarra, suenan al primer contacto, o bien se rompen tras cualquier cambio. Si, ella, ella ya me olvido; yo, yo la recuerdo ahora. / Como no recordarla, en cada primavera...
La conocí un verano a los veinte años, estando supuestamente enamorado de otra, pero al verla, supe que ya no podría continuar mi relación con Lorena cuando regresara a Concepción. Me enamoró su voz, su sonrisa, tal vez su pelo, o bien sus manos esmaltadas, o esa conversación que sostuvimos la primera vez cuando hablamos en la playa, en traje de baño, junto a las olas, en medio del viento y del ruido desaforado producido por el Océano Pacífico, que de pacífico nunca ha tenido nada, porque su ferocidad asusta a cualquier marino. Hablamos del mañana y del amor, por supuesto. Temas ineludibles a esa edad, y en aquellos tiempos cándidos. Pero entonces mentí y le dije que no estaba comprometido, que no estaba enamorado de ninguna otra, añadí sin dejar de mirarla, deseando besarla al instante. Fue mi primera infidelidad, lo siento, pero debía procurar iguales condiciones. Angélica desde un comienzo confesó que no andaba con nadie. Por la noche, de regreso a casa, por el camino pegué varios brincos de felicidad, pero también di varios coscorrones al traidor que descubrí agazapado en mí. Lorena seguía enviándome cartas de amor desde Concepción, mientras yo veraneaba en casa de unos primos en la Costa Central.
Ahora han pasado muchos años. Tantos, que hasta la canción de Favio quedó sepultada bajo las catacumbas. Pocos ya la recuerdan. Tal vez sólo aquellos que tuvimos la experiencia de Ella, de aquel ser real, existente y también imaginario que nutría nuestras esperanzas de hallar por fin en este mundo a la persona amada. Angélica cautivaba a cualquiera cada vez que hablaba, proyectándote al futuro con una facilidad asombrosa. Tenía clara la película, decíamos, y no se confundía en medio de aquel marasmo sentimental que padecían otras chicas de su misma edad. Desde un comienzo dijo muy claramente que esperaba encontrar el amor de su vida, para toda la vida, puntualizó la primera vez que nos dimos un beso, tumbados en la arena, recibiendo las caricias del sol sobre nuestras espaldas. Fue un beso de mar, salado, exquisito. Y serían muchos más, el verano recién comenzaba y Angélica se tornaba cada día más bella, dorada por el sol de cada tarde. Su piel parecía lustrada, y su boca estaba siempre roja y mojada.
Ella, ella ya se olvidó / de aquellas caminatas / junto a la costanera...
Recordaría después, tras oír reiteradas veces la canción de Favio, esperando sus
cartas de respuesta que nunca llegaron. Tal vez le había pasado lo mismo que a
mi aquel verano, y tendría su novio en Santiago. Tampoco la volví a encontrar
el verano siguiente en la playa. Sin embargo, una tarde junto al mar oí decir
que se había casado. La noticia llegó por boca de quien me la había presentado.
Un tiro a quema ropa que me mantendría muerto
por varios años, porque no conseguía olvidarla, "en cada primavera, y soñamos con hijo que
nos llevó a la arena..."
Ella, ella ya me olvidó, yo, yo la recuerdo
ahora... cantaría muchas veces junto al mar, junto a la consuetudinaria fogata veraniega.
Y la cantaría con fervor, con dolor, y hasta con lágrimas.
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Miguel de Loyola - Santiago de Chile - Cancionero narrativo
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