Para Susana Fernández el verano comienza en la playa, junto al ruido del mar, las gaviotas y esa melodía infaltable: “Quiero, frescura, quiero dulzura también/ un verano naranja, quiero ese sabor/ juventud y naranja, contigo y con amor ... “ esparcida a los cuatro vientos, allí, en la playa Los gringos, frente al legendario restaurante Blue Moon, en el balneario de Constitución.
Esa melodía de Donald conduce a Susana siempre al
mismo lugar, aunque esté en cualquier parte, a miles de kilómetros de
distancia. Nada más oírla, nada más escuchar su música, vuelve a ver el manto
de arena gris, tornasolado según la posición del sol, la Piedra de la Iglesia
al costado sur, reservando su misterio impenetrable de posible templo de
antigua divinidad, el color turquesa del mar a cierta hora del día, y sobre
todo el revoltijo inconfundible de olas, gaviotas, y voces entremezclas en esa
canción.
Esa mañana del 2 de febrero estaba todavía helada cuando extendió su toalla sobre el manto de arena gris. Era su primer día de playa, y sin esperar a sus primas dormilonas, había partido sola, tomando uno de esos viejos microbuses que recorren cacharreando los seis kilómetros de litoral. En Los Gringos, corría a esa hora aquel vientecillo característico de las costas del Maule, el cual a ratos levanta arena incomodando a los bañistas. Pero no le importó, se tumbó boca abajo, bajo la certeza de que poco a poco el viento disminuiría su intensidad, dejando paso libre al sol, todavía a esa hora acorralado por la bruma matinal del Pacífico.
Una vez recostada en la arena y en bikini, Susana comienza a conectar poco a poco el
presente, al último eslabón del verano anterior. Une el pasado al presente, como
si el tiempo transcurrido en el intertanto fuera un lapso sin importancia en su
vida. Lo substancial para ella sucede siempre allí, en esa playa que verano
tras verano la colma de emociones y momentos
inolvidables. Como aquel chasquido intermitente y furioso del mar, el
rumor inconfundible de las gaviotas y esa melodía de Donald que verano tras
verano sigue oyéndose ahí. También la voz repentina del vendedor de barquillos
y su gabardina blanca, su fraseo
amanerado y gracioso constituye un símbolo
veraniego inequívoco, capaz de despertar emociones dormidas durante los meses
que separan un verano de otro.
En Los Gringos Susana volvía siempre a estar feliz.
Además cada verano traía una nueva conquista amorosa, una nueva ilusión. Aunque
este años sus expectativas estaban puestas en Juan Ignacio, el universitario
que había conocido a fines del verano anterior, y con quien había mantenido un correo
continuo durante el transcurso del año, especialmente durante los meses más
grises y desolados del invierno.
Susana esperaba un encuentro fortuito con él, al
igual que el verano anterior. Lo veía aparecer en cualquier momento. Anhelaba
volver a ver su rostro semi barbudo,
cruzado por una sonrisa de dientes blancos y apretados. Y así ocurrió,
sólo que apareció acompañado de una bella muchacha, y el rubor a Susana le oscureció
el rostro, las comisuras de sus labios acusaron por primera vez desencanto. Las últimas cartas de Juan
Ignacio habían sido cada vez más distanciadas, y la razón —pensó ahora allí— la
constituía esa muchacha de pelo castaño, figura estilizada y rostro feliz.
Susana permaneció boca abajo sobre la toalla,
buscando pasar inadvertida en medio de los veraneantes que comenzaban a llegar
en grupos, acomodando sus toallas multicolores, quitasoles y sillas,
apoderándose del espacio, aunque el espacio siempre sobraba en esas playas enormes. No quería que Juan
Ignacio la descubriera allí sola. Lo hubiera dado todo por desaparecer, por ser
invisible a las miradas. Porque nada más verlo acompañado de esa chica, comenzó
a sentirse perseguida, imaginando risas
burlescas, risas macabras frente a su situación de mujer abandonada, como se
vio si misma por primera vez allí, tumbada sobre la inmutable alfombra de arena
gris.
Sin embargo, Juan Ignacio apenas la reconoció, se
acercó a saludarla esbozando la mejor de sus sonrisas, marcada por esa línea de
dientes blancos. Y cuando la abrazó tuvo la certeza de que lo amaba, que lo
amaba ya desde hacía mucho tiempo, quizá del primer día cuando lo conoció... Y
entonces esa canción otra vez, mezclándose entre las olas
y sus recuerdos: “suave, serena, tu imagen me hace soñar/ un
verano naranja, quiero ese sabor/ juventud y naranja - y quiero, quiero tu
amor...
Te quiero presentar a mi hermana Francisca, dijo
él, en medio de la mayor naturalidad. Y entonces Susana se sintió morir otra
vez, pero ahora de felicidad. Casi rió de su propia estupidez, de su exagerado
temor frente al mañana, frente al porvenir. Luego, otra vez la canción, la
infaltable canción de sus veraneos en Constitución, filtrándose en su intimidad
como un mantra : “ quiero frescura,
quiero dulzura también/ un verano naranja, quiero ese sabor/ juventud y
naranja, contigo y con amor...”
Miguel de Loyola - Cancionero Narrativo - Año 2000
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