Bajo el sol implacable del desierto de Atacama, sobrevive aquel pueblo fantasmal llamado Humberstone, donde la rueda infatigable del mundo parece haberse detenido repentinamente, dejando vestigios intactos de un pasado de esplendorosa actividad minera. Las casas vacías, alineadas en calles simétricas, parecen a la espera de un inminente regreso de sus legítimos moradores. Pero solo llegan turistas a sus puertas, turistas provenientes de lugares sorprendentes ingresan a las casas, recorren sus habitaciones y luego salen impresionados comentando el perfecto estado de conservación de las viviendas. El pueblo fue abandonado en 1940, cuando el salitre natural perdió su valor, después que los alemanes crearan salitre artificial durante
El viento del desierto manosea a ratos los vidrios de las casas
solitarias con su mano de arena, y es el único silbido que corta el silencio reinante
en aquella soledad de páramos caféplomizos, de arenales infinitos hasta la perdida
línea del horizonte. La ciudad está detenida en el tiempo, estacionada en medio
del desierto más árido del mundo como vestigio de una época de gloria y también
de sufrimiento. Recorrer sus calles vacías, entrar a la escuela, sentarse en
esos pupitres desolados, entrar al gran teatro sin público donde llegaban
famosas compañías extranjeras, cruzar la pulpería y sus tristes bóvedas de almacenamiento,
es una experiencia que puede helar el alma del visitante, sobre todo si oculta en
ella algún recuerdo, algún rostro conocido, hundido en los posibles avatares de
aquellos lejanos tiempos.
Desde lo alto del mirador se abarca una panorámica completa de la herrumbrosa salitrera moribunda sobre el desierto. Contrasta el óxido refulgente de sus techumbres de calamina con la ceniza plateada de los cerros. La gran casa del capataz reasalta entre el trayecto de la mina al pueblo. Sus escaños, sobre el largo corredor, todavía esperan la hora del descanso de algún minero.
Humberstone es una necrópolis
desolada en medio del desierto, donde no hay tumbas para los cuerpos, pero las
almas de sus habitantes vagan diariamente por el pueblo.
Miguel de Loyola – Iquique – 2008
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