Esa noche mientras por los parlantes fluía a todo volumen la música de Fiebre de sábado por la noche, supe por primera vez cómo hacer feliz a una mujer. María Luisa me gustaba desde hacía tiempo, pero yo a ella no. Incluso hasta llegué a oír una vez decir a alguien que no era su tipo. En ese tiempo a casi todas las chicas les gustaba el Flaco, un ñato alegre, conversador, de ojos verdes, melena larga y ensortijada que sabía mover con gracia mientras caminaba. Seguro que a María Luisa le gustaba también, pero por suerte al Flaco nunca le interesó. Las chicas le sobraban hasta para hacerse de rogar y cambiar una por otra cuando se le antojaba. Un suertudo; muchos lo envidiábamos por eso, porque como dijo Nietzsche, la aventura más grande del hombre es la mujer.
Pocos días atrás habíamos visto la película Fiebre de sábado por la noche, y en el barrio andaban todos imitando los gestos y movimientos del tal John Travolta ese, otro tipo seductor. En los bailoteos ni hablar, cual más cual menos se las arreglaba para dar pasos parecidos al actor. Las chicas se fascinaban; claro, algunas hasta chillaban, les gustaba sobremanera esa secuencia de pasos simétricos que hace el galán frente a la coprotagonista mientras bailan. En el fondo, se trata de un rito de conquista, un mostrarse y ofrecerse a la mujer amada. Sugerir esto y aquello mediante desplazamientos corporales sistemáticos, sincronizados, virtuosos. Así que cuando por fin lo entendí, supe que ese era el camino a seguir para conquistar el amor de una mujer. Esa noche me planté frente a María Luisa y la invité a bailar mucho más seguro de mi mismo que otras veces, convencido de haber descubierto la pólvora. Comencé el ritual imitando los desplazamientos del actor, cambiando la expresión del rostro por una más seductora, y ella poco a poco empezó a entrar en el juego, a dejarse llevar por la jugarreta, a creerse el cuento de la pareja perfecta bailando en medio del planeta bajo luna llena, aunque sólo se tratara del espacio reducido del living de una casa común y corriente.
A partir de ese momento su rostro
cambió de expresión. Dejó de mirarme con esa indiferencia desdeñosa de otros
tiempos, cuando yo la miraba y ella daba vuelta el rostro sabiendo que me
gustaba. Se estableció poco a poco entre nosotros un clima de abierta complicidad
y condescendencia. Y aunque ninguno de los dos abría la boca mientras
bailábamos para comentar algo, resultaba obvio que nos estábamos entendiendo a
más no poder. A veces los gestos dicen más que las palabras, son dardos que van
al centro del entendimiento, y algo así estaba sucediendo entre los dos. Además,
el fervor y volumen exagerado de la música impedía cualquier otro contacto que
no fuera gestual. Todo el mundo iba de un lado a otro arrastrado por aquel
ritmo contagioso. Las chicas alucinaban también, sintiéndose de seguro la misma
Olivia Newton John en Grease brillantina, la otra película
que vino a complementar Fiebre de sábado por la noche.
Mientras bailábamos, no dejábamos de
mirarnos y hacernos gestos relativos a los pasos siguientes, sin equivocarnos,
sin tropezar, sin vacilaciones, como si lleváramos bailando juntos aquel tema
por décadas. Nuestra coordinación resultaba increíble para los dos. Claro que ella
tenía una plasticidad de bailarina experimentada, en cambio yo era bastante
tieso por naturaleza. Carecía de los dones naturales que otros ostentan sin
darse a veces ni cuenta, los giros de cintura me costaban ni les cuento, pero
los suplía moviendo los brazos y enseñando una expresión provocativa en el
rostro. María Luisa sentía la puntada de mis pupilas clavadas en su cuerpo, y
de seguro le gustaba, porque el rictus de su boca acusaba felicidad, la dicha
íntima de encajar en un baile con una persona a quien todavía se desconoce.
¡Guauuuuu! llegué a gritar de repente de puro placer y
felicidad. El grito reventó en el aire como el gruñido de fiera que pone en
alerta a todos los animales de la selva. Apenas podía creer lo que estaba
sucediendo.
Satayen alive duraba el tiempo suficiente para la
conquista completa, y la verdad que pocos después de bailarlo no terminaban en
pareja, tomados de la mano y dándose besos a vista y paciencia del resto. La
música resultaba un detonante infalible para iniciar una relación amorosa. Era
casi siempre la primera puerta de acceso.
Cuando terminó la canción, María Luisa permaneció
a mi lado sin moverse, y yo no le solté la mano hasta que nos dimos un beso.
Fue algo tan espontáneo que casi no nos dimos ni cuenta. No fue un beso en la
boca, pero anduvo cerca, rosando los labios y produciendo el chisporroteo de electricidad
correspondiente para dejar encendida la mecha. Después nos fuimos a sentar
juntos un rato mientras seguía la
fiesta. Allí nos pusimos a conversar, pero sobre todo a darnos besos. Su boca
suave y carnosa, tenía sabor a cerezas.
Más adelante alguien volvió a poner
en el tocadiscos el mismo tema, algo que ocurría a menudo con algunas
canciones de preferencia. Así que salimos
a bailar otra vez y el rito de seducción comenzó nuevamente, ahora cada vez con
mayor audacia. Entrelazábamos las manos, girábamos los dos al mismo tiempo.
Movía los hombros y los brazos enseñando mi fortaleza. Luego movía la pelvis de
una manera que suponía sexy, tal y como lo hacía Travolta en la película. Ella
escapaba hacia los costados, luego volvía al centro gesticulando, haciendo piruetas
y muecas. El ritmo de la música no nos dejaba ni por un momento perder la
concentración. Le decía que la amaba en cada uno de esos vuelcos, que la amaría
siempre, insistía después de hacer un giro o dar una media vuelta. Ella asentía
sin oír, entrecruzando los brazos en actitud de diosa de monumento. Su pelo
flotaba en el aire como una nube que se dispersa. No éramos nosotros quienes bailábamos,
eran sólo nuestros cuerpos, nuestras almas de seguro vagaban sueltas por algún
lugar insospechado del universo. Podíamos contemplarnos desde lejos, ver la
armonía y juventud de esos cuerpos que eran nuestros.
Esto es el amor, llegué a pensar con
el corazón saltando en el pecho. Esta es la fórmula correcta, concluía mientras
continuaba dando pasos de bailarín avezado, sin acusar cansancio alguno. A las
mujeres les gustan los juegos de seducción mucho más que el amor a primera vista y a secas. Esa es
acaso la gran diferencia entre nosotros los varones y las féminas. Entonces entreveía
por el rabillo del ojo cómo me miraban también por primera vez algunas chicas
que antes no me tomaban ni en cuenta. En esos instantes veían por primera vez
al Pepe como el prototipo ideal de pareja, seguían mis movimientos con esos ojos
soñadores de féminas. Sus miradas acusaban esas suposiciones que circulan en
cadena por la cabeza buscando pareja. María Luisa por su parte hacía lo propio,
despertando en los hombres el deseo más concreto de tomarla por la cintura y
propinarle el correspondiente beso.
Del libro Yesterday - Miguel de Loyola – 2024
Comentarios