Se nos olvida la historia, algo bastante común, y sobre todo para las nuevas generaciones. Sin embargo, es oportuno recordarla de vez en cuando para entender mejor el presente, este presente actual confuso y cerrado por el que pasa el país, atravesado por flechas provenientes de los cuatro vientos. La lucha por el poder político siempre ha sido así, caótica, violenta, sucia. Desde el principio de nuestra República pipiolos y pelucones se han venido dando golpes y estocadas duro y parejo. Hoy no es la excepción, muy por el contrario, es algo que ha ocurrido siempre. El poder, como bien sostuvo un iluminado, corrompe. Esa es la cuestión principal, y la única manera de sujetarlo, de mantenerlo corto de riendas es y ha sido la Constitución, la llamada Carta Fundamental que mantiene a los pueblos en paz y en orden relativo. A falta de esa carta, viene el desorden, la guerra civil, el caos total. Todos los gobiernos, cual más cuál menos, quieren ajustarla a sus propios intereses y no les cuesta mucho hacer vista gorda a los mandatos constitucionales de vez en cuando, pero sin ella, sabemos bien por los datos de nuestra propia historia, el país se pierde, se diluye en grupúsculos revolucionarios que no llegan a ninguna parte, salvo al caos y la destrucción. Las guerras civiles en Chile fueron siempre el resultado de malos acuerdos constitucionales, guerras ambiciosas, injustas, insanas, hermanos contra hermanos, nada más que por el capricho de alcanzar el poder, de someter a los otros a nuestra voluntad. En el siglo XIX tuvimos muchas (1829, 1851,1859,1891) de estos episodios trágicos, los que bien habría que recordar de vez en cuando, así como se recuerdan las glorias, también cabe recordar los desastres y tragedias para que nadie olvide, ni se haga el sordo, sino más bien entienda que el proceso a la democracia ha sido y seguirá siendo largo, muy largo y pedregoso camino. Ponerse de acuerdo no es cuestión de días, sino de siglos. Desde que pisa la tierra el hombre viene luchando por lo mismo, pero no todos los hombres, sólo algunos, aquellos que buscan el bien común y no sólo el propio. Aquellos que encarnan valores supremos, valores imperecederos, valores cada vez más escasos en un mundo convulsionado y revuelto por banalidades. La democracia no es un regalo caído del cielo, es un esfuerzo humano supremo que hay que cuidar y fortalecer mediante leyes e instituciones capaces de contener esas ansias de poder inherentes a nuestra naturaleza.
Miguel de Loyola – Santiago de Chile
– Septiembre del 2025
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