“Una mala mujer es como un yugo de bueyes
mal amarrado; tomarlo de la mano es como agarrar un
escorpión.”
Sirácides, 26, 7.
Pasadas las diez de la noche el poblado duerme, sólo a ratos la voz lastimera del Fantasma intercepta el silencio nocturno con esos versos de un corrido mexicano aprendido en su juventud. Después, se lo oye gemir como si un puñal clavaran en su corazón.
"A la luz de una vela de cera
me he sentado a escribir estas letras..."
La gente sostiene que
desde que María Estela lo abandonó, el hombre suele pasar la mayor parte del
tiempo ebrio, recostado bajo la sombra de una higuera durante el día, y de
noche vagando de casa en casa, pasando a horcajadas a través de las alambradas
de púa que separan los patios.
Algunos todavía le temen,
a otros el Fantasma les infunde lástima, pura lástima confiesan. Era un buen
hombre, reclaman. Un hombre trabajador hasta que se enamoró de esa.
Los niños se asustan
cuando se cruzan con él. Aunque otros, más pillos, le tiran piedras para
alejarlo como a un animal repelente. Los menos, en cambio, suelen regalarle en
el verano alguna rebanada de sandía, y en invierno un pedazo de pan con
charqui, envuelto con pura solidaridad.
El Fantasma tiene la
costumbre, la mala costumbre, reclaman, de aparecer en los momentos y lugares
menos esperados. Camino al pueblo, a veces, su chupalla de color amarillo
emerge detrás de un árbol, o bien por detrás de una loma. Al rato después, se
lo oye recitar los mismos versos que para quienes lo identifican, suenan como
un viejo santo y seña.
—Apréndete otra canción,
leso —le grita a veces Don Vincho, cuando se aparece de improviso por detrás de
los perales de su huerto. Pero no responde. Nunca responde cuando alguien le
dirige la palabra. Continúa con su sonsonete, o bien se aleja en silencio. Sus
pisadas son las de un puma, blandas, amortiguadas, no dejan huellas.
También intercepta a veces
a los caminantes que cruzan en diagonal el espeso bosque de pinos para acortar
camino hacia Quillaycillo. Allí la mayoría se asusta. El bosque es oscuro y la
voz del "Fantasma" se oye lúgubre en medio del silencio y de las
sombras oblicuas que caen de los árboles. Por la noche se cruza a veces también
ante la gente que sale en dirección al retrete de cajón, ubicado fuera de la
casa. Por eso los niños opinan que el "Fantasma" está en todas
partes, y cuando sus padres los mandan al patio en busca de alguna cosa a la
hora del crepúsculo, algunos se resisten por temor a verlo.
Su madre, ahora anciana de
más de ochenta años, siempre ha sostenido que Ricardo perdió el juicio por
causa de esa mujer. Antes de conocerla era un hombre normal, totalmente normal.
Sostiene. La desgracia vino con ella. Ella lo arrastró al vino, a la perdición,
al infierno, reclama entre sollozos la pobre mujer.
Sin embargo, otros
declaran que no. Dicen que a Ricardo algo le fallaba desde niño. Un hombre
normal por una mujer no va a perder el juicio, todo el juicio, sostienen.
Lo cierto es que ahora la anciana
madre es la única que lo socorre, quien le da un plato de comida toda vez que
se allega hasta su casa. También procura mantenerle ropa limpia, aunque Ricardo
se la cambia muy de tarde en tarde.
El Fantasma suele entrar
a las casas por los patios. No usa la
puerta principal, siempre llega por atrás. Es cierto que la mayoría de las
casas del villorrio tienen más actividad por ese lado. Los moradores pasan gran
parte del día pendientes de sus aves, de sus animales, de sus árboles frutales,
de sus chacras. Rara vez en el pueblo alguien golpea una puerta de entrada,
salvo los domingos, cuando la gran mayoría amanece vistiendo su mejor calzado y
su mejor traje. Sólo entonces salen por la puerta principal en dirección a la
pequeña capilla existente.
Ricardo solía ir también.
El sábado antes de acostarse dejaba lustrados los zapatos y ropa limpia sobre
una silla frente a su cama. Al día siguiente se levantaba de madrugada como de
costumbre. Se afeitaba, se cortaba los pelos de la nariz, se echaba agua de
colonia en el cuello y en las muñecas. Después salía a buscar a María Estela
para asistir juntos al oficio religioso cuando venía el párroco.
Bajaban de la mano camino
a abajo, muy juntos, rozando sus cuerpos jóvenes y alegres. Ella siempre
demostrando ternura, amor en buenas cuentas. Ricardo risueño, enseñando una
dentadura blanca de alegría y juventud, de felicidad completa. Para él María
Estela era todo lo que podía soñar un hombre. Se iban a casar. Eso lo daban por
seguro. Se casarían ese mismo fin de año. Comenta siempre la gente. Hasta que
llegó la cuadrilla de hombres a construir el puente nuevo que cruzaría un brazo
del río. Entre esos venía Canales. Dicen que María Estela se enamoró apenas lo
vio con su casco amarillo y su overol azul flamante. Y un sábado en que Ricardo
había viajado a la ciudad a comprar unas herramientas para su trabajo en el
aserradero, Canales se la levantó sin más trámite.
Los más sostienen que el
hombre la invitó a bajar hasta el pueblo, y que ella, la muy zorra, aceptó la
invitación de buenas a primera.
Por allá los vieron juntos
de la mano. También los vieron bailando corridos en El Central. Y después,
alguien los vio perderse en los cerros, para el lado de los bosques nativos,
espesos todavía de avellanos, robles y quillayes. Pero el lunes cuando llegó
Ricardo, nadie le dijo nada. Lo vieron llegar ufano, ansioso de ver a su novia.
Antes de ir a su casa pasó por la de ella, pero no la encontró. Le dijeron que
andaba en las casas del bajo, buscando afrecho para los chanchos.
Por la tarde, después del
trabajo regresó a buscarla. Volvió a decirle doña Adela que la María Estela
andaba en las casas del bajo. Donde la Justa, explicó.
Recién entonces, dicen que
Ricardo paró las antenas. Se dio el trabajo de ir hasta allá mismo, para que
doña Justa le saliera diciendo que a la María Estela no le había visto ni la
sombra ese día, ni otro.
Volvió desconcertado,
explican. Pero no se atrevió a insistirle a doña Adela por el paradero de su
hija. Se fue directamente a encerrar a su casa, donde sus hermanos le soltaron
el cuento sin más trámite.
Al otro día no se levantó,
se quedó enterrado en la cama igual que un muerto en su lápida.
—¡Sale a pelear, hombre!
—lo espetó uno de sus hermanos. Pero Ricardo no respondió. Pasó el día tieso,
amortajado por el desconcierto y los celos.
Ese mismo fin de semana el
puente estaba terminado, así que la cuadrilla de hombres partió, pero Canales
se quedó un par de días más pagando pensión en la casa de la Chela Norambuena.
Después se largó también, llevándose a María Estela.
Aseguran que cuando a
Ricardo le fueron con el cuento, su
reacción fue un aullido parecido al de los perros cuando lloran de noche para espantar
a las ánimas. Después, en la madrugada, se puso a tomar, a tomar todo el vino
que encontró en su casa, y que cuando se acabó, salió a buscar a las casas vecinas.
—¡Se
volvió loco, Ricardo, mire que andar así y a esta hora pidiendo vino! —lo
increpó la Cholina cuando lo reconoció esa noche asomado a la ventana de su
casa con el rostro transformado.
Ricardo andaba en calzoncillos largos y en
camiseta vagando por el camino, entonando de vez en cuando ese viejo corrido
mexicano.
Ahora han pasado más de
treinta años. Treinta años seguidos, y Ricardo continúa en la misma situación,
recorriendo las casas del pueblo cantando, ocultándose durante el día bajo la
sombra de los árboles, y apareciendo otra vez durante la noche. Pero está
viejo, incluso más viejo que cualquier otro hombre de su edad.
Lo cierto es que María
Estela regresó cinco o seis años después, pobre, vieja, con tres críos a cuestas,
y que Ricardo no la reconoció. También dicen que cuando hay luna, a veces se
pone cantar ese estribillo frente a la ventana del cuarto de María Estela. Y
que ella se asoma en algunas oportunidades para hablarle. Pero el
"Fantasma" al verla se esconde, y después se larga por el camino
hacia otro sitio. Cantando, por supuesto, cantando todavía ese pedazo de
canción pegado en la vitrola cerebral.
Del libro Cuentos del Maule, Miguel de Loyola.

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