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Que el otro me reconozca

 


La necesidad de reconocernos el uno al otro es una cuestión fundamental desde el principio de los tiempos, desde el principio de lo que llamamos civilización. Reconocernos en el sentido de valorarnos mutuamente, cualquiera sea el sitio que uno ocupe o lo que piense. Quizá sea esa la cuestión fundamental en una sociedad verdaderamente democrática, la capacidad de reconocer también en el otro valores, virtudes, noblezas inclusive. Sin embargo, en nuestras mal entendidas democracias ocurre hoy día lo contrario. Vivimos tiempos en que en vez de reconocer al otro, se lo ignora y hasta desprecia. Esos tiempos en que se solía admirar a este y aquel por esto y aquello se acabaron. Incluso se admiraba a reyes, reinas y princesas sin sesgo de resentimiento alguno, y de eso no hace tantos años. Recuérdese a la princesa Diana, de quien se habló siempre bien en su calidad de tal, si bien persona privilegiada, como suele ser la naturaleza de un príncipe o princesa. Ahora, muy por el contrario, se reniega de tales personajes, de hecho ya no los hay, y si los hay comienzan a caerse a pedazos. Todos se han vuelto gusanos para el pensar y sentir de nuestra época. Desde luego, cabe preguntar por la causa de este deterioro moral a la hora de mirar y juzgar al otro. Un mal que viene royendo el alma humana hasta destrozarla y hacerla añicos. ¿De dónde y cuándo surge el desprecio por el otro, por los otros? Se trata de una reacción en cadena que va liquidando a unos y otros sin sentido alguno. Nadie alaba hoy a nadie y en consecuencia, todos —de una forma u otra— nos sentimos despreciados por el prójimo, por los señores otros. Es indudable que algo se desmoronó en la psiquis de las últimas generaciones y es posible que se deba a expectativas traicionadas, pero me temo que no sea esa la cuestión fundamental, la raíz del problema. Hay más, mucho más y peor, como exceso de información adulterada, el poder de las mal llamadas redes sociales que disparan veneno por todo el mundo, los escombros de ideologías utópicas que siguen insistiendo en modelos fracasados, esa odiosa insistencia en tildar de fascistas o comunistas al enemigo ideológico… Las razones deben ser tantas y tan difíciles de precisar que ya no tiene mucho sentido indagar en ellas. Lo que importa ahora es como nos reponemos del problema, cómo salimos del embrollo, cómo enfrentamos un asunto que nos enemista a diario y nos convierte en seres desgraciadas, carentes de admiración y de respeto por el otro. Tal vez sea hora de recapacitar, de pensar en serio, de expulsar los demonios y abrirnos al entendimiento mutuo. Aceptar que no somos iguales y que no lo seremos nunca. Pretenderlo, ofertarlo como panacea mundial nos ha llevado también al más rotundo fracaso. 

No cabe duda que el exceso de individualismo, el exceso de libertades y derechos sin restricciones, tiene responsabilidad en esto. Sobre todo cuando cada vez están menos claros los deberes y obligaciones del individuo inmerso en la sociedad.

 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Octubre del 2025

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