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Seducción

 


La tipa se le metió en la cabeza como un clavo. Quería comérsela a cualquier precio, sin pensar en ningún momento en las consecuencias. ¿Estaría ebrio? Nadie lo sabe con exactitud. Nelson tenía aguante, podía tomar sin restricciones y rara vez se curaba. Eso lo sabíamos todos sus colegas porque lo habíamos visto muchas veces en esas lides. O bien se pegaba después de beber dos o tres toques de polvo mágico y quedaba como lechuga. No lo sabemos, ni tampoco lo supo ese día la policía. El caso era demasiado extraño, inexplicable. Si tienes medios suficientes para tirarte a una mina no tiene mucho sentido andar buscando una que no quiere hacerlo contigo. Eso es absurdo o bien locura, obsesión, demencia. Y para colmo durante esos días de fiesta, cuando las autoridades deben andar atentas a los acontecimientos del país y no sacando la vuelta con enredos de sábanas. Pero a Nelson nada le importó, de seguro pensaba que nadie lo iba a descubrir y que la mina iba a morir pollo en el caso de que alguien lo delatara. Nada, todo lo contrario, la olla se destapó esa misma noche después de acaecidos los hechos. En la oficina ese mismo lunes se corrió la voz que alguien lo quería cagar. Un peso pesado, un peso gordo, de esos que trabajan en las sombras y poco o nada se conocen. Que se trataba de una vendetta por un asunto de faldas dijeron también. Nelson tenía fama de mujeriego, de huevón caliente, de califa, y gracias a su puesto podía regodearse. De hecho en el ministerio varias habían pasado por sus manos hace rato sin hacer ningún escándalo. Incluso algunas minas del ministerio de la mujer, de esas feministas que dicen odiar a los hombre pero son como tontas para comérselos vivos en la cama. Así que mujeres no le faltaban, y aún así se le metió en la cabeza esa, para colmo hija de un conocido suyo, de un amigo de su pueblo de origen, según se investigó  después. Al principio —se supo— intentó sobornarla con un sueldo más alto, luego con un puesto superior al que tenía, y nada. La mina no quería nada con él. Aunque quedan muchas dudas, cabos sueltos del acertijo. ¿Si no quería nada por qué andaban juntos esa noche? De  seguro algo quería también, opinaron varios. La mina, dijeron, sabía hacerse la mosca muerta, no tenía por qué acompañarlo al hotel si no quería, pero lo acompañó. Y no sólo eso, se tomó sus buenos tragos con él a sabiendas de lo que Nelson quería. Claro que eso de las magulladuras, del golpe en la frente, eso nadie lo explica.  

 

Miguel de Loyola – Relatos inéditos

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