Sería alrededor
de la una de la madrugada cuando irrumpió en la fiesta una patrulla militar. El
guatón alertado por Ulises apagó inmediatamente la música dejando a todo el
mundo paralizado y en suspenso. Sobrevino entonces un silencio sepulcral en el
interior del inmueble repleto de jóvenes. Intuíamos que podía tratarse de algo
grave, por los gestos y colores materializados en el rostro siempre tan
expresivo del guatón.
Estaba lívido apuntando hacia afuera con el dedo índice, desde
donde comenzaban a oírse el sonido inconfundible de pasos avanzando por el
costado de la casa hacia la puerta principal. Un teniente del Ejército de Chile
en traje de combate, acompañado de dos subalternos cargando metralletas al
ristre aparecieron en el vestíbulo. Sus rostros parecían deformados por los
tirantes del casco de guerra que cubría sus cabezas ajustado al mentón. El
espejo del vestíbulo vertía hacia el interior del salón sus imágenes de seres
extraterrestres, sacados de alguna película de la Segunda guerra mundial.
Mientras
estuvieron en el vestíbulo, permanecimos mudos y atemorizados, a pesar de
nuestra experiencia al respecto, pues no había fiesta en los barrios de la
ciudad, donde no aparecieran a medianoche dichos personajes, interrumpiendo la
convivencia de la juventud reunida. Las reuniones nocturnas estaban prohibidas
por decreto ley Interior del Estado, pero en muchos barrios se llevaban a cabo
igual durante los fines de semana, burlando así en parte el asfixiante Toque de
Queda que pesaba sobre el país, prohibiendo la libre circulación de los
ciudadanos después de medianoche.
Vimos también casi
al unísono al padre del gordo en pijama en el vestíbulo conversando con los
soldados, su figura desentonaba en la escena, en medio de esos hombres
arropados hasta el cuello. Oímos claramente la insistencia del teniente por registrar
la casa y la identidad de los invitados, quienes silenciosamente comenzábamos a
buscar en nuestros bolsillos el correspondiente carnet de identidad. Muchos no
lo llevaban consigo en ese momento, y otros ni siquiera lo habían solicitado en
el Registro Civil como era ley. Pero el padre del gordo se mantuvo firme en su
decisión de no aceptar tal intervención, llamando inmediatamente por teléfono
-supusimos- a algunos colegas del ministerio, o quizá a otro militar de mayor
rango.
El caso es que
luego de contactarse con alguien vía telefónica, y cruzar unas cuantas palabras
en un tono que denotaba molestia, le pasó el auricular al teniente, quien
comenzaría a repetir a cada tanto, si mi coronel, de acuerdo mi coronel, a la
orden mi coronel…
Una vez
concluida la comunicación telefónica, el teniente y su comitiva se retiraron en
silencio, aunque no sin antes dejar bien en claro que no podíamos subir el
volumen de la música a niveles anormales, porque eso agredía a la vecindad. Si
hay nuevos reclamos del vecindario, volveremos, le oímos decir al teniente antes
que desapareciera.
Estábamos en consecuencia
advertidos. Pero no pasaron más de dos o tres minutos cuando el ambiente volvió
a retomar su curso festivo, olvidando el impasse. De la cocina salieron unos tapaditos calientes
que renovaron inmediatamente los ánimos, mientras la música de Creedence aunque
a menor volumen se reanudaba invitando a las parejas a salir a la pista. El
gordo se zambulló unos cuantos bocadillos antes de ponerse a bailar en forma
frenética, seguramente buscando liberar lo antes posible el miedo causado por
la breve intervención militar. Todos lo imitamos, y al poco rato ya nadie se
acordaba ni se acordaría más del hecho, de los rostros desfigurados de esos
militares encasquetados y armados hasta los dientes, algunos tan jóvenes como
nosotros mismos, posiblemente cumpliendo a esa hora su Servicio Militar
obligatorio. Por lo demás, no se trataba en ningún caso de la primera vez que
vivíamos una situación semejante, a esas alturas nadie en el país podía
librarse tan fácilmente de la pesadilla militar. Las patrullas recorrían la
noche husmeando como perros de caza posibles infractores del nuevo orden
imperante en el país.
Luego, ya en
plena madrugada, cuando era conveniente seguir bajando el volumen de la música
para no causar reclamos del vecindario, alguien propuso un juego que a la
postre resultaría sumamente divertido: bailar sin música, imaginando que giraba
en el tocadiscos algunos de los clásicos long
play que trastornaban nuestra imaginación. Y ahora, prepárense, aquí va Niel
Diamond, alentaba el Negro ubicado al centro de la pista. Y ahora Barry White, continuaba,
y ahora Creedence nuevamente, Led Zeppelin, Grand Funk.. El espectáculo se tornaba
grotesco a ratos, por los movimientos desarticulados de los bailarines
siguiendo un compás imaginario, en medio de las risotadas. Y ahora Cat Steven, y
en esos momentos las parejas se ponían serias, insinuando movimientos seductores,
rostros enternecedores, y otros abiertamente procaces y calentones.
Capítulo extraído
de la nouvelle El desenredo, de Miguel de Loyola, año 2006.
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