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La agonía del fantasma, de Miguel de Loyola


Una mala mujer es como un yugo de bueyes mal amarrado; tomarlo de la mano es como agarrar un escorpión.”

Sirácides, 26, 7

.

Pasadas las diez de la noche el poblado duerme. Sólo a ratos la voz lastimera del Fantasma intercepta el silencio nocturno con esos dos versos de un corrido mexicano aprendido en su juventud. Después, se lo oye gemir como si un puñal alguien clavara en el centro de su corazón.

              "A la luz de una vela de cera

               me he sentado a escribir estas letras..."

La gente sostiene que desde que María Estela lo abandonó, el hombre pasa la mayor parte del tiempo ebrio, recostado bajo la sombra de una higuera durante el día, y de noche vagando de casa en casa, pasando a horcajadas entre las alambradas de púa que separan los deslindes de los patios.

Algunos todavía le temen, a otros en cambio, el Fantasma les infunde lástima, pura lástima confiesan. Era un buen hombre, afirman. Un hombre trabajador hasta que se enamoró de esa.

 

Los niños se asustan cuando lo ven asomado detrás de los árboles. Otros más pillos, le tiran piedras para alejarlo como a un animal repelente. Los menos, suelen regalarle en verano una rebanada de sandía, y en invierno un pedazo de pan con charqui.

 

El Fantasma tiene la costumbre, la mala costumbre, reclaman, de aparecer en los momentos y lugares menos esperados. Camino al pueblo, a veces su chupalla amarillenta emerge detrás de un eucalipto, o bien por detrás de una loma colorada. Al rato después, se lo oye recitar a la distancia los mismos versos que para quienes lo identifican, resuenan como un viejo santo y seña.

 

—Apréndete otra canción, leso —le grita a veces Don Vincho, cuando aparece de improviso por detrás de los perales de su huerto. Pero el Fantasma no responde. Nunca responde cuando alguien le dirige la palabra. Continúa con su sonsonete, o bien se aleja en silencio. Sus pisadas son las de un puma, blandas, amortiguadas, no dejan huellas en los campos.

También intercepta a veces a los caminantes cuando cruzan en diagonal el bosque de pinos para acortar camino hacia Quillaycillo. Allí la mayoría se asusta, porque el bosque es oscuro a toda hora por las sombras oblicuas que caen de los árboles, y la voz del Fantasma se oye lúgubre en medio de aquel silencio. Por la noche se cruza también ante la gente que sale de sus casas en dirección al retrete. Por eso los niños dicen que el Fantasma está en todas partes, y cuando sus padres los mandan al patio en busca de alguna cosa a la hora del crepúsculo, muchos  se resisten por temor a encontrarlo.

 

Su madre, una anciana de más de ochenta años, siempre ha sostenido que Ricardo, porque así se llama el Fantasma, Ricardo Candia Gutiérrez, perdió el juicio por causa de la negra esa. Antes de conocerla era un hombre normal, totalmente normal, sostiene. La desgracia vino con ella. Ella lo arrastró al vino, a la perdición, al infierno, reclama entre sollozos la anciana. Aunque hay personas que declaran que a Ricardo algo le fallaba de niño, porque un hombre normal por una mujer no va a perder el juicio, todo el juicio. Claro que no, sostienen.

 

Ahora su anciana madre es la única que lo socorre todavía, la que le tiende un plato de comida toda vez que se allega hasta su casa. También procura mantenerle ropa limpia, aunque Ricardo se la cambie muy de tarde en tarde.

                          

El Fantasma suele entrar a las casas por los patios. Jamás usa la puerta principal, siempre llega por atrás. Es cierto que la mayoría de las casas del villorrio tienen más actividad por ese lado que por otro. Los moradores pasan gran parte del día pendientes de sus aves, de sus animales, de sus árboles frutales, de sus chacras. Rara vez alguien en el pueblo golpea una puerta de entrada, salvo los días domingo, cuando la gran mayoría amanece luciendo su mejor calzado y su mejor traje. Sólo entonces salen por la puerta principal en dirección a la capilla existente.

                          

Ricardo solía ir también. El sábado antes de acostarse dejaba lustrados los zapatos y la ropa limpia sobre una silla frente a su cama. Al día siguiente se levantaba de madrugada como de costumbre. Se afeitaba, se cortaba los pelos de la nariz, se rociaba el cuello y las axilas con agua de colonia. Después salía disparado a buscar a María Estela para asistir juntos al oficio religioso del domingo cuando venía el párroco.

Bajaban de la mano por el camino, muy juntos, rozando sus cuerpos jóvenes y alegres. Ella siempre demostrando ternura, amor en buenas cuentas. Ricardo risueño, enseñando una dentadura blanca de pura felicidad. Para él María Estela era todo lo que podía soñar un hombre en el mundo. Se iban a casar. Eso lo daban por seguro. Se casarían ese mismo fin de año. Comenta siempre la gente. Hasta que llegó la cuadrilla de hombres a construir el puente nuevo que cruzaría un brazo del río. Entre esos venía Canales. Dicen que María Estela se enamoró apenas lo vio con su casco amarillo y su overol azul flamante. Entonces un sábado en que Ricardo había viajado a la ciudad a comprar unas herramientas para su trabajo en el aserradero, Canales se la levantó sin más trámite.    

                          

Los más sostienen que el afuerino la invitó a bajar al pueblo, y que ella, la muy zorra, aceptó la invitación de buenas a primera. Por allá los vieron bailando corridos en El Central. Y después, alguien los vio también perderse en los cerros por el lado de los bosques nativos, espesos todavía de avellanos, robles, quillayes... Pero el lunes cuando llegó Ricardo, nadie le dijo nada. Lo vieron llegar ufano, ansioso de ver a su novia. Antes de ir a su casa pasó por la de ella, pero no la encontró. Le dijeron que andaba en las casas del bajo, buscando afrecho para los chanchos.

                          

Por la tarde, después del trabajo regresó a buscarla. Volvió a decirle doña Adela que la María Estela andaba en las casas del bajo. Donde la Justa, explicó. Sólo recién entonces, dicen que Ricardo paró las antenas. Se dio el trabajo de ir hasta allá mismo, para que doña Justa le saliera diciendo que a María Estela no le había visto ni la sombra ese día, ni otro.

                          

Volvió así desconcertado, explican. Pero no se atrevió a insistirle a doña Adela por el paradero de su hija. Se fue directamente a encerrar a su casa, donde sus hermanos le soltaron el cuento sin más trámite.

 

Al otro día no se levantó, se quedó enterrado en la cama igual que un muerto en su lápida.

 

—Sale a pelear, hombre! —lo espetó uno de sus hermanos mayores. Pero Ricardo no respondió una sola palabra. Pasó el día tieso, amortajado por los celos y el desconcierto.

 

Ese mismo fin de semana el puente estaba terminado, así que la cuadrilla de hombres partió, pero Canales se quedó un par de noches más pagando pensión en la casa de la Chela Norambuena. Después se largó también, llevándose a María Estela.

                          

Aseguran que cuando a Ricardo le fueron con el cuento de que María Estela se había largado con el afuerino, su reacción fue un aullido parecido al de los perros cuando aúllan de noche para espantar a las ánimas. Después, en la madrugada, se puso a tomar, a tomar todo el vino que encontró en la casa, y que cuando se acabó, salió a buscar a las casas de los vecinos.     

 

—Se volvió loco, Ricardo, mire que andar así y a esta hora pidiendo vino! —le dijo la Cholina después de reconocerlo esa noche asomado en la ventana de su casa con el rostro desfigurado.

                          

Ahora han pasado más de treinta años. Treinta años seguidos, y Ricardo continúa en la misma situación, recorriendo las casas del pueblo, ocultándose durante el día bajo la sombra de los árboles, y apareciendo otra vez durante la noche. Pero está viejo, incluso más viejo que cualquier otro hombre de su misma edad.

                          

María Estela regresó al pueblo cinco o seis años después con tres críos a cuestas. De Canales no supo nunca más nadie. Ricardo al verla no la reconoció. Pero dicen que cuando hay luna, a veces se pone cantar ese estribillo mexicano frente a la ventana de María Estela. Y que ella se asoma en algunas oportunidades para hablarle. Pero el Fantasma al verla se esconde, y después se larga por el camino hacia otro sitio. Cantando, por supuesto, cantando todavía ese pedazo de canción que se le quedó pegada en la aguja de la vitrola del cerebro, dicen.

 

Del libro Cuentos del Maule  de Miguel de Loyola

 

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