La inquietante novela de Kazuo Ishiguro, Nunca me abandones, plantea asuntos que se vienen por delante en la historia de la humanidad: la gestación de seres clonados con el fin de utilizar sus órganos para prolongar la vida de un segmento de seres humanos privilegiados. Sin duda, la perspectiva resulta macabra, pero posible, porque de alguna manera ya se está dando en los centros de salud más sofisticados del mundo, donde se desecha la vida de algunos en pro de otros, de seguro más importantes, más ricos, más poderosos. Kazúo Ishiguro aborda el tema con la sutileza que caracteriza su pluma, apenas insinuando, apenas aludiendo, sugiriendo esto o aquello, sin llegar a especificar nada en concreto. Esa tarea queda en manos de la imaginación de cada lector. En ese sentido, sus novelas son esos icebergs de los que hablaba Hemingway en su teoría de la novela. Muestran poco en la superficie, un porcentaje mínimo del mundo que mantienen oculto bajo las aguas.
Sorprende, sin
duda, la distancia del narrador, focalizado en la primera persona singular de
Katy, protagonista de la historia. Esa distancia interpuesta entre el mundo
narrado y el yo, que tan bien consigue articular en sus obras Ishiguro. Una
distancia que permite al lector entrar en la mente de Katy y vivir los
acontecimientos narrados, sin el uso del llamado estilo indirecto libre, creado
a principios del siglo XX por los narradores ingleses para producir tales
efectos. Ahora es el yo quien sumerge al lector al interior de los personajes, pero no se trata de aquel yo común, habitual,
sino uno más sofisticado que va manipulando sus impresiones, dosificando la
información, dibujando y desdibujando la realidad, alcanzando en algunos
pasajes el monólogo, la voz interior que se habla a sí misma, bajo un clima
impreciso, onírico, irreal…
La novela
sumerge al lector en la vida de un grupo de niños clonados, cuyas vidas están
programadas desde el principio hasta su final. Seres que no tienen padres, ni
parientes, y sólo comparten con otros seres de su misma naturaleza, agrupados
en centros especiales, tipo internados. Allí estudian y llevan una vida semejante
a la normal en tales lugares, donde resulta difícil advertir que se trata de
seres distintos, la única diferencia está en que estos chicos viven al tanto de
su destino de donantes. Por tal motivo, en dichos centros tienen algunas
restricciones especiales, en aras de preservarse saludables. Tienen prohibido el
tabaco, el alcohol, la maternidad. Saben desde un comienzo que no pueden engendrar
hijos, que su paso por el mundo es superfluo pero necesario para otros. Sus vidas, se podría inferir, están vendidas
al sistema, pero no se rebelan ni abominan de su situación existencial. La metáfora,
por cierto, va mucho más allá de este caso concreto, se extiende a las vidas de
la humanidad en general.
Nunca
me abandones es una evidente alegoría de la realidad, de la
desafección instalada en el mundo moderno después de la Segunda Guerra
Mundial, época en que está ambientada la
novela. Una desafección in crescendo en el tiempo, buscada como una fórmula
de sobrevivencia superior, pero que va incubando un sentimiento de soledad y
desamor aterrador, aislando a los individuos, separándolos de aquel
colectivismo revolucionario que tampoco funcionó.
La novela
plantea la pérdida de las emociones que constituyen la base fundamental del
hombre. No es casualidad que en esos laboratorios estuvieran permitidas
abiertamente las relaciones sexuales entre los chicos. Que se les enseñe
incluso la manera de practicar el acto mismo, porque en el sistema en que están
inmersos carece de trascendencia, no pasa más allá de ser un ejercicio, una
práctica mecánica que no redundará en hijos, ni en emociones que trasciendan el
acto mismo. Tal y como está sucediendo o sucederá en el futuro entre las
parejas.
Ishiguro va
desbrozando así poco a poco el camino para llevar a su lector a la reflexión
personal, y lo consigue en todas sus novelas.
Miguel de
Loyola – Santiago de Chile – Julio del 2021
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