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Viena, la ciudad de la música

 


La armonía arquitectónica de Viena quizá se deba a la música. Sus imponentes palacios destacan como notas perfectas, claramente definidas, dando el tono mayor de una sinfonía en vivo. Uno queda extasiado admirando los edificios.

Al bajar del tranvía la primera tarde, tropecé de golpe con Mozart, quien premunido de un atado de volantes publicitarios me tendió el anuncio del concierto de la noche. El hombre vestía frac, polainas blancas y sombrero de copa. Su altura resultaba considerable. Una trenza risada de cabello castaño claro le caía sobre los hombros, otorgándole aquel aspecto juvenil que de seguro tuvo siempre el verdadero Mozart, el genio de corcheas, semicorcheas, negras y blancas, de todo ese vocabulario incomprensible, y sin embargo, maravilloso, capaz de atar todas las almas en una misma emoción.  

La pantomima del joven disfrazado encajaba perfecta en el ambiente. En esas calles impecables relamidas por el viento del Danubio, y por un sistema de recolección de basura competente que mantenía la ciudad soplada de punta a punta. Los rieles por donde rodaban los tranvías, resaltaban en medio del asfalto por su brillo niquelado. Los muros de los edificios parecían lustrados también por el mismo vientecillo y por la higiene, a pesar de los años que cargaban sobre sus hombros.  

El Mozart de pantomima me encajó un volante y se fue presuroso a la siga de otros pasajeros. Tenía allí un puesto fijo junto al paradero y no se le escapaban los turistas fácilmente, secundado acaso por el espíritu freudiano que también ronda en la capital austriaca. Los calaba a la primera por su aspecto. Los turistas en cualquier parte del mundo terminan siendo reconocibles, pero sobre todo en Viena, la ciudad de la música, donde las notas disonantes se perciben a distancia.    

El concierto comenzaba a las siete de la tarde. Apenas tenía tiempo de tomar un café si no quería perderlo. Una cuadra más allá apareció un segundo Mozart, vistiendo el mismo traje de utilería. Parecía idéntico al anterior, solo un tanto más bajo de estatura, aunque las polainas alargaran sus tobillos. Antes que me interceptara le mostré el volante que llevaba en la mano, y el joven Mozart se fue detrás de un grupo de turistas que avanzaba a paso raudo.

El Teatro de la Ópera estaba justo al frente del café donde me detuve con intenciones de saborear un clásico vienés.  Allí la gente hablaba alemán, francés, italiano, inglés y probablemente otro montón de lenguas y dialectos de la Europa central. No resultó difícil pedirle al mozo el café deseado, acostumbrado a entenderse con medio mundo. Un aroma inolvidable inundaba la atmósfera del recinto, y uno podía imaginar allí el ambiente de otros siglos, donde destacaban los sombreros de copa y los bastones con empuñadura de plata.

 

Miguel de Loyola - Viena - Junio del 2019

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