El químico Walter Herrera estaba eufórico esa mañana del miércoles. Acababa de crear finalmente la empresa Desratizaciones Herrera Sociedad Limitada, un proyecto que venía soñando desde hacía varios años, desde que viera proliferar las ratas en la ciudad sin que nadie tomara cartas en el asunto. Sin embargo, siempre topaba en algún trámite burocrático, en un documento administrativo, en una firma faltante; volviendo a fojas cero, como suele ocurrir a la hora de sacar un proyecto nuevo adelante. Ahora por fin todo estaba aprobado y podía disponerse a operar a sus anchas. Mientras más luego se pusiera a trabajar —aseguraba Walter— tanto mejor sería para la salud pública. Porque esta ciudad está infectada y requiere una limpieza a fondo, había comentado de manera tajante al último funcionario que firmó el permiso y que no dejó de mirarlo un solo instante, con esa desconfianza singular de empleado público. Pero además, y acaso lo más importante para Walter, su éxito en dicha empresa podría convertirlo en un superhéroe de la ciudad, asunto que también lo desvelaba. Walter seguía siendo un fans de los superhéroes de su niñez y creía que su existencia era la única solución para el planeta, porque alguien tenía que salvarlo. Alguien superior al hombre debía salvarlo del hombre. Por ahí pasaban sus sueños, creencias y máximas. Era un químico soñador, él lo sabía, no había dejado nunca de soñar en sus cincuenta años en la fórmula perfecta. Y ahora, cuando se acercaba a la vejez definitiva soñaba más que antes. A menudo pensaba incluso hasta en el traje de superhéroe que tendría, de color blanco, o bien negro, ambos tonos le gustaban.
Walter se puso ese mismo día a contratar agentes,
y al cabo de una semana disponía de una docena de hombres y mujeres premunidos
de uniformes antisépticos operando en las calles. Primero en el centro de la ciudad, donde circulaba el
mayor número de ratas a vista y paciencia de los transeúntes, sin que nadie se
atreviera a detenerlas ni menos apabullarlas como solía hacerse antaño. Los
roedores ya no le temían a nada y a nadie, circulaban por las calles
displicentes, engreídos, altaneros, sintiéndose dueños de las calles y paseos
públicos. Si alguien los amenazaba, mostraban los dientes y la gente terminaba
por salir huyendo despavorida. El comercio y los bancos habían comenzado a
blindar sus vitrinas con latones para evitar las agresiones de las ratas. Pero
ni aún así dejaban de circular. A veces concentradas en un ejército arrasaban con
los locales comerciales, oficinas públicas, entidades bancarias, destrozando y
acabando con su existencia en no más de cinco o diez minutos. La situación se
volvía desesperante.
La empresa Desratizaciones Herrera Ltda., comenzó
a recibir reclamos de sus clientes. Walter no daba a basto. Sus agentes pasaban
el día entero en la calle trabajando, pero sus esfuerzos resultaban inoficiosos,
el suero aplicado no surtía efecto. Las ratas volvían a aparecer garabateando y
royendo los latones hasta echarlos abajo. Sus intenciones parecían claras: devorar
la ciudad completa, convertirla en un despojo semejante a esas ciudades
bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial. Bastaba ver las avenidas
destrozadas, los semáforos desencajados, postes de luz tambaleando, señaléticas
en el suelo, monumentos derruidos, plazoletas devastadas, luminarias
despedazadas en mil pedazos. Y aunque era la secretaria quien contestaba el
teléfono a la hora de los reclamos, Walter se desesperaba en su oficina. Estoy
trabajando en una fórmula que pondrá bajo control a los roedores, decía después
a su secretaria a modo de explicación, pero pasaban los días y del laboratorio
no salía el producto. El nuevo suero no terminaba de estar listo, requería un
ingrediente procedente de Malasia y no llegaba. Esa era la otra explicación.
Pasó así cerca de un año. La plaga seguía
aumentando. Walter sabía que tenía los
días contados, su empresa no podía seguir resistiendo la presión de los
acreedores. Los clientes no pagaban,
otros cancelaban sus servicios, estaba al borde de la banca rota, pero
aun persistía en su espíritu la esperanza de hallar la solución del problema.
El ingrediente de Malasia no había funcionado, y ahora esperaba una solución proveniente
de China: un bicho, una bacteria, un parásito que se metía en el cerebro de las
ratas y las domesticaba una por una. Esa sería la solución, la única solución aseguraban
los propios chinos. Había que domesticar a esos animales, aunque la tarea tardara
años.
Miguel de Loyola - El Quisco - Año 2020 - Colección inédita.
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