El viernes nos desmoralizamos porque llegó muy poca gente a la Disco. El local tenía más aspecto de cementerio que centro de eventos. No había más de cuatro o cinco mesas con gente en medio de aquel espacio enorme, predispuesto para recibir a cientos de personas. Las camareras se daban vuelta de un lado a otro buscando el modo de entretenerse, de matar el tiempo que tampoco avanzaba mucho, el reloj se había congelado, no corrían los minutos. Nadie del personal podía disimular su inquietud, los rostros acusaban sorpresa y desencanto. Las camareras mostraban el aspecto de flores marchitas, el rímel y el labial comenzaba a escurrirse por sus mejillas. Una noche de viernes sin propinas significaba un desastre total en su presupuesto. Las chicas vivían de eso, trabajaban por eso, necesitaban ese dinero para darse vuelta durante la semana, la mayoría eran estudiantes universitarias. Así que la cosa se venía negra. De no cambiar la suerte habría que meter mano a la caja y adelantarles algún dinero. Aunque el efectivo se veía cada vez menos en el local, todo el mundo pagaba con tarjetas bancarias, sobre todo las mujeres, rara vez pagaban en efectivo el consumo.
A veces me irritaba ver como algunas
al momento de pagar abrían sus billeteras sólo para dejar al descubierto media
docena de tarjetas, debiendo escoger con cuál pagar. Solo les faltaba ponerse a
jugar al ene, tene, tú… para elegir la tarjeta correspondiente. Cabía preguntarse
cómo se las arreglaban para estar al tanto de lo que debían en esta o aquella
tarjeta. En parte resultaba también gracioso, porque algunas decían en broma
que manejaban tantas tarjetas como amantes. Las mujeres separadas ya no eran
las de otros tiempos, de eso no quedaba a esas alturas ninguna duda. No se
escondían ni se avergonzaban de su situación. Ahora actuaban decididas, y no
tenían ningún escrúpulo en confesar su condición de divorciadas, ni menos en la
Disco, cuya fama descansaba en ellas, en la cantidad de separadas que llegaban
semana tras semana a darle vida al recinto. Ellas constituían a juicio del
dueño la mejor publicidad y había que cuidarlas, atenderlas poco menos que en
bandeja, aunque al momento de pagar sacaran a relucir su colección de tarjetas.
Esa noche paradas en la puerta
parecíamos con Raquel dos estatuas de mármol. A ninguna de las dos se nos movía
un solo músculo del rostro. No lográbamos explicarnos qué estaba pasaba, qué había
sucedido. Nos mirábamos una a la otra a cada tanto, pero seguíamos en silencio,
sin hallar de qué hablar bajo esas extrañas circunstancias. Los viernes a esa hora debíamos correr para
recibir y acomodar a la gente, ubicando un grupo aquí, el otro allá, tratando
de agradar al cliente, sobre todo a las mujeres, siempre más puntillosas que
los hombres a la hora de escoger la mesa de su agrado. Pero ese viernes no
llegaba nadie y ya era cerca de medianoche. Parecía como si de pronto a la
gente la hubiese tragado la tierra. Por la avenida tampoco circulaba la fila de
automóviles, apenas uno que otro aparecía de vez en cuando, en circunstancias
que otros viernes a esa misma hora se hacía un taco frente al semáforo. Comenzamos
a sospechar que algo grave estaba pasando en la ciudad, o bien el gobierno había decretado Toque de Queda. El guardia fue el
primero en insinuarlo acercándose a nosotras y enseñando un rostro abatido. Y
aunque la idea resultaba absurda, bajo esas circunstancias cabía tal posibilidad.
El país en las últimas semanas había estado convulsionado por revueltas
estudiantiles. Había varios liceos y hasta universidades en paro sin que nadie
tomara cartas en el asunto. Se hablaba de crisis educacional. Los jóvenes se
negaban a estudiar y exigían un cambio de sistema. Para mí no era más que falta
de disciplina, algo que las nuevas generaciones desconocían por completo.
Eso no tiene nada que ver, dijo
Raquel cuando se lo insinué como causa posible. Esto se debe a otra cosa, al
asunto de Renato, agregó. La noticia en la crónica roja hablaba de la Disco 40,
mencionaba el lugar y hasta la dirección exacta de la Disco. La nota
periodística decía que el occiso frecuentaba el lugar durante los fines de
semana. Cabía preguntarse de dónde habían sacado los reporteros esa
información, porque a nosotras todavía no nos había interrogado nadie. De
alguna de las camareras podría ser, dijo Raquel. Pero igual el asunto se veía
sospechoso. También podrían haber entrevistado a alguno de sus amigos, los que
solían acompañarlo los viernes.
El caso es que esa noche cuando pasó
el dueño haciendo su ronda de costumbre, no lo podía creer cuando vio el local
vacío. Nos reunió de urgencia en su oficina para comentar el asunto. Raquel no
tardó en largarle sus sospechas, y él estuvo de acuerdo en que por ahí cabía
explicarse la baja de público. No podía haber otra razón de por medio. La
noticia de la muerte de Renato no llevaba más de una semana en los diarios. Se
hablaba de asesinato, pero no se encontraba al asesino.
Esa noche cerramos temprano. A las
dos de la mañana ya no había nada más que hacer en el local. Los pocos clientes
se retiraron extrañados también por el ambiente desolador existente. Hasta la
música se oía fantasmal ese viernes, aumentaba la sensación de vacío. El dueño
nos alentó diciendo que había que dejar correr el tiempo. En este país después
de unos días todo se olvida. La gente tiene mala memoria. Así que nos fuimos. Raquel
me invitó esa noche a pasar a un lugar cercano donde estuvimos hablando del
asunto hasta cerca de las cuatro de la mañana. Cuando salimos intentó tomarme de
la mano, no era la primera vez que lo hacía, pero la rechacé de plano. No me
gustaba, y no me gustaría nunca, la encontraba demasiado bruta. Para mí seguía
siendo un hombre con piel de mujer y los hombres me cargaban. Ella lo sabía, se
lo había dicho muchas veces, pero no entendía, o no quería entenderlo.
Capítulo 4 de Disco 40, novela de Miguel de Loyola
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