Por suerte el viernes siguiente la Disco volvió a su total normalidad. La gente entraba a pelotones exigiendo la mejor ubicación del local. Además el dueño había contratado para esa noche a un grupo musical ochentero, así que no sólo llegaban grupos de separadas y divorciados, sino también algunas parejas, aprovechando la oportunidad de ver en vivo otra vez a los Corsarios, la famosa banda de los 80´que solía causar sensación entre los jóvenes de entonces. La constituían tres músicos y un vocalista ya sin mucha potencia de voz, pero los equipos de audio le acomodaban los tonos, volviendo a ser a ratos el mismo cantante de antaño capaz de enloquecer a la juventud.
Los
rostros del personal ya no acusaban el desencanto de la semana anterior, sino
alegría y también aquel estrés propio de las circunstancias. Debíamos correr
sin perder un minuto para atender a esa multitud obstinada en entrar y pasarlo
bien. La Disco 40 volvía a ser el centro nocturno de mayor concurrencia de aquel
grupo etáreo en la ciudad. Además los divorcios seguían aumentando de manera
exponencial en el país y en el mundo entero. Es un virus inoculado por el dueño
del local, dijo a modo de broma una de las camareras, estudiante enfermería. La
genial ocurrencia de la enfermera nos haría reír a carcajadas durante varias
semanas. Hasta el dueño se rió después de enterarse.
—Es
una muy buena idea —comentó también. Pero el caso es que no hacía falta. Los
matrimonios se deshacían cada vez más a menudo en el país. No pasaban los siete
años, incluso menos. La llamada picazón del séptimo año ya no corría entre las
nuevas generaciones. No era más que un recuerdo del pasado hundido en la
memoria colectiva.
—Algunos
no alcanzan a durar un año entero, así que
tenemos clientela para rato —comentaba a veces Raquel muy segura en su puesto
de trabajo. En cambio a mí a veces me daba tristeza ver a toda esa gente
fracasada tratando de alegrarse de manera artificial. En algunos casos resultaba
patético ver sus esfuerzos por mostrarse feliz, y no podía dejar de verme a mí
misma también en esos rostros defraudados. Una se casa con tanta ilusión, y
luego ese mundo soñado se derrumba de un plumazo, dejando un reguero de
excrementos por todas partes.
Cuando
comenzó a eso de la medianoche el show, la gente se puso eufórica aplaudiendo,
gritando, bailando, saltando. En la barra se armó una cola interminable de
gente pidiendo tragos. Volaban las caipiriñas, los písco sour, la champaña, los
gin tonic, las piscolas… El bartman no daba a basto batiendo mezclas en la coctelera
con ambas manos, haciéndola restallar en el aire cuando la lanzaba al espacio para
darle al trago el toque final.
Sin embargo, el asunto de la muerte de Renato
seguía pensando en el ambiente interno, tras bambalinas, como se dice. Durante esa
misma semana habíamos recibido la visita de un inspector de la Brigada de
Homicidios de la PDI que andaba detrás del caso, atando cabos, recabando información.
Interrogó a la mitad del personal. Las preguntas eran básicas, si conocíamos al
occiso, si lo habíamos visto en compañía de alguna persona extraña, si se
embriagaba mucho, a qué horas llegaba y a qué horas se retiraba, si portaba algún
maletín o bolso... Hasta que salió a
relucir el asunto de Loreto, y en eso el inspector se puso puntilloso, quería
saber el nombre completo de la mujer, edad, aspecto, etc. Entonces nos entrevistó
a Raquel y a mí por separado, preguntando si conocíamos a la mujer en cuestión.
No pude mentir como hubiese querido hacerlo ese día. El tipo me pilló tan de
sorpresa que me sentí obligada a decir
que sí, aunque agregando que la conocía como a tantas otras personas que
frecuentaban el local, sólo de vista. También quería saber si ella había vuelto
a visitar el local después de la muerte de Renato.
—Sí,
—confirmé al detective todavía asustada, pero no supe decirle con la precisión requerida
cuándo había sido la última vez. Tampoco hice mucho esfuerzo por recordar la
fecha exacta, me sentía incómoda ante la mirada persistente de aquel hombre. Además
lo veía a cada tanto fruncir el seño, al parecer dudando de mis comentarios.
El
inspector dejó su tarjeta con su número telefónico para que le avisáramos si
Loreto aparecía otra vez por allí.
—Sería
una gran ayuda si pudiera hacerme ese favor —dijo antes de despedirse. Quedé de
acuerdo en llamarlo en caso de saber cualquier cosa. Después Raquel me contó
que el policía le había pedido buscar el número de tarjeta de crédito de
Loreto, en el supuesto caso que pudiera hallarlo revisando las cuentas pasadas.
Algo completamente imposible por supuesto. El tipo no tenía idea de cómo operaban
esas tarjetas. Si tuviéramos que poner el nombre del cliente en cada ticket
impreso por la máquina, terminaríamos locas, le habría contestado yo si me
hubiese hecho esa pregunta a mí..
También
habló con el dueño ese mismo día, haciéndole de seguro preguntas similares. Pero
en concreto nadie sabía mucho más acerca de Loreto ni de algún cliente en
particular. Y en el supuesto caso de saber algo, de conocer la identidad de las
personas, constituía información confidencial para el local.
Días
después, una de las camareras dijo que había oído decir que Loreto trabajaba en
un banco, pero no recordaba en cuál. Sin duda, esa información para el policía podía
ser una pista importante, pero nadie estaba dispuesto a llamarlo para dársela.
En
cualquier caso, Loreto había dejado de venir a la Disco después del crimen de
Renato. Sólo aparecía muy de vez en cuando. Tampoco se veían las amigas con
quienes solía reunirse aquí. Lo cual en parte resultaba lógico. De seguro tenían
miedo. La muerte de Renato olía mal desde un principio y para ellas es probable
que la primera sospechosa fuera la pobre Loreto. Las últimas veces había
repetido a viva voz en el local que odiaba a ese hombre, y sus intentos de
agresión a vista y paciencia de todos también pesaban ahora sobre ella. Sin
embargo, no eran más que sospechas, y las sospechas no constituyen pruebas le
dije a Raquel después de recibir la segunda visita del policía.
—Seguro
que estás dispuesta a defenderla hasta las últimas consecuencias —me increpó
severa.
—Seguro
que lo harás por amor a ella —aseguró luego con indudable maledicencia. Frase
que dejé pasar para no seguir enredando la madeja. A esas alturas comenzaba
recién a sospechar que Raquel estaba celosa de Loreto. Eso no demostraba otra
cosa que mi carencia total de experiencia en asuntos amorosos, nunca había
tenido una amante. Además, Raquel no me gustaba en absoluto, la encontraba
demasiado ahombrada, hasta su voz tenía aquel dejo masculino tan desagradable,
altanero. Su voz era gruesa, no sé si trabajada o natural, pero en ningún caso
agradable al oído. La voz de las personas suele ser a veces tan importante.
Muchos hombres que me gustaban antes de casarme, me habían desilusionado
después de oírlos hablar, y pensar en oír una voz desagradable por el resto de
tu vida puede llegar a ser una idea torturante, un verdadero suplicio. La voz
de Loreto en cambio era dulce, casi una sinfonía. Un timbre agradable al oído
que se imponía en medio del griterío de las otras. Eso no lo podía entender la
bruta de Raquel.
Durante
esa segunda visita, el policía se mostró bastante más amable que en la primera.
Hasta se tomó un trago en la barra y estuvo charlando con Jaimito todo el
tiempo que estuvo allí. Sin embargo sus pupilas de cóndor viejo se mantuvieron calando
el ambiente, sacando conclusiones acerca del tipo de gente que se movía allí. A
mí me saludó con una sonrisa apenas me vio, pero no me detuve a conversar con
él, bajo el pretexto de estar muy ocupada. No quería ser yo quien le dijera
dónde trabajaba Loreto.
Miguel de Loyola - Disco 40 capítuloi 5.
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