Escribir una autobiografía es equivalente a hacer un viaje. En realidad toda actividad humana puede plantearse en términos parecidos, los estudios, el trabajo, el matrimonio, la vida misma. Se comienza en un punto, se viven diferentes etapas, se llega a una meta. Luego viene el retorno. El viaje y eterno retorno que tan bien recrea la mitología griega en la Odisea, atribuida a Homero ocho siglos antes de Cristo.
El taller de autobiografía está
planteado en esos mismos términos. Se trata de un viaje, un viaje hacia el
interior de nosotros mismos, hacia esas islas por donde fuimos dejando —al
igual que Ulises— huellas indelebles en el camino. Y para viajar —suelen decir
los grandes viajeros— sólo basta el deseo de embarcarse hacia otros confines,
sin pensar en la meta, sino más bien en el trayecto mismo, porque la aventura
del viaje no está en el fin, sino en las peripecias que se viven en el camino.
Esa es la mayor aventura de nuestra vida, el paso a paso, las peripecias, los
tropezones, los éxitos y las caídas.
También la autobiografía puede
plantearse como símil de Máquina del Tiempo, por cuanto salimos del presente y poco
a poco nos vamos internando en el pasado, ahora como observadores de acontecimientos de nuestra propia vida que, gracias al lenguaje, conseguimos revivirlos, volver a sentirlos
como parte integral de nuestra existencia. En consecuencia, vamos y volvemos del presente
al pasado en busca de tesoros olvidados en el camino. Hay desde luego un rescate
de la memoria y una lucha contra el olvido.
En suma, se trata de un viaje de múltiples
interpretaciones significativas. Un viaje que permite examinar desde una
nueva perspectiva hechos y sucesos de nuestra vida, que además tiene un valor
terapéutico intrínseco: la aceptación de lo vivido, el reconocimiento de
nosotros mismos en hechos, lugares y
circunstancias concretas. Instaladas en el tiempo y el espacio finito, pero a la vez también infinito.
La autobiografía sin duda termina
siendo un legado, y muchos encuentran ahí su principal sentido. El deseo de querer dejar
a los descendientes algún vestigio de nuestros pasos por este mundo es un muy
buen motivo. Pero hay mucho más de eso para quien la escribe. Es, ni más ni
menos, la mayor conversación que se
puede tener con uno mismo.
Miguel de Loyola – Santiago de Chile
– Septiembre del 2023
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