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Visita de Fidel

 


La visita de Fidel Castro al país causó un revuelo impresionante en la escuela. Los del Centro de Alumnos prepararon pancartas de recibimiento durante las semanas previas, y la mañana del arribo del avión salimos a la calle como animales desbocados. Nos fuimos por avenida Vicuña Mackenna portando orgullosos media docena de pancartas alusivas al héroe, desesperados por ver al ídolo en persona cuando llegara a la Moneda. Nadie quería perderse aquel día el paso del cubano por las calles de Santiago. Su presencia incitaba a las masas de trabajadores y estudiantes a desbandarse por las calles gritando consignas subversivas. Las mujeres jóvenes y viejas chillaban histéricas y los hombres también. Se trataba de una visita excepcional, de algo así como la visita de un artista afamado, reconocido en el mundo entero. Un tío en mi familia comparaba el hecho con la visita del cantante mexicano  Jorge Negrete, acaecida treinta años atrás causando estragos en la Estación Mapocho. Sin embargo, pese a nuestros esfuerzos, ningún muchacho de la escuela pudo verlo, la muchedumbre de trabajadores y sindicatos se amontonó impidiendo el paso a los escolares, a los pendejos, como nos llamaron en forma despectiva, y nos quedamos con las puras ganas de ver al hombrón del Caribe en su traje verde olivo reluciente. Más tarde lo veríamos por supuesto en televisión, por las pantallas del Canal Nacional, donde transmitieron y repitieron sus discursos. El tipo tenía la lengua más larga que Allende y no paraba de hablar una vez micrófono en mano.           

El líder cubano venía al país invitado por el propio Salvador Allende, y era su primer viaje a América del sur después de conquistar la isla y expulsar al dictador Fulgencio Batista. Se veía un hombre pletórico, lleno de vida, además de medir varios metros de altura; un gigante, un coloso  que infundía respeto en medio de la multitud. Cuando hablaba,  nadie osaba a abrir la boca a su alrededor, ni a volar las moscas. Tenía el don de la retórica, del manejo magistral de las palabras, podía convencer hasta a las piedras, por la razón o por cansancio. Su uniforme verde olivo se transformaría en moda entre los jóvenes en América latina. Todos queríamos parecernos a él, usando aquel uniforme de campaña y llevando barba. Aunque esa moda ya la había adelantado años antes el Ché Guevara. Motivados por eso, en varias ocasiones viajamos con Lobo y otros compañeros de escuela a San Bernardo a comprar bototos y trajes militares dados de baja por el ejército con el fin de vestirnos semejantes a él. Había allí una tienda o depósito del Ejército muy popular en esos años,  donde se encontraban a la venta  todo tipo de atuendos militares dados de baja, en desuso. Había montones de chaquetas, pantalones, camisas y una ruma de bototos de caña larga. La ropa era de buena calidad y se encontraba en muy buen estado de conservación, aunque se notaba en algunas prendas el zurcido de la aguja en los orificios. El problema era dar con la talla adecuada. Los bototos eran enormes y las chaquetas también, había que llevarlas después al sastre del barrio para acomodarlas mejor al cuerpo de uno. Pero en ese tiempo no costaba mucho, había sastrerías en todas partes y el ajuste de la ropa era algo rutinario. A los bototos no quedaba más que meterles algodón hasta que el pie se afirmara, sin quedar nadando en su profundidad. Esa fue una de las marcas visibles que dejó el paso de Fidel Castro en la juventud, aunque las más profundas serían otras, de carácter ideológico. Los de la Jota fueron los primeros en calzar esos botines militares en las concentraciones y marchas, aunque los suyos en su mayoría eran nuevos, se decía provenientes nada menos que de la Unión Soviética. ¿Sería cierto?

Antes de la llegada al país de Fidel, se comentaba mucho en la prensa que el líder cubano tenía mucha curiosidad por conocer el proceso revolucionario llevado a cabo por Salvador Allende en Chile por la vía democrática. Aunque otros semanarios sostenían que su verdadera  intención era apurarlo, meterle bencina y encender el fósforo. Su visita se prolongó por cerca de un mes y recorrió de norte a sur el país soliviantando a los trabajadores y a la juventud. Cuando finalmente se fue, el ambiente  respiró aliviado, la visita del héroe había terminado estresando al gobierno y hasta al propio presidente Allende, quien los últimos días denotaba el cansancio de una agenda sobrecargada de compromisos con el líder revolucionario. Su comitiva superaba las cincuenta personas, entre ministros, militares y guardias personales camuflados de periodistas que había que atender y alimentar.   

 En la escuela el profesor de historia hizo una larga reseña heroica sobre Fidel Castro y Cuba.  En mi calidad de provinciano, era la primera vez que oía hablar de esa isla flotando en medio del  Caribe. Una isla llena de riquezas pero devastada por el imperio norteamericano que la había convertido en un prostíbulo para los millonarios del gran país. Fidel —decía el profe— había expulsado finalmente al dictador que el imperio gringo mantenía enquistado en el poder. Por supuesto que nosotros nos tragamos toda esa información como catecismo y la hicimos parte de nuestra historia y comenzamos a ver los signos del imperialismo yanqui también en nuestro país, sobre todo en la explotación de las minas de cobre. El profe de historia contaba detalles de la toma del poder de las fuerzas de Fidel y nosotros las vivíamos en carne propia en cada marcha por las calles de Santiago toda vez que nos enfrentábamos con los de Patria y Libertad a peñascazos y palos. Nos veíamos en esos momentos asaltando la isla desde el mar y avanzando luego por las sierras hasta alcanzar la capital.

El primer discurso de Fidel Castro nos puso la carne de gallina, su elocuencia y dramatismo dejaba chico al mismo Allende, quien se destacaba por la gracia de sus arengas. Pero Fidel la cagó, dijeron todos esa primera vez dejando caer la mandíbula de puro asombro. Claro que había que quitarle el micrófono al hombre, porque era capaz de  hablar un día entero sin parar. Al principio deslumbró a la multitud en la Alameda,  pero a medida que fueron pasando los días la gente comenzaría a mostrar algunos signos de cansancio. No estábamos acostumbrados a oír a nadie hablar tan largo, a extenderse por horas de horas sobre esto y aquello, repitiendo a ratos las mismas palabras. Los chilenos no necesitamos darnos tantas vueltas para comernos la papa, decían algunos sonriendo en forma irónica. El caso es que durante todo el tiempo que estuvo en el país habló y habló hasta el cansancio. Su última intervención en el Estadio Nacional duró varias horas y no había manera de hacerlo callar. Las autoridades congregadas en  las tribunas cabeceaban a cada rato y el grueso de la muchedumbre hacía otro tanto, salvo cuando el ídolo cubano lanzaba al viento alguna proclama, momento en que todo el mundo estallaba en un grito desesperado de auxilio. Todos queríamos que terminara pero no había caso. Fidel no se daba cuenta, o si se daba, le importaba un bledo, estaba acostumbrado a esa forma de dirigirse al pueblo, a las masas, a los cubanos, al pueblo reunido... Era un tipo de una energía inagotable, un coloso invencible.  

En esa última conferencia de Fidel en el Estadio Nacional conocimos a unas chicas del Liceo Experimental Manuel de Salas. En su mayoría eran niñas pitucas pero bien cargadas a la izquierda, fanáticas de Fidel; algo que al principio a nosotros con Lobo nos llamó la atención, no entendíamos qué podían andar buscando ellas en el sector político de los pobres, pensábamos ingenuamente que los partidos políticos reflejaban eso. Es decir, que representaban a las diferentes clases sociales y que no respondían a una cuestión ideológica como comprenderíamos más tarde. Las chicas resultaron ser además nada menos que de la Brigada Ramona Parra, y aunque al parecer les gustamos, porque pasamos toda esa larga jornada juntos en el estadio vitoreando a Fidel, después nos largaron por un grupo de universitarios barbudos que se hallaban en las graderías de más arriba gritando consignas sin parar. La delegación completa del Manuel de Salas fue asaltada por los barbudos de la Escuela de Agronomía de la Universidad de Chile, jóvenes también pertenecientes a las clases superiores. Sólo bastaba observar sus casacas de jeans para darse cuenta que venían de un sector más pudiente de la ciudad. Esas casacas no las conseguía cualquiera, venían directamente de los Estados Unidos, y no cualquiera podía viajar a esas latitudes. Después, claro, se masificarían y hasta llegarían a fabricarse en Chile para todo el perraje.   

Esa vez tuve la precaución de pedirle el teléfono a la chica del Manuel de Salas antes que desapareciera en medio de la avalancha de agrónomos. Y días después, luego de darle vueltas y vueltas al asunto, la llamé desde un teléfono público de la Plaza Egaña. Mientras esperaba la conexión telefónica, la impaciencia me fue anudando la garganta al punto que cuando desde el otro lado de la línea alguien contestó, no me salieron las palabras y por supuesto a los pocos segundos me cortaron. Quedé con el auricular en la mano escuchando aquel pito inconfundible de comunicación cortada. Tampoco me atreví a  volver a marcar de inmediato. Tuvo que pasar un día entero o dos antes de atreverme a volver a intentarlo. La voz de Angélica por teléfono resultó tan atractiva que me enamoré de ella todavía más que el mismo día en el estadio. Sin embargo no me dio mucha pelota, ni tampoco concertamos una cita. Cuando le propuse que podía pasar un día a buscarla al liceo después de clases, me soltó que estaba saliendo con otro tipo y hasta ahí llegó la conversación. Seguro que se había enganchado con algún agrónomo ese mismo día en el Estadio Nacional. A partir de entonces comencé a darme cuenta de que estaba tirando los tejos muy lejos y me entró así poco a poco lo que llamaban los ideólogos que nos visitaban a diario en la escuela: la conciencia de clase. Angélica pertenecía a otra, diferente a la mía, sin duda. No la volví a llamar. Pero casualmente la volví a ver en dos o tres oportunidades más adelante en las marchas, pero ella no me vio, y si lo hizo, no se dio por aludida. Era evidente que no estábamos hechos el uno para el otro.

Después que se fue Fidel, en clases no se hablaba de otra cosa. Algunos aseguraban que había venido al país a darle expresas instrucciones al Chicho de cómo debía manejar la revolución de ahí en adelante. Claro que sonaba un tanto absurdo, por la diferencia de años, Allende podía ser hasta el padre de Fidel y no podía hacerle caso. Además la situación era muy distinta. Nosotros no teníamos en el gobierno a un dictador a quien derrocar. En Chile funcionaba la democracia, había un Congreso Nacional y funcionaban los Poderes del Estado. Allende había llegado a la presidencia siguiendo aquel camino democrático, y no había otro. Poco a poco comenzamos con Lobo a entender algunos asuntos y a meternos en las discusiones de los más grandes. Salí elegido presidente de curso y después pasé a ser secretario general del Centro de Alumnos. Mi mayor tarea como secretario fue firmar voto por voto los votos de las elecciones, verificando los resultados. De ese día me quedó la firma que conservo todavía hasta hoy. Un garabato, por supuesto. Un garabato que no dice nada. Una mosca que tuve que inventar para escribirla lo más rápido posible. Los votos de la elección del centro de alumnos rayaban los mil.

Miguel de Loyola - Cuentos inéditos - Año 12

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