Al leer esa mañana el obituario te encontraste con la sorpresa de que estabas muerto. Aparecía escrito tu nombre completo, el lugar del velatorio y la hora en que serían tus funerales. Quedaste perplejo por varios segundos, luego volviste a leer todavía sin convencerte, pestañeando, frunciendo el ceño ¿Es posible que uno se muera sin saberlo? Fue tu primera duda. No, no es posible. Esto hay que verlo con ojos propios, dijiste abandonando la lectura. Conocías la iglesia en cuestión, quedaba en tu antiguo barrio, a unas cuadras de tu domicilio. Sabías que contaba con un velatorio ubicado a un costado, ahí habían velado a varios conocidos y parientes tuyos. Era una de las pocas que todavía contaban con velatorio, y por esa misma razón pasaba siempre ocupado. No era fácil conseguir aquel espacio, había que tener amistades, pertenecer a la comunidad, ser asiduo a la iglesia. ¿Quién lo había conseguido? Renata no podía ser, tampoco alguno de tus hijos, ninguno disponía de tiempo ni relación alguna con el templo Nuestra Señora de la Piedad. ¿Lo haría alguna vecina caritativa, alguna alma piadosa al tanto de tu desamparo religioso? Tú le hacías siempre el quite a esa parroquia cuando vivías en aquel barrio, dabas incluso largos rodeos para evitar pasar por el frontis. Tocaba la casualidad que siempre había allí algún difunto, velándose o bien saliendo al cementerio, y eso te resultaba turbador. Te impactaba ver estacionada la carroza frente a la entrada principal, enlutando el ambiente con su presencia. La calle no era la misma bajo esas circunstancias. Esos vehículos te ponían nervioso, los encontrabas impertinentes, te recordaban tu infancia, cuando los veías avanzar por la calle envueltos en su pompa, en medio de un silencio aterrador.
Te pusiste las gafas y volviste a leer el obituario ahora con más calma,
sopesando las consecuencias de aquel aviso. Después de todo, la idea no era
mala y comenzaba a gustarte. Si ya estabas muerto, los acreedores dejarían de
buscarte, y de seguro les resultaría muy difícil dar con tu dirección. Cerraste
el diario tras concluir que quien quiera que hubiese puesto aquel aviso te
había hecho un gran favor. Una diligencia así, tu jamás la habrías hecho.
Miguel de Loyola - Inéditos.
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