Black solía jugar conmigo, lo mismo yo con él. Ambos éramos lo que se llama verdaderos amigos. Apenas llegaba de la escuela corría a abrazarlo; en tanto él, salía también disparado a recibirme, revolviendo la cola en señal inequívoca de felicidad. Black era negro, de un negro casi azul. Al mirarlo en días soleados, su pelaje sedoso resplandecía produciendo destellos de luz. En invierno, en cambio, esos brillos desaparecían bajo el gris opaco que solía cubrir la atmósfera de San Clemente. Era un gran corredor, siempre llegaba primero a todas partes. Sus patas elásticas se volvían verdaderas aspas cortando el aire. A menudo recorríamos la calle juntos hasta la plaza, donde enloquecido se metía a hurgar por entre los matorrales, mientras yo daba la correspondiente vuelta pueblerina al perímetro de la plaza. Sus ojos, sin embargo, se mostraban invariablemente tristes, como si en ellos mantuviera encerrada la angustia permanente de su inexplicable existencia. Por supuesto que le gustaba mucho también dormir, y muchas veces durante el transcurso del día se lo pasaba durmiendo, echado sobre el pasto, o bien sobre su saco, junto a la mesa de la terraza donde comíamos en verano. Una vez recostado, solía rascarse sus amplios lomos con ambas patas, o bien se lamía con su larga lengua, siempre húmeda y roja. A veces recostado en mi cama, me daba por imitarlo, pero lo cierto es que jamás conseguía girar la cabeza hacia atrás con la soltura de Black. Seguro que también me superaba en esas artes. La elasticidad y firmeza de sus músculos, superaban los de cualquier ser humano.
A veces en la noche a Black le daba por aullar, supongo que de miedo,
porque dormía a la intemperie, mientras nosotros adentro. Es decir, en el
interior siempre cálido y seguro del hogar. Algunas noches me asomaba por la
ventana de la galería a mirarlo, entonces veía sus pupilas expectantes brillando
ansiosas como dos pequeños astros metidos en el fondo de la noche. Su vida era
una vigilia permanente. A mí, mirar esa
oscuridad que lo rodeaba me causaba pavor. Las noches solían ser tan negras en
el pueblo, que uno hasta podía tropezar con el mismo bulto del Black antes de
alcanzar a verlo. Algunas noches Black también sentía miedo, miedo a esa tinta
negra y espesa que lo envolvía y donde parecía diluirse su identidad. Aunque de
seguro era más valiente que yo, que acurrucado y adormecido bajo la tibieza de
la cama, terminaba por dormir olvidado de mi fiel amigo y de su soledad.
Mi fiel compañero no era el típico perro rosquero que pulula a diario
por las calles ladrándole a medio mundo, pero cuando lo buscaban, lo
encontraban. Entonces mostraba la fiereza de sus colmillos blancos y afilados, seguido
de un rugido feroz. Luego se lanzaba en
picada en pos del enemigo. Yo solía azuzarlo en algunas ocasiones, me gustaba
mucho verlo y sentirlo después victorioso, palpar su corazón henchido y
galopante de júbilo, haciendo luego mía también su victoria. Afortunadamente,
las más de las veces ganaba sus riñas callejeras. Era grande, musculoso, de
pecho anguloso, manos gruesas y pesadas. Caía sobre su enemigo y lo derribaba
al primer empellón, aparte de propinarle luego un buen mordisco en el cuello o
en las orejas, pero sin una ferocidad letal, sino más bien artificiosa, muchas
veces casi teatral. Eso me divertía mucho de él, su fingida actuación mientras
peleaba, riéndose de su rival. De manera que con él, fuera donde fuera, me
sentía muy seguro. Sin él, por cierto, una vez en la calle, la cosa se tornaba
distinta, me volvía para todos lados, presintiendo siempre algo extraño, presencias
invisibles, ocultas, observándome desde los ángulos oscuros de la calle. En
cambio en su compañía esos temores no enturbiaban mis pensamientos. Black
parecía dotado de receptores superiores, y andar con él era como andar con un
radar, puesto que cualquier cosa extraña la presentía a distancia. A los
forasteros, por ejemplo, los olía a dos cuadras, como si todo el orden del
universo hubiese estado concentrado en la envidiable memoria de su olfato.
Una tarde de otoño, mientras corríamos por la calle, reventando con
nuestras pisadas las hojas que suelen arrojar los viejos plátanos orientales,
apareció de improviso en un extremo de la calle un perro que no habíamos visto
antes en el pueblo. Black y yo nos miramos extrañados, preguntándonos por la
procedencia de aquel desconocido. En tanto, el animal se detuvo al centro de la
arteria con las orejas levantadas en señal de alerta, como suelen hacerlo la
mayoría de los animales al momento mismo que presienten un peligro. Luego, nos
ladró desde allá, furioso, dio una vuelta sobre sí, como lo hacen los
boxeadores en el ring, y después volvió a ladrarnos pero todavía con mayor
ferocidad, como diciendo vengan a mí par de cobardes. Entonces Black ladró
también, y después gruñó enseñando sus filudos colmillos. No obstante, no se
movió de mi lado, acaso esperando un gesto, una señal de mi parte. Esta vez, a
diferencia de otra veces, no azucé a mi perro como solía hacerlo frente a otros
ya conocidos del pueblo y que merodeaban por nuestra calle causando destrozos,
especialmente en las plantas. Creo que, ese perro blanco, tan blanco como la
nieve, me intimidó. No lo conocía, y en sus ojos, rojos como me los figuré a la
distancia, vi aquel destello indescriptible que hoy identifico claramente con
la muerte.
Black, entre tanto, continuaba a mi lado esperando alguna señal de mi
parte, pero como esta no llegó, se escabulló y corrió ansioso en dirección al
enemigo. Los perros, dicen, no le temen a nada, menos aún a uno de su misma
especie. Debe ser cierto. Esa tarde lo vi precipitarse sobre el enemigo a la
usanza de sus riñas y camorras acostumbradas, levantando ambas manos para
golpear sobre los lomos y derribar así con cierta facilidad a su rival, al
mismo tiempo que intentaba agarrar el cuello o las orejas del enemigo al
momento de caer. Sin embargo, el perro blanco, acaso sabiendo de antemano la
estratagema infalible de mi Black, se hizo diestramente a un lado, mordiendo en
el cruce a mi perro con una dentellada feroz. Entonces por primera vez lo sentí aullar de dolor, en un alarido
desgarrador que me paralizó por varios minutos, cubriendo luego mi piel de un
gélido sudor. Luego, corrí hasta ellos cargado de piedras, y a peñascazos conseguí
que aquel horrible demonio blanco dejara libre a mi amado Black. Sólo entonces descubrí
algo que no había visto ni imaginado nunca: rodeaba el cuello de aquel maldito
animal un collar de filudas púas de acero, de manera que resultaba imposible
que alguien pudiera cogerlo por la fuerza desde allí sin clavarse en ellas.
Volví a mirar a mi Black y
comprobé estupefacto que no sólo su oreja izquierda sangraba, sino que también
desde su boca antes saludable, fluía a borbotones la sangre roja y humeante. En
sus ojos en tanto, tristes como siempre, se hallaba pintado también el gesto
que suele esbozar el rostro humano frente a la evidencia indiscutible de la
desigualdad de condiciones con que nos toca enfrentar la adversidad. Lo abracé,
quise llorar tanto de pena como de impotencia; lloré sin duda, me culpé también
por no haberme percatado de aquel maldito collar, pero ya era tarde.
A los pocos días después,
me enteré por un amigo que aquel perro blanco era afuerino, que había venido acompañando
a unos veraneantes de la capital. Jamás durante aquel verano el maldito perro
salió a la calle sin aquel collar. Y toda vez que nos cruzamos con él, Black
todavía más que yo, se hacía deliberadamente el tonto, en tanto yo, dotado de
un valor que no me caracterizaba antes, increpaba al demonio blanco. Estoy seguro
de que de haberlo visto sin aquel maldito collar, Black abría arreglado cuentas
con él.
1988.
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