No cabe duda que hay personas más carismáticas que otras. Personas que dan confianza, que se cree en ellas por la imagen que proyectan de sí mismas, pasando por alto aquel viejo adagio popular que dice: “se ven caras pero no corazones”. En el mundo de la imagen, en el cual vivimos hoy día más insertos que nunca, la imagen lo es todo. Si un candidato a la presidencia de un país carece de carisma, de aquel estigma que no sabemos si es un don natural o mero artificio, sus posibilidades de ganar una elección son reducidas, sino un claro impedimento. Dicho candidato no saldrá electo aunque su programa de gobierno sea el mejor de todos. Eso del programa, la verdad importa poco o nada en relación a la imagen.
Cabe
preguntarse si es posible cambiar el carisma de una persona, el rostro, la
actitud, la sonrisa, la manera de expresarse, de mostrarse, de ser visto por
los demás… Sabido es que muchos lo intentan en solitario, o bien asistidos por
especialistas en construcción de imágenes, pero muy pocos lo consiguen. Se nota
demasiado el artificio, la impostura, la actuación, la hipocresía. Es decir, el
carisma se trataría de algo inherente a la persona misma, de una especie de
aura natural y espontáneo que atrae, convence, acerca. Sin embargo, bien
sabemos que ha habido y seguirán habiendo personas capaces de encarnar lo mismo
que un actor un personaje de suyo carismático, sin que nadie o muy pocos noten
el artificio, logrando así alcanzar su objetivo. En tales casos, se cae en la
trampa de la imagen, algo que el ingenio creativo consigue esbozar como algo
propio y natural.
Hasta
hace algunos años, en las elecciones presidenciales, lo que primaba no era la
imagen, sino el programa con el cual se podía estar de acuerdo o no. Hoy la
dificultad pasa por acertar cuando la imagen es verdadera o falsa.
Miguel
de Loyola – Santiago de Chile – Julio del 2025
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